La semana de Nobel

«Puedo perdonar a Alfred Nobel por haber inventado la dinamita, pero solo un demonio con forma humana puede haber inventado el Premio Nobel» (George Bernard Shaw).

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El lunes se anunció el primero del 2014, el de medicina; el martes, el de física; el miércoles, el de química; el jueves el de literatura. Los Premios Nobel existen desde que, luchando contra su torturante sentimiento de culpa por haber aumentado el poder destructivo de la especie humana, el químico sueco Alfred Nobel, llamado «El mercader de la muerte» por la prensa amarilla de su época, que amasó una fortuna con inventos como la dinamita y que a cambio perdió la paz del alma, los creó en 1895. El primer Nobel de física fue Roentgen, el inventor de los rayos X («Los rayos…», contaba, asombrado aún de su hallazgo, en esos días, «tenían un efecto luminiscente en el papel... parecía una nueva clase de luz invisible…»); el primer Nobel de química fue el holandés Van ‘t Hoff, que nos ha dado los principios de la estereoquímica y de la cinética química; el primero de medicina fue el ilustre bacteriólogo alemán von Behring; y el primero de literatura fue… René François Armand Prudhomme, «Sully» Prudhomme, un parnasiano bastante menor –«duele decirlo, pero hay que decirlo»–, si he de ser honesto. Este año, el de medicina ha sido para el grupo (el estadounidense John O’Keefe y el matrimonio noruego May-Britt Moser y Edvard Moser) que ha encontrado el «GPS interno del cerebro», eso que te permite, sagaz lector, ágil lectora, saber dónde estás y orientarte en el espacio; el de química, para Eric Betzig, William E. Moerner y Stefan W. Hell por la microscopía fluorescente; el de física, para Isamu Akasaki, Hiroshi Amano y Shuji Nakamura, por haber logrado la emisión de luz azul de focos led de bajo consumo: una iluminación «buena, bonita y barata» (o, en términos más elegantes, «respetuosa del medioambiente», eficiente y económica). La luz del siglo XXI será de lámparas led. Y el de literatura es, «por el arte de la memoria con que ha evocado destinos humanos inasibles y descubierto el mundo de la ocupación», para otro francés, el decimoquinto desde Sully Prudhomme: Patrick Modiano, nacido dos meses después de la segunda guerra, en 1945, en Boulogne-Billancourt, un suburbio en las afueras de París, y alumno, en sus años del Liceo Henri-IV, nada menos que de Raymond Queneau en clases de geometría. Había ganado ya en 1972 el Premio de Novela de la Academia Francesa, y en 1978, el Goncourt, y algunas de sus novelas han sido llevadas al cine. Modiano publicó la primera, El lugar de la estrella, en 1968, con la prestigiosa Gallimard, gracias a la recomendación de Queneau; narrada por un judío rico que derrocha su fortuna con aristócratas estropeados y mujeres perdidas, la cruzan Céline, Freud, Proust, De La Rochelle… Este libro inició la Trilogía de la ocupación, publicada por Anagrama, que completan La ronda nocturna (1969) y Los paseos de circunvalación (1972). En una de las más leídas, En el café de la juventud perdida (Anagrama, 2007), el café Le Condé reúne exaltados, situacionistas, pyragués, poetas, desencantados de todos los pelajes, en el París de la década de 1960, en torno a un mismo, oscuro objeto del deseo: Louki. «Le Condé era para mí un refugio de la grisura de la vida», explica el narrador. «Habría una parte de mí mismo –la mejor– que algún día no me quedaría más remedio que dejar allí».

Juliansorel20@gmail.com

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