La prodigiosa Matemática de los objetos imposibles

Dejando por ahora de lado el incómodo hecho de que los grandes premios suelen generar argumentos de autoridad, efecto muy fastidioso en el caso de la ciencia, por principio –y por el necesario imperio de la lógica en el pensamiento deductivo– contraria a todas las formas del «Magister dixit», hay un detalle interesante en los Nobel de ciencia de esta semana: la aparición de las Matemáticas, a través de la Topología, en el caso del Nobel de Física.

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Claro que esta aparición probablemente sea el resultado de la adopción de la bella, fascinante, perfectamente inútil ciencia poética y matemática de la Topología por parte de los físicos.

Y cuando digo «perfectamente inútil» con seriedad wildeana no lo digo necesariamente porque la Topología carezca de aplicaciones, sino porque no importa si las tiene. Para qué, si sabe deslumbrar con laberintos que llevan a la mente fuera de sus confines.

Claro que, a partir de dicha adopción, ofrece posibilidades para manejar materiales en estados topológicos que permitan llevar información y energía lejos y rápido sin recalentarse; y, así, puede tener en algunos años aplicaciones prácticas y (¡ah!) comerciales, sobre todo en el promisorio campo de la computación cuántica.

Pero eso aquí no nos importa: la seguimos amando. El amor es así.

Si la Matemática no solo está hecha de números, sino también de asombros y misterios, esto es particularmente obvio en el caso no cuantitativo de la Topología, la Matemática, por así definirla, de las cualidades. Y del prodigio de los objetos imposibles: las cintas de un solo lado, las botellas sin adentro... ¿Puede haber un desafío más hermoso?

CÉLULAS CANÍBALES, MATERIA EXÓTICA Y LAS MÁQUINAS MÁS PEQUEÑAS QUE HAYAN EXISTIDO JAMÁS

Pero saludemos equitativa, aunque brevemente, a los tres Nobel de ciencia. El lunes, el de Medicina fue para el investigador del Instituto de Tecnología de Tokio Yoshinori Ohsumi (Fukuoka, 1945). En la década de 1950, el citólogo Christian de Duve (1917-2013) halló una estructura dentro de la célula, el lisosoma, cuyas enzimas degradan componentes celulares para ser reutilizados o expulsados. En sus experimentos en la década de 1990, Ohsumi estudió la autofagia en la levadura y demostró que en los seres humanos funciona básicamente del mismo modo. Esto arroja luz sobre varios procesos fisiológicos y sobre el papel de la disfunción o insuficiencia del proceso autofágico en diversas patologías.

El martes, el de Física fue para David J. Thouless (Bearsden, Escocia, 1934), F. Duncan M. Haldane (Londres, 1951) y John M. Kosterlitzal (Aberdeen, Escocia, 1945) –hijo, por cierto, de aquel biólogo que en los años treinta, ante el ascenso de los nacionalsocialistas al poder, dejó Alemania, Hans Kosterlitz (1903-1996)– por sus hallazgos sobre las transiciones de fases topológicas de la materia. El estudio de la materia exótica es la exploración de lo que pasa más allá de los estados líquido, sólido y gaseoso cuando la materia, sometida a temperaturas extremas, adopta estados exóticos y abre las puertas a un mundo desconocido. Kosterlitz, Thouless y Haldane han observado fenómenos que hace solo un lustro parecían imposibles.

Y el miércoles, Jean-Pierre Sauvage (París, 1944), sir J. Fraser Stoddart (Edimburgo, 1942) y Bernard Feringa (Barger-Compascuum, 1951) recibieron el de Química por sus máquinas moleculares. Sauvage enlazó en 1983 dos moléculas en forma de aro en una cadena, el catenano, con un componente libre para moverse alrededor del otro. Para que una máquina funcione, sus partes deben poder moverse. Stoddard diseñó en 1991 una arquitectura molecular móvil, el rotaxano, y, a partir de él, músculos moleculares, entre otras cosas. Feringa añadió energía, hizo en 1999 que una pala de rotor molecular girara en una dirección, con lo que superó los movimientos aleatorios básicos de las moléculas, y creó en el 2011 un nanocoche cuyas ruedas de moléculas giran unidas a un chasis molecular. Ellos han demostrado que es posible crear máquinas mil veces más delgadas que un cabello (y con aplicaciones virtualmente ilimitadas).

LA TAZA Y LA CHIPA

La Topología trata de las propiedades cualitativas intrínsecas de las figuras, esas que no cambian cuando el objeto sufre procesos «deformantes» (dilatación, torsión, flexión, etcétera) sin ruptura. Mientras que los orígenes del Álgebra y la Geometría se remontan a la Antigüedad, la Topología tiene pocos siglos de vida.

