La rosa existe: Sobre una parábola de Rubén Bareiro Saguier

«El éxtasis no repite sus símbolos», dice Borges en un cuento de El Aleph, «La escritura del Dios», y lleva razón: los que los repetimos somos nosotros. «Hace frío en el scriptorium; me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos», escribe, antes de firmarla, el personaje de Adso de Melk en la última página de El nombre de la rosa, título que ahí cobra interés para el lector en veloz retrospectiva (porque, terminado el libro, ya solo nos queda «el nombre de la rosa»).

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Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos quiere decir: «De la prístina rosa, solo nos queda el nombre», y es una cita de la obra del siglo XII Sobre el desprecio del mundo (De contemptu mundi) del benedictino Bernardo Morliacense, que, cuenta Eco en Apostillas a El nombre de la Rosa, escribió sobre el tema del ubi sunt (literalmente, «dónde están», un topos muy medieval sobre la fugacidad de la vida –«dónde están…»: ahí caben cuantas glorias mundanas extintas uno quiera: «los grandes de antaño», «las ciudades famosas», «las bellas damas», etcétera, para concluir con algo por el estilo de «todo lo traga la nada» o «todo es vano en este mundo», etcétera–. Ojo, por ser un tópico lo resumo con aire expeditivo y rutinario, pero no con desdén, porque ha dado impresionantes poemas de vez en cuando).

El detalle que Bernardo agrega al ubi sunt es que dice que de lo desaparecido solo quedan palabras, nombres. Por eso lamenta que solo el nombre de la rosa quede, cuando la rosa ya no está. Solo el nombre, nomina nuda, y no la rosa. Y, sin embargo, Eco da a un libro ese título, porque Abelardo decía nulla rosa est para mostrar con ese enunciado sobre una rosa que no es que el lenguaje no solo puede hablar de lo que existe, sino que puede hablar también de lo desaparecido y hasta de lo inexistente.

La rosa encarna la belleza y la inexplicable simetría del laberinto, pero a la vez es fugaz y frágil; por eso cifra esas cualidades antagónicas para Abelardo y para Bernardo; el segundo subraya la brevedad de su vida, como la de toda flor, y lo vano de la belleza de lo que se da en el tiempo, de lo que no es eterno, como conviene a su libro. El segundo deja la palabra en situación ambigua: si habla de lo que no existe o ha muerto, puede que a los «meros nombres» les falte realidad, pero puede también que esos nombres, esas palabras, sean signos para recuperar todo aquello que es digno de memoria, para seguir saludando para siempre lo perdido, para triunfar de la muerte, en cierto modo, con el recurso de nombrar o decir lo perdurable. La rosa ha sido un lugar, un topos leído con muy diversas voces por muy diversos poetas. Es la rosa misteriosa, insidiosa, siniestramente enferma del secreto amor oscuro del gusano (...his dark secret love...) en William Blake (Oh, rose, Thou art sick…), y es la rosa absoluta, la «rosa sin por qué», de Ángelus Silesius (Die Rose ist ohne warum…). «El éxtasis –dice Borges en la frase que arriba habíamos dejado inconclusa– no repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada, o en los círculos de una rosa». Y también don Rubén Bareiro Saguier (Villeta del Guarnipitán, 1930 - Asunción, 25 de marzo de 2014) tiene, en Estancias, errancias y querencias (Asunción Alcándara, 1982), una «Parábola de la rosa»:

PARÁBOLA DE LA ROSA

Anoche un guardia, un hombre con el rostro oculto por una máscara de sombra, entre las rejas me pasó una rosa cortada de algún jardín público.

«Viene de afuera», me dijo, y sentí que un hálito de vida me invadía.

Supe que en el fondo del pozo, en el charco de un pecho puede florecer una rosa.

Aunque la fetidez la marchitó enseguida, la rosa existe.

De don Rubén Bareiro Saguier se ha dicho muchas veces –y lo ha dicho él mismo muchas veces también– que intentó, con la palabra, recuperar el mundo que perdió en el exilio. Algo que podría volver la poesía un destino es quizás lo que ha hecho que se sume a la vasta tradición sobre el topos de la rosa con esa insistencia en el valor de hablar de lo ausente, cuando el verso final de esta parábola, marchita y extinta ya la rosa, afirma, pese a todo: «la rosa existe».

montserrat.alvarez@abc.com.py

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