La pasión atrabiliaria

La muestra La objeción. Acerca de la melancolía en la obra de Carlos Colombino se puede visitar hasta el mes de septiembre en el Centro de Artes Visuales / Museo del Barro (Grabadores del Cabichuí 2716, entre Cañada y Emeterio Miranda). Aquí, un fragmento del texto curatorial.

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LAS MUESTRAS

La objeción no es el título de una muestra de Carlos Colombino, sino el de una exposición acerca de su obra o, mejor, acerca de un aspecto central de esa obra: el impulso melancólico que levanta sombras a su paso, por un lado consciente de que la ausencia radical no puede ser reparada y, por otro, rebelado contra ese destino infausto. La tensión entre la pérdida irremediable y el quehacer que, abatido o expectante, no se resigna, otorga un doble signo a la figura del melancólico: ora sombrío, ora radiante; simultáneamente vuelto sobre sí y lanzado a los horizontes o los abismos del mundo, cuyos límites perturban y espolean su trabajo.

(Pero en sí misma esta exposición significa una puesta melancólica. La ausencia de Colombino no puede ser enmendada, pero tampoco asumida: su obra y su memoria impiden que sean callado su nombre y apagadas sus imágenes).

Por un lado, la melancolía de Colombino carga con angustias nocturnas su obra y su escena; por otro, renueva en estas el anhelo de alcanzar lo imposible: la totalidad, el sentido, la certeza última, la comprensión entera. Los límites funcionan a la vez «como verdad absoluta y como absoluta alteridad», dice Didi-Huberman (La pintura encarnada, Valencia, Pre-Textos, 2007, p. 31). Por eso, la dureza de las fronteras puede paralizar la acción, tanto como sus resquicios pueden potenciarla. Este es el caso de Colombino, constructor insaciable de objetos y lugares, empeñado una y otra vez en reinventar lo inalcanzable o lo perdido generando constantemente imágenes: los melancólicos son creadores de imágenes, pues solo estas son capaces de mediar entre los extremos de un afán contradictorio. Y no lo hacen arribando a una síntesis conciliadora, sino manteniendo viva la tensión y encontrando en esta ambivalencia convicciones que no serán absolutas pero sí capaces de iluminar con intensidad el siguiente tramo.

Freud ha ayudado a distinguir entre el duelo y la melancolía. El primero moviliza diversos actos simbólicos mediante los cuales se procesa el pesar de la pérdida o se elabora la desazón causada por la imposibilidad de acceder al objeto ausente. La segunda no tiene consuelo en el plano simbólico; supone una brecha que no puede ser suturada con signos, ritos o palabras y solo ha de ser asumida imaginaria y fugazmente: activa una larga deriva que impide todo sosiego definitivo. El arte cumple una función importante en este punto: las imágenes permiten avistar, que no develar, un momento efímero del objeto imposible. En su juego, las imágenes muestran y ocultan ese objeto espectral, que está y no está en la escena de la representación. Manifiestan no su verdad, sino otras verdades; no la totalidad, sino partes intensas cargadas por un momento de sentido; no la unidad, sino la fuerza de la diferencia, la intensidad reveladora de la contradicción.

Las imágenes poéticas de Colombino (visuales o escriturales) dejan entrever una realidad contradictoria, agobiada por la incertidumbre y movida por el anhelo de una certeza cabal capaz de ordenar el mundo por un instante intenso y luminoso, geométrico en su perfección. Toda su obra se encuentra tensada –desgarrada a veces– entre el dolor, la furia y el desaliento, por un lado, y el obstinado empeño de avizorar un costado de lo real sustraído, por otro. Entre la inevitable necesidad de asumir la finitud y el impulso vital que apunta a una señal inesperada. «Me enterrarán muy quieto, muy gastado, pero vivo», dice el poeta («El latido que no cesa», 2010; en E. Cabañas, Poesía reunida. Edición: Ricardo de la Vega, Asunción, Arandurã, 2012, p. 353). A los efectos de facilitar en este texto la cita de los poemas, se alteran su puntuación y espaciamiento.

LAS MELANCOLÍAS

«Aprender la maldita situación de estar desesperados, vivos. En esta inútil pasión, mirando la piedra inútil, Sísifo aprende».

Esteban Cabañas, «Foso de palabras», 1992 (en E. Cabañas, Poesía reunida. Edición: Ricardo de la Vega, Asunción, Arandurã, 2012, p. 256.)

El concepto de la melancolía es paradójico: se configura mediante discordancias y aparece escindida desde sus primeras formulaciones. En su obra Problemas, Aristóteles hallaba en la búsqueda del conocimiento perfecto tanto un factor de felicidad como un motivo de melancolía, señal esta de los espíritus superiores. Esta relación entre el desasosiego y el talento prodigioso conforma una constante en el pensamiento occidental y encuentra su mejor formulación en la figura del genio romántico; el creador que aspira a lo absoluto, sufre por su falta y potencia todo su empeño en pos del imposible cometido de saldarla. La obra de arte es el fruto de ese afán, ese esfuerzo desesperado que alcanza sus formas más potentes en su intento de trasponer el proscrito límite de la escena.

