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Lo que voy a intentar aquí, es suscitar el deseo de leerlo, ya que sus escritos son mucho más apasionantes que sus adaptaciones cinematográficas.
Empezaré resumiendo rápidamente algunos elementos indispensables de su larga vida, que abarca casi un siglo entero, marcada por muchas rupturas violentas en Francia. Hugo vio caer (dos veces) el Imperio de Napoleón I, regresar la monarquía (tres reyes sucesivos), y asistió a dos revoluciones (1830 y 1848) que derribaron nuevamente la monarquía y permitieron el retorno de un régimen republicano. Vivió en el exilio durante 19 años por rechazar el Imperio de Napoleón III, y luego, de regreso en Francia, conoció la guerra y otra revolución (la Comuna de París en 1871). No tendré el tiempo de abordar su vida amorosa, que fue muy agitada, muy de novela. Antes de volverse un viejo barbudo, el escritor fue un joven bien interesado por los juegos del amor, y no hablo de amor platónico.
En un segundo tiempo, hablaré de algunos aspectos de su obra que van más allá de lo “histórico-mundial“, y que, a mi parecer, le dan hoy en día universalidad y eterna actualidad.
Víctor Hugo nace en 1802, cuando termina la Revolución francesa y empieza el Imperio de Napoleón Bonaparte. Hijo de uno de los generales del emperador Napoleón I, el niño Víctor Hugo sigue a su padre sucesivamente en las campañas militares de Italia y España. Lleno de admiración por su padre, lo describirá más tarde como “mi padre, ese héroe cuya mirada era tan suave”. Su madre es originaria de Vandea, una provincia de Francia que había sido martirizada por el régimen revolucionario, a raíz de su apoyo a la monarquía.
En 1827, el preámbulo que escribe para su obra Cromwell, lo hace aparecer como el teórico y la cabeza del movimiento literario llamado Romanticismo. En 1829, en el Prefacio a su obra poética Las orientales, profundiza su pensamiento, y toma la defensa de la libertad absoluta en el arte, que se volverá el tema de una famosa batalla literaria alrededor de su siguiente obra de teatro, Hernani (1830).
En el transcurso de los años 1830-1840, consigue éxito tanto como poeta y dramaturgo como en su calidad de novelista, con la publicación de Nuestra Señora de París, que todos los niños del planeta conocen por la adaptación de Walt Disney, bajo el título El jorobado de Nuestra Señora de París.
Tras la muerte de su hija Leopoldine (1843), y el fracaso de otra obra, entra más activamente en la política y llega a ser Par de Francia en el 1845, nombrado por el rey Louis-Philippe. Entra a formar parte de la Cámara de los Pares, que prefigura el actual Senado, y se involucra cada vez más en los debates políticos de su tiempo.
Si bien, en los primeros años, privilegia los temas relacionados con las Artes y Letras, rápidamente opina sobre temas mucho más amplios. Pone su talento literario al servicio de sus opciones políticas, pero también, hay que reconocerlo, al servicio de su propia promoción. Se ha podido comprobar, por ejemplo, que en sus discursos ante el Parlamento tenía una técnica muy profesional: incluía en su texto alguna frase para escandalizar, para provocar a sus adversarios, y, sabiendo que ellos iban a interrumpirlo en ese momento, preparaba también las respuestas a los ataques. Pero esas respuestas aparecían como improvisadas y sus propios adversarios se maravillaban de su talento. Hugo estaba construyendo su propia estatua.
En esa época se describe a sí mismo como liberal, demócrata, pero también monárquico. Después de la revolución de 1848, que provoca la caída de Louis -Philippe y la restauración de la República, apoya en un primer tiempo la candidatura del sobrino de Napoleón a la Presidencia de la República. Pero, cuando éste, después de su elección, empieza a violar las instituciones y organiza el golpe de Estado del 2 de diciembre del 1851, Víctor Hugo toma el camino del exilio. A partir de esta fecha, su obra adquiere cada vez más acentos y contenido social y político.