La transformación (por esos procesos «deformantes») supone para los topólogos, al mismo tiempo, una continuidad, debida a la correspondencia biunívoca entre los puntos de la figura original y los de la transformada: ellos trabajan con homeomorfismos.

De ahí el chiste del topólogo: un tipo que, cuando merienda, no puede distinguir su taza de cocido de su chipa. Es que el topólogo estudia los mismos objetos que el geómetra, pero de otro modo, y una chipa argolla y una taza son topológicamente equivalentes –como también lo son entre sí una pelota y un cubo– por tener la argolla y la taza un agujero por el que puedes pasar el dedo –al centro y en el asa, respectivamente–, mientras que no lo puedes pasar por el cubo ni por la pelota. Entre la taza y la chipa hay continuidad. Esto es, la chipa puede ser una taza –sensu stricto, lo es, topológicamente hablando– mediante una transformación continua y reversible, y viceversa.

A comienzos del siglo XVIII, los habitantes de Könisberg se preguntaban si era posible recorrer su ciudad y volver al punto de partida cruzando una sola vez cada puente. Siete puentes unían las cuatro partes de Königsberg, separadas por las rumorosas aguas del Pregel. En 1736, Euler (1707-1783) resolvió el problema de los puentes de Königsberg y dio nacimiento formal a la Topología. El título de su artículo («Solutio problematis ad geometriam situs pertinentis») llama aún a esta rama de las Matemáticas por su antiguo nombre («geometriam situs», geometría de posición). Escribe Euler: «Fuera de la parte de la geometría que trata de cantidades y que se ha estudiado en todo tiempo con gran dedicación, el primero que mencionó la otra parte, hasta entonces desconocida, fue G. Leibniz, que la llamó geometría de la posición. Leibniz dijo que esta parte se tenía que ocupar de la sola posición y de las propiedades provenientes de la posición sin tener en cuenta las cantidades, ni su cálculo». Euler reconoce a Leibniz (1646-1716) porque en 1679 Leibniz publicó su Característica Geométrica, libro en el que se propone estudiar más las propiedades topológicas de las figuras que las métricas y en el que afirma que, fuera de la representación coordenada de figuras, «se necesita otro análisis, puramente geométrico o lineal, que también defina la posición (situs), tal como el álgebra define la magnitud».

TOPOLOGÍA-FICCIÓN

La cinta de Möebius –llamada así por August Möebius (1790-1868), que la describió en 1865 y explicó su propiedad de tener una sola cara en términos de no orientabilidad, aunque él y Johann Listing (1802-1882), que debía sus ideas topológicas principalmente a su maestro, Gauss (1777-1855), la descubrieron independiente y simultáneamente–, que tiene un solo lado, ha inspirado grandes especulaciones y fantasías.

Hoy quiero recordar (¡como si alguien pudiera olvidarla!) una de ellas. La maravillosa tesis, no diré de ciencia-ficción, sino de topología-ficción, que el astrónomo y literato A. Joseph Deutsch (1918-1969) desarrolla en aquel cuento sacado del bolsillo sin fondo ni revés de un mago no euclidiano que se titula «Un tranvía llamado Möebius» («A Subway Named Möebius», 1950) y que, tramposamente, empieza como un thriller con la noticia de que, en la red del metro de Boston, un tranvía ha desaparecido con todos sus pasajeros, relato policial que inicia una deformante y alucinada transición topológica a relato de misterio matemático o de horror matemático cuando, tras hacerse pública la noticia por ciertas escandalosas notas de prensa, el director general Kelvin Whyte recibe la visita del matemático de Harvard Roger Tupelo, que le lleva la «única explicación posible» de lo que ha pasado: el tranvía no ha desaparecido; sigue ahí, pero no podemos verlo.

Whyte se rebela («¡Nadie puede esconder un tranvía de siete vahones con cien pasajeros adentro!»), Tupelo insiste («El tranvía nunca llegó a Cambridge») y el director explota:

«–¡Claro, doctor Tupelo, ya entiendo –dijo Whyte, salvajemente–, al pasar bajo el río el tranvía se convirtió en un bote y salió del túnel navegando rumbo a África!

»–No, señor Whyte. Estoy tratando de explicárselo. Se topó con un nodo.

»Whyte quedó lívido.

»–Imposible... mantenemos impecablemente limpios los carriles. No pudo chocar con nada. No dejamos nodos ahí.

»–Un nodo no es un obstáculo. Es una singularidad. Un polo de orden superior.»

Es un cuento de orden superior. Una singularidad. Si aún no lo has leído, búscalo. Me lo vas a agradecer toda la vida. De nada.

juliansorel20@gmail.com

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