La Trinidad del Terror

“Las caras de un Demonio trifronte forman la Trinidad del Miedo: miedo a lo nuevo, miedo a lo diferente, miedo a lo desconocido. Pero el miedo uno y trino no tiene ni una ni tres, sino mil formas...”

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EL DEMONIO TRIFRONTE

Las caras de un Demonio trifronte forman la Trinidad del Miedo: miedo a lo nuevo, miedo a lo diferente, miedo a lo desconocido. Pero el miedo uno y trino no tiene ni una ni tres, sino mil formas: desde la visión del inmigrante como intruso lleno de virus contagiosos de todo tipo de males físicos, mentales y morales, hasta el asco por las minorías culturales, sexuales y de todo tipo, pasando por la eterna, rancia y terca manía de tratar de imponer las aspiraciones y deseos propios a cuanto bicho viviente pueda tener otros, la diferencia parece ser percibida por los individuos de la especie humana, en general, como algo potencialmente peligroso. Para que vean ustedes cuán ubicuo es el miedo a la alteridad, citaré algunas de sus expresiones, y, a fin de no extenderme más de la cuenta, solo en un campo: en el cine.

La lista es larga. Juguetes posesos (Chucky, T. Holland, 1988), gorilas tercermundistas ajenos a los avances de la «tecnociencia» que (literalmente) no caben en el mundo moderno (King Kong, M. Cooper-E. Schoedsack, 1933), el neogolem o la cara maligna de Pinocho (Frankenstein, J. Dawley, 1910, Frankenstein, K. Branagh, 1994), muertos no-muertos (White Zombie, V. Halperin, 1932, The Walking Dead, M. Curtiz, 1936, Night of The Living Dead, G. A. Romero, 1968, Braindead, P. Jackson, 1992, Resident Evil, P. Anderson, 2002, [REC], J. Balagueró-P. Plaza, 2007), yogures malditos (The Stuff, L. Cohen, 1985), marcianos en interplanetarios viajes de expansión colonialista (War of the Worlds, B. Haskin, 1953), mascotas, más que hidrofóbicas, postulantes a zombis (Cujo, L. Teague, 1983), fans pasivo-agresivas con síndrome de abstinencia del tomo siguiente de su saga que con dulce sonrisa le rompen al autor a martillazos los huesos para que lo termine de escribir de una maldita vez (Misery, Rob Reiner, 1990), alienados reflejos en espejos deformantes (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Robertson, 1920, The Dark Knight, Nolan, 2008, Hulk, Ang Lee, 2003), «vampiros con actitud», y con look afro, que chupan (sangre) a ritmo de música disco de los 70, fun-ky-fun-ky (Blackula, William Crain, 1972), eruditos gourmets faltos de «inteligencia emocional», como diría el próspero doctor Goleman (The Silence of the Lambs, Jonathan Demme, 1991), homicidas seriales con obsesiones paraliterarias (The Following, Williamson, 2012-13), payasos asesinos (It, T. Wallace, 1990), monstruos del espacio exterior (Plan 9, Ed Wood, 1959), los últimos en combo dos por uno o a mil la yunta, o sea payasos asesinos del espacio exterior (Killer Klowns from Outer Space, S. Chiodo, 1988), etcétera, nos persiguen desde el siglo pasado con las infinitas formas de esa fascinante y proteica materia oscura que llamamos el Mal.

«EN DEFENSA PROPIA»

La ubicua y notoria presencia del monstruo como figura de la alteridad dentro de una cultura que cree, cándidamente, superadas las «supersticiones irracionales» por la «ciencia» vuelve esta pretensión, cuando menos, cómica. Desde el siglo XX hasta hoy, domingo 27 de julio del 2014, la literatura y el cine, el cómic y la política, con una insistencia sin precedentes, han reflejado en sus pesadillas el miedo uno y trino (a lo nuevo, a lo diferente, a lo desconocido), y que los mitos más poderosos de la tortuosa fantasía de la sociedad estadounidense quebrada por el Crack económico de 1929 fueran monstruos hechos por Hollywood para un tiempo de incertidumbres y angustias, no es coincidencia.

Como King Kong (1933), ese coloso hecho de sombras y pavores que simboliza la irrupción de un pasado temido como el «atraso» por la fabulosa mitología del progreso; un pasado lleno de fantasmas, los fantasmas de la pobreza, y de peligros, los peligros de una vida primitiva en la que la muerte acecha. Fantasmas y peligros que hasta el Crack se creían ya enterrados y sin lugar en el Brave New World del norte y entre la avanzada y merecidamente próspera raza caucásica. (Excusen que no saque el cartel de «Ironía», como el doctor Sheldon Cooper; lo haría si estuviéramos conversando en persona o si este fuera un medio audiovisual.) King Kong cifra las angustias reales suscitadas por la debacle económica de su época en la figura del monstruo que llega para alterar el confortable mundo civilizado y que llega desde la geografía del hambre y la violencia, o sea, desde el Sur, lógicamente. Es la involución, es el accidente que trae el caos al universo «racional» del moderno bienestar urbano: un monstruo al que hay que matar en defensa propia.

LA LEY, LA TERATOGÉNESIS Y LA FUNCIÓN SOCIAL DEL MONSTRUO

Los monstruos resultan de una teratogénesis histórica en cada sociedad. Los inadaptados, los fracasados, los delincuentes, los perversos, los suicidas, los terroristas, los psicópatas, los inestables, los autodestructivos, los gordos, los locos, los vairos, los sintechos, los nihilistas, los vagos, los toxicómanos, etcétera, etcétera.