En el 1851, cuando advierte que la Segunda República está amenazada por el golpe de Estado, se declara por primera vez en favor de la República. El 17 de julio del 1851, pronuncia en la Asamblea nacional (donde había sido electo) un extenso discurso en defensa de la República, “que es para el pueblo una suerte de derecho natural, como lo es la libertad para el hombre” . En este discurso, menciona por primera vez los “Estados Unidos de Europa” como el horizonte de la República francesa. Este discurso es probablemente una de las primeras expresiones de la conciencia de la necesidad de ampliar los horizontes nacionales en Europa, para acabar con la inestabilidad política y las ambiciones individuales. En su diario (publicado el 18 de julio de 1851 bajo el título Cosas vistas) admite que, hasta la fecha, la palabra República despertaba en su espíritu una forma de espanto, de temor a que regresara el terror del año 1793. “Tenía en mi sangre, dice en este texto, esa mezcla de vieja sangre vandeana, que no me impedía admirar la República, sino que más bien me empujaba a luchar contra ella”. Desde el exilio publica en 1853 Los castigos, una obra poética de lucha contra el tirano, que se volverá un modelo para este tipo de poesía «engagée», comprometida. Su exilio también le inspira sus obras poéticas más fuertes –Las contemplaciones (1856) y La leyenda de los siglos (1859-1883)— donde describe la vida y muerte de los más humildes, al tiempo que se apropia temas bíblicos, para extraer de ellos nuevos sentidos, nuevos sonidos.
Este es también el periodo de su óptima producción novelística, con la publicación de su obra mayor, Los miserables, en 1862. Durante este exilio, V. Hugo se mantiene al tanto de todos los acontecimientos relacionados con la política de Napoleón III y toma posiciones sobre muchos acontecimientos aparentemente lejanos (sobre asuntos de Polonia, Hungría, Grecia), o muy lejanos, como la guerra en México, en la cual saluda y alienta la resistencia de los habitantes de Puebla contra el ejército de Napoleón III. En una carta a esos habitantes, habla en nombre de la Francia de los valores republicanos, que no tiene nada que ver con la Francia del Tirano.
Poco a poco se construye la imagen de hombre apto a representar la identidad moral de Francia frente a, (y por encima de) los poderes políticos del momento. Se construye la imagen de un poder intelectual capaz de deslegitimar el poder político temporal.
Víctor Hugo regresa del exilio en 1870, cuando cae la dictadura de Napoleón “el Pequeño”, como siempre lo llamó, para diferenciarlo de Napoleón I, “el Gigante”.
En 1871, París entra en una nueva revolución contra el poder central. Víctor Hugo toma públicamente sus distancias contra los excesos de los revolucionarios, vuelve a exilarse, esta vez en Bruselas, donde luego recibirá en su casa a los dirigentes revolucionarios comuneros derrotados. Había manifestado su desacuerdo con ellos, pero los acoge en la derrota.
En 1874 publica su última novela mayor: Quatre-vingt-treize (Noventa y tres), en referencia al año 1793, que fue en Francia el año del Terror revolucionario, cuando la guillotina funcionaba día y de noche, pero también cuando una nueva Francia estaba naciendo, liberando energías que iban a cambiar el mundo. En esta última novela, en cierta forma, Hugo trata de disipar de una vez por todas el temor a la República que todavía comparten, de buena fe, ciertos sectores de la sociedad francesa. Trata de reconstruir el relato de este año terrible, para volverlo inteligible y aceptable a todos, sin esconder sus aspectos más espantosos. En mi opinión, es su novela más personal, mejor lograda, y al mismo tiempo más profundamente política.
Muere en 1885. La República le organiza funerales nacionales en París, en los que participaron dos millones de personas. La República francesa se identifica con este gran luchador, intérprete de los valores sociales de la República y, desde entonces, no ha dejado de erigirle una estatua.
Al dedicarle esta estatua, al difundir por todas partes su vieja barba, se está escamoteando la virulencia y la juventud de su obra. Y Hugo vale —infinitamente— más que esta estatua sombría. Aquel que se aventura a leerlo descubre una de las expresiones más altas, más violentas, más desesperadas, del terror humano frente a lo inadmisible y lo incomprensible, frente al sufrimiento y la muerte.
