La procesión de los Estacioneros

Fuera de que la fiesta, como dijo Marcel Mauss, sea «un hecho social total, de expresión ritual y simbólica, sagrada y profana», en cada sociedad el tiempo se regula en torno a la estructura cíclica de las fiestas tradicionales. Para quienes participan directamente de ellas, ante todo, pero también incluso para cuantos meramente las observan, estas celebraciones crean estados mentales propios y son parte vital de la experiencia subjetiva. Y como no es posible pensar el fenómeno cultural de la fiesta sin conocer su música, hoy, Domingo de Ramos, de la música de la Semana Santa, del canto de los Estacioneros, nos habla Juan Pastoriza en este artículo.

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Les contamos que la impresión que siempre hemos tenido del canto de los estacioneros, también conocidos como pasioneros, es que, largo y lloroso, se mece en el viento de la Semana Santa, agitando las hojas de los cañaverales, sobre un imponente mar de faroles, al borde de los caminos que conducen lentamente a algún lugar del mundo donde Jesús pronto se levantará de la tumba, más allá de los valles de las sombras y el abismo de la muerte ontológica y teológica.

Ellos coreando a capela, sin acompañamiento de ninguna clase de instrumento, ni guitarra, ni flauta, las estaciones del calvario en un vaivén infinito de inmensa tristeza y dolor, diciendo a coro, por ejemplo, como una letanía: «Qué triste es el Viernes Santo / para todo buen cristiano. / Ver a Jesús, nuestro padre, clavado de pies y manos. / Jesús, que todo lo puedes, / Jesús, que eres nuestro padre, / no nos abandones nunca, / con tu santísima madre».

Hasta perderse de vista, cruzando las colinas de nuestra desmemoria, hacia el otro lado del mundo, mientras se apaga ese canto llano, monótono, con participación colectiva. Canto con fuerte presencia de la música española, pero con acentos locales, canto en español y en guaraní, según lo definía un estudioso del tema. Y que «tiene algo de música sacra, con varias voces», de acuerdo al folclorista radial Stilver Cardozo.

ANILLAS DE CANCIONES DOLOROSAS

Pasan como todos los años, cada vez menos los integrantes, manteniendo los textos primigenios y sentidos, y transformados, en algunos casos, pues son de transmisión oral. Si existe algún cuaderno, probablemente se fueron marchitando sus páginas y destiñendo los apuntes hechos en él de puño y letra con tinta o sangre, y los caracteres ininteligibles, como jeroglíficos trazados con pluma de pájaro.

Andan en procesión, como en aquellas peregrinaciones medievales a Santiago de Compostela, camino que se inició con la labor evangelizadora de Santiago en tierra de la Hispania romana, al morir Cristo. Y tras lo cual Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo, continuó la tarea apostólica en Jerusalén, siendo por dicha fechoría decapitado sin asco en los años de Herodes Agripa, y robado su cadáver por los discípulos, y transportado en carro hasta un lugar donde los bueyes se negaron a seguir, entendiéndose esto como una señal divina, y sepultado, así, en los bosques de Libredón, en la nunca encontrada, mítica Arca Marmárica. La marcha de creyentes viene desde entonces; resistió la invasión árabe, la peste negra y el protestantismo de Martín Lutero, entre otras adversidades, y continuó hasta hoy, con más enigmas que nunca, por siempre caminando, cantando y orando, hacia el infinito.

Recordamos a los estacioneros descalzos en el polvo y sobre las piedras, con los pies doloridos, sangrantes de tanto andar, con el uniforme compuesto de pantalones negros o azules y camisas blancas, llevando sobre el pecho la insignia de la cofradía y en la cabeza los gorros blancos con la cruz bordada, y portando clavos y martillos, la corona de espinas para martirizar la cabeza del Salvador, la lanza y la esponja empapada de vinagre en la punta para amargar la sed del moribundo, la bolsa con las treinta monedas de la traición de Judas Iscariote, la escalera, el paño de lienzo para estampar la figura del hijo de Dios sacrificado para limpiar nuestros pecados, el cetro y las tres cruces labradas artesanalmente por delante. Y están los que llevan los objetos que tienen que ver con la pasión, el cáliz, una cuerda con la que amarraron como un animal a Cristo, velas, túnicas y un látigo con el cual despellejaron la espalda del Señor aquellos impíos.