Por oposición a los monstruos, lo socialmente aprobado se dibuja: el creativo proactivo y cool que se viste bien, la diseñadora que hace cómics para una revista de decoración shabby chic, la gerente junior, el chef metrosexual, la madre de familia realizada y plena, el joven openminded pero de hábitos saludables y conscientes, el becario de maestría y de discoteca vip que sabe de vinos, la profesional madura y sexy, el discjockey exitoso, la teenager de físico Barbie pero loca y auténtica que se mancha el vaquerito en algún voluntariado, etcétera. En estos despreciables, vanos, necios y nauseabundos (con perdón) modelos, el atractivo físico es esencial porque el cuerpo materializa la ley tácita, el poder que rige todo: la supervivencia (la adecuación o inadecuación del cuerpo a esa ley permite o impide acceder a puestos de trabajo) y hasta la dignidad (pues así el control invade la subjetividad); la mirada social, constante e imperceptiblemente, con su beneplácito, su repudio o su ninguneo, ordena al cuerpo que obedezca la ley tácita materializándola.

Por eso los cuerpos hediondos y pestilentes de los limpiavidrios, las prostitutas, los niños de la calle, los chespi, los chorros, los campesinos sin tierra, etcétera, son sentidos como amenazas, y, naturalmente, inspiran odio, odio que se niega por mera hipocresía. Pero, de hecho, inspirar ese odio es su función social, y porque lo saben aunque no lo sepan se mueven y hablan como corresponde a ella. Su función es ser el monstruo, materializar en sí mismos lo monstruoso, ser todo aquello que nunca hay que ser.

DE GEPETTO A FRANKENSTEIN Y DEL LIBRO AL CINE

En Frankenstein (1818), el doctor Víctor Frankenstein, versión macabra de Gepetto –Gepetto talla, en un trozo de madera de pino, un niño, al que llama Pinocchio, para no estar solo–, fabrica una criatura. Pero Gepetto, en el relato de Collodi, utiliza el noble saber del artesano y la inocente y tradicional materia de varios oficios ancestrales: la madera; mientras que Frankenstein utiliza las potencias oscuras de la ciencia moderna y una materia maldita, profanada por él: cadáveres. Su criatura es resultado de un modo muy concreto y particular de definir o concebir el conocimiento, el racionalismo. Por creer que la razón humana es la medida de lo real, reduce lo real a la medida de esa razón y solo admite la existencia de lo que puede dominar. Por eso crea una vida que no es vida, pues solamente puede conocer y dominar la materia. Lo inerte. Los cadáveres. El monstruo de Frankenstein es la muerte reciclada. Mientras que en la vida inesperada de la criatura de Gepetto hay magia, hay milagro, Frankenstein dice del monstruo al que acaba de dar vida: «Había elegido sus rasgos por hermosos. ¡Hermosos! ¡Santo cielo! Su piel amarillenta apenas cubría la red de músculos y arterias; tenía pelo negro y lustroso, y dientes blanquísimos; pero eso solo contrastaba de modo atroz con sus ojos lívidos como las cuencas en las que se sumían, el arrugado rostro, los negruzcos y finos labios». La materia se revela impotente para dar humanidad a un ser al que nada biológico le falta pero que es una entidad biológica vacía y a la que ese vacío vuelve monstruosa.

«Mi maldad nace de mi desgracia. ¿No ves que la humanidad me margina con su odio? Tú mismo, mi creador, si pudieras, me matarías. Piensa en eso y dime por qué debo yo tener piedad del hombre, que es incapaz de apiadarse de mí», le dice a Frankenstein su pobre criatura. Y esa mirada que se acerca a él para ver la historia con sus ojos en la novela de Mary Shelley es sustituida en el imaginario colectivo a través del cine por el puro miedo y, con él, el rechazo del monstruo. Mientras que lo que flotaba en todo el libro era esto: esa sociedad que cree en monstruos, que crea monstruos, que condena a los monstruos y que es capaz de ver a otros como monstruos, esa sociedad es el monstruo.

HYPOCRITE LECTEUR –MON SEMBLABLE, MON FRÈRE

Tod Browning, de otro modo, también lo dijo. Pero uno siempre se arriesga cuando dice estas cosas, y el error de Browning en Freaks fue la franqueza. Después de Freaks (que nunca olvidaré aunque solo la he visto una vez en mi vida, por TVE, una espléndida madrugada del invierno de 1986, en Zaragoza, en una sala helada y vacía), sencilla y naturalmente, desapareció de la industria. (Así de eficaces son las neutras e inocuas leyes del mercado –excusas encore por no sacar el cartel–). Freaks (1932), una de las películas más crueles jamás filmadas, trata de una estafa y de una venganza, de un enano al que una trapecista seduce y con el que se casa para despojarlo de su dinero. La solidaridad de los otros monstruos con su compañero humillado da a la venganza final –que es terrible– un valor que no existe fuera del amargo mundo marginal de los freaks.

Esa película no podía ser bien recibida. Porque, contra lo esperado, el terror no estaba en los freaks sino en las personas normales, lindas, sin deformidades y capaces de tratar a otros como si fueran basura. El monstruo no va a venir de otro planeta como Alien, ni de la jungla tercermundista como King Kong, ni de la decadente Europa como Drácula; no va a venir de ninguna parte, porque ya está aquí. En este sentido, y no en el que suele creerse, es cierto que esos monstruos no existen. Que no son, en efecto, más que meras fantasías. Porque el verdadero monstruo te mira todos los días (nos mira) desde el espejo, oh hipócrita lector –mon semblable, mon frère.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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