La secularización como mito estratégico

Los tópicos simplistas que integran el paradigma comúnmente aceptado de secularización como tránsito lineal y simple de una sociedad dominada por lo sagrado a otra liberada por la razón son implacablemente expuestos en este artículo, que nos recuerda que parte de la propia Modernidad es la impugnación radical de ese paradigma al tiempo que propone su rescate consciente como mito estratégico. Escribe el filósofo y sociólogo José Duarte, desde París, en exclusiva para los lectores del Suplemento Cultural.

/pf/resources/images/abc-placeholder.png?d=2074

Cargando...

Es un lugar común sostener que lo que define la Modernidad es el proceso de secularización de las sociedades occidentales. A grandes rasgos, la pérdida del poder de las religiones en la definición del sentido del mundo, a través de la progresiva desteologización de los fundamentos del poder y del derecho. Como proceso complementario, se produce una estatización o privatización de diversas funciones antes desempeñadas por las iglesias, limitadas así al oficio religioso en el ámbito de la sociedad civil. Finalmente, la separación del todo social en esferas diferenciadas con sus respectivos mecanismos de actividad, así como la consagración de los derechos del individuo como irrecusables y prioritarios por sobre los de la comunidad. En síntesis, la autonomización de la Ley, el Poder y el Saber, como ha explicado Claude Lefort.

Este paradigma de secularización fue una de las maneras en que se expresó, no la muerte, sino el nacimiento de una nueva fe, cuyo objeto de culto fue el progreso ilimitado de la Razón, capaz de guiar a la humanidad hacia su liberación de los «arcaísmos» del pasado, estigmatizados de un plumazo bajo el rótulo de «oscurantismo medieval». Sin embargo, es necesario recordar que parte de la misma Modernidad, desde su temprana consolidación, es la impugnación radical de este relato por parte de grandes filósofos, escritores y artistas, tales como Goethe, Schiller, Herder, De Maistre, Nietzsche, por citar nombres conocidos. Podemos decir, entonces, que la Modernidad es tanto Hegel viendo en Napoleón al Espíritu montado a caballo que llega triunfalmente a Jena para traer las buenas nuevas de la Razón, como Goya horrorizado ante las atrocidades cometidas por los ejércitos napoleónicos en su tierra natal, motivo del célebre veredicto: los sueños de la razón producen monstruos.

De todas maneras, esta representación parcial de la Modernidad como progreso indefinido de la racionalidad en el mundo y declive inexorable de lo sagrado sigue nutriendo los imaginarios colectivos y gozando de la adhesión de propagandistas intensos. Considero que no se trata de negar legitimidad a este tipo de representación de la historia, puesto que sigue mostrando, en determinados contextos, capacidad de movilización de masas en pos de nuevos derechos. Por el contrario, se trata de reconocer su verdadero estatuto en tanto mito estratégico, en consonancia con lo que Sorel y Mariátegui supieron enseñar: no hay política de transformación sin mitos que insuflen la esperanza en un mundo diferente al que existe.

Prueba de la eficacia del mito de la secularización es que continúa siendo soporte de cambios en el ordenamiento jurídico y de movilización política en muchas sociedades (despenalización del aborto en Irlanda, matrimonio igualitario en Argentina y Francia años atrás, fuerte presencia de la agenda feminista en la discusión pública en América Latina) en el marco de una relación compleja con un revival religioso de amplitudes globales, cuyas expresiones van desde las diferentes formas de fundamentalismos, hasta el resurgir de la astrología y los nuevos misticismos que reencantan el mundo.

Secularización, religión, saber: asuntos inseparables

El filósofo Jean-Claude Monod distingue al proceso general de secularización, de duración bimilenaria, de las formas especificas que este adopta en diferentes continentes. Por ejemplo, la «laicidad» francesa restringe fuertemente toda presencia de símbolos religiosos en el espacio público (en especial, los educativos), lo cual no da cuenta de la misma dinámica que implica el concepto alemán de Konfessionalisierung, utilizado para designar la institucionalización del pluralismo confesional como principio regulador de la sociedad. Sin pretender entrar en los detalles que diferencian las diferentes formas en las que se cristaliza la secularización, me interesa recordar que la des-absolutización de la religión, el fortalecimiento del individuo y el avance de la ciencia experimental han comenzado su desarrollo no luego de la caída (si hubo caída alguna vez) de lo teológico-político, sino en su corazón mismo.