DESDE EL PRINCIPIO DE LOS TIEMPOS

Y así desde el principio de los tiempos, según dicen las escrituras, impresas en la memoria de la gente sencilla, de pueblo, de barrios, de suburbios, de compañías y de villas miseria, como nos solía decir Silvio Martínez, hombre de la televisión nacional que llevaba en la sangre, como sus siete hermanos, las antiguas melodías por las que pasaron las sombras de varias generaciones de los suyos, que vuelven a asomar, como espectros, en los velatorios de los calvarios familiares y los templos. Y en este tiempo de reflexión, chipa y sonido matraca, que convoca casi tenebrosamente a la feligresía a la iglesia en los días en los cuales Dios está ausente, pues ha descendido a los infiernos y se encuentra de visita en sus círculos malignos, en los dominios de Belcebú.

Él mismo formaba parte de una famosa cofradía de estacioneros de San Vicente, y llevó con orgullo en sus años mozos el estandarte, como creyente que interpretaba el sufrimiento y la humillación de Cristo, visitando las casas de las familias que instalaban un calvario, esas casas de las que la dueña sale con una vela encendida a recibirlos y en las que todos los presentes se arrodillan con unción y respeto para escucharlos e invitarlos después con mosto o caña blanca «clandé» fuerte.

Sobre todo, el Jueves Santo, durante la recordación del lavatorio de los pies, y el Viernes Santo, por la mañana, recorriendo los cementerios, visitando tumbas y ofreciendo su canto a los fieles difuntos. Nuestro apasionado informante creyó ver en más de una oportunidad a parientes suyos fallecidos ya hace mucho tiempo sentarse sobre el panteón familiar a escucharlos con atención, y después esfumarse en la nada, tal como habían aparecido, sin explicación posible.

Llevan estas letanías, sobrevivientes del tiempo de los primeros misioneros católicos, para adorar al Santísimo todo el sábado, hasta la misa de Gloria. Y la culminación, con el Tupãitû y la ceremonia del Tupãsy Ñuguaitî (cuando la madre, que tuvo que enterrar a su propio hijo, asesinado cobardemente, como un delincuente, por los impíos, después de haberse mantenido firme, sola y desolada, al pie de la cruz, con la pañoleta negra cubriéndole el rostro impoluto, cuando todos sus allegados los han abandonado por temor a correr la misma suerte, como recuerda y presenta el Evangelio de Juan, se encuentra, alborozada, con Jesús).

A veces, en esos senderos, se topan dos agrupaciones o más, y se retan a duelo en singular competencia de cánticos de pasioneros, que siguen horas y horas, y hasta días enteros, según la cantidad de repertorio que tengan, hasta que queda como vencedor uno solo, mientras los demás deben entregar sus cruces a la comisaría, presas. Justamente, don Silvio Martínez viajó a Roma, donde, aparte de sus estudios de dirección de televisión, aprendió el arameo, esa lengua de más de tres mil años que viene del hebreo y de los fenicios, para destruir a los más pintados de los rivales que encontraban en los caminos y en las calles, razón por la cual tiene una fama notable en la comunidad de los estacioneros.

Gracias a él conocimos numerosas agrupaciones similares de casi todo el país; vamos a citar algunas, como la de Loma San Gerónimo, pintoresco barrio asunceno que, en la altura de una de las siete colinas, pintadas sus paredes de colores chillones y convertidos sus neumáticos en planteras, tiene a la familia Florentín y Carvallo como protectora de esta costumbre, que se mantiene viva a pesar de todos los pesares, desde tiempos inmemoriales. Ahí es donde los estudiantes se transforman por un día en Jesús, la Virgen María, Magdalena, Pedro o Caifás, en las presentaciones vivientes de la Pasión, Vida y Muerte.