Este terror se va percibiendo, como al aproximarse a las costas se intuye la inmensidad del mar, en la extraordinaria y desconcertante abundancia de su obra. En un texto escrito al fin de su vida, él sugiere a aquellos que tuvieran el proyecto de reunir sus textos inéditos para publicarlos, que le den por título: El océano.
De hecho, “su poesía nunca hace silencio“, notaba en el siglo XX Gaetan Picon, uno de sus mejores críticos. “Su poesía evoca el incesante movimiento del océano, esa mezcla confusa de flujo y reflujo, el sonido singular de la resaca cuando la ola que se retira choca con la que avanza. Al lanzarse al asalto de lo visible, dice Picon, el lenguaje conoce ya la fatalidad de este reflujo. Al exhibirse, el lenguaje asaltante se vuelve lenguaje sumergido —no es tanto que se pierda en la arena de la gravedad—, sino que es recubierto por una agua más vasta y más violenta, que le hace perder su dirección. Entonces el mundo invade el lenguaje, que cruje bajo su masa; las palabras flotan como desechos en su superficie. Incansable y desesperadamente multiplicadas, las imágenes no son más que los vestigios de la forma que el lenguaje quisiera designar”. En la obra de Hugo “el lenguaje sumergido habla con la fuerza vana de las tempestades, de la imposibilidad eterna de hablar”, pero habla también de la necesidad de hablar, contra viento y marea.
Es que el océano, para Hugo, no es ningún lugar de descanso: “El Océano está desierto. No hay ni una vela a lo lejos./Sólo las olas que quedan son testigos de otras olas/(...) El abismo; algo ignoto, terrible, que está gruñendo/ El viento; la oscuridad descomunal como el mundo/; hay olas por todas partes; por doquiera que alcance el ojo,/la ráfaga que se ve ir, venir y atravesar;/las olas son el sudario; el cielo es el sepulcro;/(...) si un espíritu viniera, cerniéndose no sabría,/ entre las aguas sin fondo y los espacios sin límite,/cuál es el más sombrío, y si este tétrico horror,/ que producen la ceguera, el estupor y los ruidos, procede del mar inmenso o de la noche sin fin”. (La Leyenda de los siglos, Siglo Veinte, Plena Mar).
Pero lo aterrador no sólo es un estruendo lejano; se abate sobre Hugo, terriblemente preciso, el 4 de septiembre de 1843 : “El dolor se ha arrojado sobre mí, brusco y terrible/como el enemigo desde el pasadizo de un muro”, y más adelante escribe: “Señor, sufro demasiado, / no puedo contarte /lo que pasa en mí”. El escritor de éxito, ya miembro de la Academia francesa, se deja sumergir por ese dolor: “¡Siempre la noche! ¡Jamás el azul! Jamás la aurora”, escribe también. E inmediatamente después o inmediatamente antes, como una espera, “se diría que en todas partes, al mismo tiempo, la vida/disuelve el mal, el duelo, el invierno, la noche, la envidia”.
De hecho, sumido en el espanto, uno no sabe más: “¿Qué haría yo, Señor, el día del terror?”, y el dolor lo toma por asalto. “Uno prepara un caballo para el día del combate/pero es el Señor quien nos salva”. Pero ¿es el Señor en verdad quien nos va a salvar? En el exceso del sufrimiento Hugo retoma los acentos de Job: ¿cómo creer que el Señor nos salva en el momento en que nos retira toda razón de vivir? ¿Cómo querer la vida, cuando no hay ninguna razón para la esperanza? Hugo reescribe el libro de Job y medita los últimos mensajes del profeta Mahoma: “no soy un dios, vengo después de los otros, moriré como vosotros, a mi hora, ¿es necesario/ aquello en que nos convertiremos, vosotros y yo? lo ignoro,/no soy más que un pensador encargado de hablar alto”.
Y, en un largo poema, Las contemplaciones, el autor romántico define así la misión de los poetas, su misión: “ellos le hablan a la soledad/y la soledad comprende”.