Durante el «oscurantismo medieval» se crearon las universidades modernas. En el periodo renacentista, la reforma protestante dio lugar al proceso de alfabetización más importante de Europa, porque se consideró que el individuo debía leer directamente la Biblia, prescindiendo de la tutela clerical. Por otra parte, la iglesia católica, como recuerda Carl Schmitt, creó una jurisprudencia racional, sistematizando la separación entre el derecho sacro y el derecho profano. El mismo autor nos recuerda también que «los emperadores romanos cristianos, a partir de Gratien, en 382 d. C., renunciaron al título pagano de pontifex maximus. Así, marcaron toda la historia de la cristiandad con la afirmación de la no-coincidencia de los poderes terrestres y celestes, a pesar del constante retorno de teorizaciones pro-imperiales que reintrodujeron regularmente la idea de un rey-sacerdote» (Monod, Sécularisation et laïcité, trad. propia). Podríamos incluso ir más lejos, recordando los derechos de autor que posee Jesucristo en lo que respecta a la frase, revitalizada por un tweet viral de Ricky Martin, «Iglesia y Estado: asunto separado», recordando el evangelio de Mateo 22:21: «Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios».

A contrapelo de la vulgata iluminista y su catálogo de mártires, es difícil sostener la versión simplificada de una oposición esquemática entre avances científicos y religión, puesto que, como señala Monod en el libro ya mencionado, «hubo siglos de historia científica en el curso de los cuales las funciones de conocimiento y desarrollo de las ciencias fueron asumidas casi enteramente por los estamentos sacerdotales». En ese sentido, «los trabajos de Pierre Duhem (El sistema del mundo, historia de las doctrinas cosmológicas, de Platón a Copérnico), han hecho justicia a las múltiples transformaciones internas de la teoría física y astronómica anteriores a la revolución copernicana, íntegramente elaboradas por personas que pertenecían al clero».

En otra dirección, el filósofo italiano Giorgio Agamben señala la relación de profunda complicidad e inseparabilidad entre la ciencia moderna y lo que positivistas de utilería suelen designar como simples «pseudociencias». La posibilidad histórica de la ciencia moderna exigió el retroceso del paradigma aristotélico, que postulaba la separación entre el mundo supralunar y el mundo sublunar, para dar paso justamente a un plano único de la experiencia. Conviene citarlo in extenso:

«Por medio de la ciencia, la mística neoplatónica y la astrología hacen su ingreso en la cultura moderna, contra la inteligencia separada y el cosmos incorruptible de Aristóteles. Y si la astrología posteriormente fue abandonada (sólo posteriormente: no se debe olvidar que Ticho Brahe, Kepler y Copérnico eran también astrólogos, así como Roger Bacon, que en muchos aspectos anuncia la ciencia experimental, era un ferviente partidario de la astrología), fue porque su principio esencial —la unión de experiencia y conocimiento— había sido asimilado a tal punto como principio de la nueva ciencia con la constitución de un nuevo sujeto que el aparato propiamente mítico-adivinatorio ya se volvía superfluo. La oposición racionalismo / irracionalismo, que pertenece tan irreductiblemente a nuestra cultura, tiene su fundamento oculto justamente en esa copertenencia originaria de astrología, mística y ciencia…» (G. Agamben, Infancia e historia).

Estas referencias ilustran que no existe un desarrollo temporal lineal y simple entre lo sagrado y lo profano, entre la religión y la ciencia, o entre el Estado y la Iglesia; una supuesta historia del progresivo borramiento de lo sagrado en beneficio de lo profano. Por el contrario, abundan ejemplos de un núcleo ineliminable de lo sagrado, que de diferentes maneras retorna en el centro mismo de la contemporaneidad. Pensemos, si no, en el maná de la efervescencia colectiva, señalado por Durkheim, que se manifiesta en los momentos de las coincidencias unánimes de las multitudes, o también en la pervivencia, en el núcleo mismo de la organización capitalista, de una lógica fantasmagórica que presenta la relación entre los hombres como relación mágica entre las cosas, fetichismo de la mercancía, como no dudó en denominarlo Marx.