CANTO EN LA COLINA

También nos presentó a Adolfina Ávalos, hija de Bartolomé Ávalos, uno de los más importantes líderes de la comunidad de Santo Rey, que se encuentra en Laurelty, San Lorenzo, y que acompaña la lectura bíblica de las siete palabras, y también canta con su agrupación en el cementerio el día de todos los santos, y cada 3 de mayo en el Kurusu Ara (día de la cruz). E, igualmente, a la Sociedad Católica Amparo Seguro, creada el 8 de abril de 1948, que visita las siete iglesias, como sucede en todo el mundo, hábito surgido en la propia Roma con San Felipe Nery.

Con él hicimos el recorrido de Jesús desde su casa hasta la última cena, y el huerto de Getsemaní, pasando por la casa de Anás, suegro de Caifás, y el pretorio de Poncio Pilatos, y por el palacio de Herodes, y por la segunda comparecencia ante Pilatos, y finalmente hacia el Gólgota, cargando el pesado madero, con el corazón herido del que brotó sangre y agua, como fuente de salvación, de acuerdo a las lecturas del Nuevo Testamento, donde se invoca a Dios.

Están los de Villa Elisa, fundada en 1946, donde dicen que llegaron a cantar al legendario Cristo Verde, que llegó huyendo de sus captores, perdiéndose para siempre en la confusión de los siglos, según cuentan, lo que fue, en su momento, interpretado como una advertencia de la llegada inminente del juicio final. O en el Cerro Mata, en Yaguarón, donde la gente va en Semana Santa a probar las dos pisadas de Santo Tomás, porque, si calzan, algo fantástico sucederá en la existencia de uno.

Lo mismo en Ñemby, Luque, Piribebuy, y en Isla Pucú, en donde fueron rescatadas, de un milenario cántaro enterrado que, una vez roto, descubrieron que las contenía, más de ciento setenta canciones inéditas. El verdadero nombre, no se cansaba de remarcar Silvio Martínez, es «purahéi ñembo’e», y no, como se dice vulgarmente, «purahéi jahe’o» («canto lloroso»), ni «purahéi ñembyasy» («canto triste»), que son diferentes.

LAS CRUCES EN LOS CAMINOS

Néstor Damián Giret, Premio Nacional de Música, cantante popular y compositor prolífico, otro fanático cultor de los cánticos de los estacioneros, se refiere a las cruces a las cuales cantaba con su grupo, primero en las Cordilleras y posteriormente en el distrito de San Juan, Misiones, Santamaría, como el Kurusu Sixto, una milagrosa cruz que mantiene viva la memoria de un tropero benefactor de la comunidad que cayó fulminado por un rayo cuando arreaba el ganado durante una jornada de tormenta, y el Kurusu Legua, que se encuentra en los caminos, cada legua, en recuerdo de las tropas caídas en la Guerra Guasu, y la cruz que nunca falla en la época de la sequía, la de los Niños Mártires de Acosta Ñu, Cordillera, que, regando un poco, enseguida traía lluvia, e incluso diluvio.

Emiliano R. Fernández tiene una inmensa producción de este corte, que, sin embargo, es muy poco explorada. Era un conocedor profundo de la religiosidad popular, a tal punto que fue en un «ñembo’e paha», final de rezo de un difunto, donde conoció a Belencita Lugo (1930), en Yvyraro, departamento Central, antes de Itá. La amada Belencita, inspiradora de sus mejores poemas, y compañera de vida posteriormente, quedó prendada del maravilloso «ñembo’e ýva», que no era otro que el gran Emiliano. Su «Ojope Kangy» es una pequeña muestra de la inmensidad de nuestro máximo poeta popular en el canto de los estacioneros, que sigue columpiando sus faroles de las brisas de la Semana Santa, como una señal de redención en la profunda oscuridad de estos tiempos.

jpastoriza.2008@gmail.com

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