La verdad y otros enigmas

En 1985, con su enorme documental Shoah, el recientemente desaparecido cineasta e intelectual francés Claude Lanzmann (Bois-Colombes, 27 de noviembre de 1925 - París, 5 de julio de 2018) inauguró una nueva época en la memoria activa del Holocausto. El film de Lanzmann, que ha vuelto universal esta palabra hebrea para designar el genocidio nazi de seis millones de judíos europeos, confluyó con otro movimiento epocal, que ganó impulso a fines de la década de 1960 y que hoy ha triunfado en las ciencias y movimientos sociales: a medida que todo relato histórico se vuelve ficción cada vez más discutida, la recuperada voz de las víctimas (o de sus portavoces) se torna fuente de una verdad cada vez más innegable. En sus diez horas de duración, sugiere Alfredo Grieco y Bavio este artículo, Shoah cuenta verdades, pero también ha creado un dispositivo para contar mentiras.

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Pocas veces al fin de una larga vida encuentra un narrador, un filósofo o un periodista la consagración y aceptación generalizadas de las formas de arte, pensamiento y comunicación que fueron cada vez más las suyas desde el comienzo hasta el fin de su carrera. En este rubro excepcional parece inevitable clasificar al francés Claude Lanzmann. Como escritor, cronista político o policial, documentalista, editor de medios gráficos, siempre buscó, en su existencia casi centenaria, qué formas permitirían hacer irrumpir, en un horizonte histórico dado, la revelación de una verdad que era tan ausente como central. Shoah, su film sobre el Holocausto de los judíos europeos durante el Tercer Reich, estrenado en 1985, hizo que un tema tan reconocido como escamoteado entrara de lleno y ya nunca abandonara la opinión pública occidental. Pero una paradoja de su vigencia estética ha sido que sus formas (de narrar, de mostrar –o no–, de dar por probado, de visibilizar y volver audible) se impusieran con una fuerza más arrolladora que la de las verdades que conseguía hacer irrumpir.

Es un triunfo de Lanzmann que en el siglo XXI sus presupuestos sean compartidos al punto de darse por sentados sin mayores discusiones. Pero el avance intelectual, pedagógico, político de esos presupuestos al punto de volverse centrales en las democracias occidentales ha sido uno de los motores de ese triunfo de Lanzmann, y un motor que ni él ni nadie a título individual podía activar. El presupuesto mayor es el siguiente: que la fuente de la verdad, en toda situación de conflicto, está en la voz de las víctimas. Del que sigue un corolario: la voz de las víctimas, animadas a hablar por sus portavoces, es la mejor verdad. El testigo se vuelve juez, y el juez es sospechoso, a priori, de tergiversación. En las diez horas que dura Shoah, no hay fotografías, filmaciones de época, opiniones de historiadores o resúmenes o balances historiográficos. Sólo oímos las voces, vemos las caras, de los sobrevivientes del genocidio de seis millones de judíos organizado por el nazismo alemán en los años 1940-1945.

Ocurre que este dispositivo narrativo y esta impostación estético-ideológica no ha desfavorecido en nada la aparición y crecimiento asertivo del negacionismo del Holocausto. O el crecimiento de la propaganda fundamentalista. O, en estos años, el de la posverdad, el de diversas demagogias políticas, el de la inversión de carga de la prueba, que, al menos en las tribunas massmediáticas, hace desaparecer la presunción de inocencia y la reemplaza por la de culpabilidad. ¿Quién prefiere creer inocentes a los señalados como abusadores por las voces antes calladas, o menos decididamente corales, del #metoo? Y, en un proceso también correlativo en las ciencias sociales europeas, toda verdad se tiñe de invención, todo relato es reconocido como construcción, toda historia narrativa es señalada como un subgénero más de la ficción: este contexto no favorece la defensa de los inocentes, en el caso de que los hubiera.

La voz de las víctimas no sólo incrimina sino que sentencia (aunque basta con cambiar de escenario para que cambie el elenco de víctimas). Y el juez –o la opinión pública– tampoco tiene una opinión experta a la que acudir como patrón o medida. Los anteriores peritos han sido expulsados de la escena (o marginalizados –en Shoah sólo se cita una única «opinión experta», la de un solo historiador: aclaro que esto no es objeción al film, sino ejemplo de cómo éste no se sustrae a una atmósfera). Y todos los medios de prueba que el acusado inocente podría usar y alegar, de reconstrucción del pasado, probatorios de la verdad de los hechos, están bajo sospecha. En el siglo XXI, la sola noción de «objetividad» ha sido y es deconstruida a conciencia, en cada clase escolar, entre los muros de cada aula, desde el Kinder hasta el Post-doc, como sospechosa, ideológica, mitológica, hipócrita, interesada: en el mejor de los casos, ideal ingenuo e inaproximable; en el peor, religión mendaz, fraudulenta.

El método de Lanzmann es hacer hablar a las víctimas y lograr que hablen con el mayor dramatismo posible: que sufran ante la cámara. Es un método replicable. Las víctimas de la Shoah son de una verdad escalofriante. Pero un director puede poner otras voces allí, a las que confiere, por el sólo hecho de hacer su voz, el estatuto de víctimas, y por tanto de verdad.

La depurada estética de «cordón sanitario», de pureza documental de Shoah –en el límite, casi: una estética «políticamente correcta»– no evita riesgos, sino que los roza todos al centralizar la representación del sufrimiento evocado en vivo ante la cámara y el grabador por el sufriente. ¿No parece Lanzmann descreer o desatender o quitar crédito –como un posestructuralista, digamos– a la historiografía «científica» pero trasladar ese crédito a la voz de la víctima como fuente prístina de una verdad a fin de cuentas incontrovertible e incontrastable? Es imposible decir que sí, que él haga esto, pero sí es posible decir que es seguro que no hace lo contrario.

¿Cómo sabemos –no sólo creemos o confiamos: sabemos– que ese relato es verdadero? El film ni nos lo insinúa ni nos auxilia de por sí para saber por qué lo que sabemos es la verdad, no nos ayuda a saber –como sabemos– que la Solución Final y el Holocausto pertenecen a la Historia Universal y no sólo a la historiografía judía. Y sabemos que es así porque las pruebas materiales y documentales son abrumadoras en cantidad y calidad, lo sabemos porque es posible reconstruir el pasado sin dejar lugar razonable a la duda. «El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges», concluye el narrador argentino Jorge Luis Borges su ensayo «Nueva refutación del tiempo».

En su breve documental Noche y niebla (1956), el cartesiano Alain Resnais, con guión del católico Jean Cayrol, desnudaba una falacia (que era una cobardía) sobre el Holocausto: no es cierto que todos pudiéramos ser víctimas, pero era muy cierto que todos podíamos ser victimarios. En Shoah, el sartreano Lanzmann, si no participa en una falacia, tampoco tiene la intención de combatirla.

alfredogrie@gmail.com

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