Me parece que este espanto y desesperación son el telón de fondo sobre el cual debemos situar la inmensa compasión de Víctor Hugo por todos aquellos que sufren, los miserables, los Quasimodos, los condenados a muerte, los hombres que ríen, los Claude Gueux y también su indignación siempre renovada frente “a los dichosos y los inexorables”: “enfurécete poeta,/mantente indignado”, y aún más: “aquellos que viven son aquellos que luchan”.
Este trasfondo le hace “poner un gorro rojo al viejo diccionario”, porque cree que liberar la palabra es liberar el pensamiento. Con esa esperanza, Hugo “disloca a ese gran necio del alejandrino” y hace entrar en la poesía todo lo que ha estado excluido: los niños de ocho años “arrodillados bajo los dientes de una máquina sombría”, “los pesados martillos sonando bajo el resplandor de las fraguas”, las ferias ambulantes y los paquebotes de vapor, los zepelines y la metralla en la barricada: “Todo tiene derecho a un sitio en la poesía —escribe ya en 1829— el arte no tiene que rendir cuentas. No tiene nada que ver ni con fronteras, ni con grilletes, ni con mordazas. En el gran jardín de la poesía, no hay fruto prohibido. El autor no ha visto todavía mapas de los caminos del arte, con las fronteras de lo posible y lo imposible trazadas en rojo y azul”. Hugo subvierte cada verso haciendo rimar emperador con horror, sagrado con masacrado, México con fiasco (refiriéndose a la intervención francesa), César con bazar, magistrado con castrado, vil con hábil, pontifical con chacal, Spinoza con osa, pero prisión con “horizon”.
Y si bien admite “querer por encima de todo el desorden, la profusión, el esperpento, el mal gusto”, para impugnar una “bella literatura, trazada a nivel”, siempre lo retiene la compasión, “ni encender infierno alguno con el tizón de fuego alguno/ni agravar un fardo”. Víctor Hugo es un rebelde (pagará con un largo exilio su rechazo al golpe de Estado de Napoleón III), no un sedicioso. Hijo de un oficial revolucionario y de una vandeana (la Vandea fue un bastión contrarrevolucionario), Hugo conoce los desgarramientos y desastres de la guerra civil, los horrores de la batalla, y no se los desea a nadie. Por eso se manifiesta decididamente contra la intervención francesa en México. En un poema poco conocido, recogido en L’album de 1869, Hugo caracteriza a Napoleón III, “Le Petit”, como un pelele ridículo, un jefe de piso tiránico, enviando a “Max” (Maximiliano) a controlar México para poner la bolsa al alza: “No tengáis temor, tomad este país, os lo ofrezco/más el oro. Yo tengo la Francia con la llave del cofre [...]/Reinad sobre este pueblo, vamos,/colmad sus clamores y hacedlos felices. Yo, yo os lo pongo en la mira”.
Visionario, Víctor Hugo sabe distinguir lo insignificante, lo accesorio –Napoleón III—, de aquello que la historia moderna llamaría de largo aliento; a los poemas circunstanciales, Los castigos, enfrenta La leyenda de los siglos. A los bufidos ridículos del pequeño emperador responden las erupciones de cólera de los volcanes americanos contra las religiones y las hogueras que alimentan. En Les raisons du Momotombo, Hugo interroga a este volcán de Nicaragua sobre su rechazo a ser rebautizado. Y éste responde que antes no amaba a los dioses prehispánicos, antropófagos y fascinados por la muerte, y que se había alegrado con el arribo de otro dios, venido del mismo lado de donde nace el día: “Pero cuando vi cómo trabaja el nuevo,/cuando vi arder, cielos, a mi altura/ esa lúgubre hoguera, jamás apagada (de la inquisición)/cuando pude ver cómo actúa Torquemada,/para disipar la noche del salvaje ignorante,/ cómo civiliza [...]/He dicho: no vale la pena cambiar”.
Así, poeta de la soledad, poeta del sufrimiento, Víctor Hugo nos habla incesantemente del terror del hombre moderno de cara a un cielo vacío, un cielo al que ascienden los vapores de los osarios, los quejidos de las víctimas, los llantos de Job. Cabe a cada uno de sus “lectores pensativos” decidir en su alma y conciencia si tal propuesta es actual.
*Embajador de Francia
en el Paraguay.