Las miserias del constitucionalismo mágico

En el magnífico ensayo Fugitive Democracy, el pensador norteamericano Sheldon S. Wollin explica que el constitucionalismo es una obra de las élites aristocráticas con el fin de neutralizar la deliberación popular. El odio a la democracia, así entendida, se iniciaría en la antigua Grecia, de la mano de Platón y Aristóteles (recordemos la difamación injusta de los sofistas como supuestos mercenarios cuando en realidad eran formadores en el arte de la retórica, capacidad imprescindible para desenvolverse en el espacio asambleario), y se extendería a las principales figuras del liberalismo político, desde Locke hasta Jefferson. Así, según Wollin, el rasgo que atraviesa la historia del constitucionalismo es la vocación de neutralizar, contener y domesticar la democracia, entendida como irrupción de lo común que decide autogobernarse: «The democracy we are familiar with is constitutionalized democracy, democracy indistinguishable from its constitutional form. Its modern ideological justification can be found in Harrington, the English republicans, The Federalist, and Tocqueville. Each was a critic of democracy. Each of their constitutions is constructed against democracy; while each seeks to repress democracy none to suppress it» (Wollin, Fugitive Democracy) (1).

Si, utilizando la terminología de Wollin, llamamos political a los momentos de deliberación popular sobre los temas que generan un litigio sobre el sentido, y llamamos politcs a su neutralización constitucional para consagrar como natural un determinado orden de jerarquías, podemos decir que el constitucionalismo opera como un dispositivo transversal de despolitización de las sociedades. Tiene como función limitar la discusión pública a los aspectos meramente procedimentales de la organización política. De esta manera, se naturalizan y ocultan las contradicciones que atraviesan todo cuerpo social, las cuales no son necesariamente de orden hermenéutico sino existencial, y están ligadas a temas concretos vinculados con la vida cotidiana de los ciudadanos y ciudadanas.

Es cierto que la relación entre fuerzas populares instituyentes y formas procedimentales instituidas, que caracterizan a las democracias modernas, son complejas y no resulta fácil descartar de manera apresurada ninguno de sus polos. Sin embargo, dado el escenario de la discusión política nacional, me parece justo sobreestimar el rol despolitizador que cumple la retórica constitucional para pensar los problemas del presente, entre ellos la relación que debería existir entre Estado, Sociedad e Iglesias.

La histérica apelación a la «laicidad» de nuestra Constitución, al exigirle a su letra efectos mágicos de secularización, que nuestras autoridades y nuestro «inculto pueblo» no terminan nunca de asimilar a sus repertorios de conducta, no expresan siempre un sincero celo republicano. Por el contrario, muchas veces son el signo de una inmensa impotencia política en lo que respecta a la capacidad de persuasión y pedagogía colectiva, cuando no un simple desprecio de clase hacia la inveterada religiosidad popular, por parte de los que administran la moral cotidiana en nuestro país.

Quizás el problema se encuentre en el punto de partida. Así, si realmente queremos construir una sociedad en la que se garantice la neutralidad del Estado respecto de las confesiones religiosas, deberíamos comenzar por asumir lo que esto realmente significa en la contemporaneidad: no un mandato jurídico-constitucional ni tampoco un destino inexorable producto de esquemas perimidos de evolución social, sino una apuesta política que no descansa más que en su propia potencia, que no posee garantía alguna de éxito al carecer de toda cobertura trascendente de legitimación y cuya suerte se encuentra atada a la capacidad de que estos principios penetren en el corazón de las masas –o a su ausencia–. Asumir que la secularización solo puede seguir siendo un mito estratégico.

Notas

(1) «La democracia con la que estamos familiarizados es la democracia constitucional, la democracia indistinguible de su forma constitucional. Su justificación ideológica moderna está en Harrington, en los republicanos ingleses, en The Federalist, en Tocqueville, todos ellos críticos de la democracia, con sus constituciones construidas contra la democracia, a la que todos buscan reprimir y ninguno suprime» (N. de la Ed.).

joseduartepenayo@gmail.com

Enlance copiado
Content ...
Cargando...Cargando ...