La melancolía supone también un nexo ambiguo entre lo corporal y lo anímico. Durante mucho tiempo, la medicina trató de encontrar el soporte del furor melancholicus, interpretado como una enfermedad orgánica, pero nunca pudo determinar el estatuto científico de la atrabilis o bilis negra, considerada como una parte fangosa de la sangre o del humor pancreático, que atosiga el organismo y, por ende, perturba el espíritu de ciertos seres excepcionales. Aunque estos intentos médicos no hayan prosperado, la anatomía del atrabiliario o melancólico acusa el impacto de sus pesadumbres, encarnadas en su cuerpo como cicatrices de lo absoluto inaccesible; como estigmas placenteros, a veces, o como señales punzantes que seducen la mirada. Lo dice así un poema de Rubén Bareiro Saguier dedicado a Carlos Colombino: «…Esta marca empecinada duele dulcemente, arde arduamente, …de la osamenta nace, por las arterias sube, hasta embriagar los ojos» («Casi elegía», en Biografía de Ausente, Madrid, Alcor, 1964).

En la obra de Colombino, la melancolía se traduce en diversas situaciones de desesperanza, angustia y furia que desgarran las palabras, deforman las líneas y los volúmenes, desahucian los espacios y desuellan la madera, cuando actúa ella de soporte. Pero también, paradójicamente, la misma pulsión atrabiliaria se expresa en un intento permanente de restaurar lo perdido o someter el silencio impuesto por las palabras que callan, que no alcanzan a nombrar lo que las rebasa. El infortunio dota a su obra de un impulso afirmativo de construcción continua: el vacío debe ser revertido, vuelto principio activo, espacio vacante donde resuene el eco de lo no gritado o se alojen las reservas de significaciones nuevas. Pero la propia imposibilidad de una abertura al otro lado (el afuera de la escena) es condición del obstinado deseo de forzar el muro, de abrir un resquicio por donde se cuele la mirada o se proyecten filosas líneas de fuga que rasguen la temible negrura del afuera.

Tal posibilidad/imposibilidad define al genio heroico y narcisista (que aspira, omnipotente, a restaurar el vacío ontológico) y caracteriza al creador-demiurgo: al artista que en un mismo acto espera y se desengaña; que apuesta al lado nocturno y busca, angustiado, el indicio luminoso de un sentido posible. Esta paradoja identifica a una persona especial: los melancólicos están tocados por una grandeza que los sujeta a la terrible llamada del todo. Que los vuelve chivos expiatorios de lo absoluto (un absoluto indescifrable).

OBJECIONES

Porfiado seguidor de un objetivo imposible (la conquista de lo real, del ser, la verdad, el todo), el proceder melancólico objeta toda posición establecida; toda situación satisfecha con el cumplimiento de sus designios, conforme con la plena presencia de objetos concordes consigo mismos; objeta un lugar estable de enunciación desde donde esos objetos son nombrados («Tengo agallas para no vivir ni aquí ni allá», escribe en «La posta oscura», 2011, op. cit., p. 370) y objeta, por lo tanto, la posibilidad de atribuir nombres definitivos a tales objetos («Este trabajoso dolor de la nomenclatura al señalar las cosas y saberlas, …de volverlas a saber y a desnombrarlas» («Poemas, 1964/1965», ídem, p. 23).

La «objeción» de Colombino se refiere a su mentís radical de cualquier conciliación definitiva, pero también alude a su tratamiento del objeto como manifestación de una exterioridad material que irrumpe y debe ser enfrentada. Y cuando se habla aquí de «objeto», también se incluyen espacios, imágenes, sonidos, hechos y palabras, en tanto irrupciones objetivas que interceptan al sujeto y demandan su consideración o su mirada.

María Bolaños dice que, desde la perspectiva del quehacer melancólico, «el objeto recupera el significado originario de su etimología latina: ob-jectum significa literalmente lo que está “arrojado ante”: una realidad que sale al paso…» (Pasajes de la melancolía. Arte y bilis negra a comienzos del siglo XX, Gijón, Trea, 2010, p. 115). Por eso, el objeto amenaza siempre con su conversión «en obstáculo resistente, en objeción» (ibídem). Colombino es un objetor obsesivo; objeta el poder instituido, la mediocridad, la corrupción y la injusticia, en todas sus manifestaciones, que son muchas. Pero también objeta la inocencia de los objetos: los vuelve objetores de una realidad sosegada.

LA OBJECIÓN

Dónde: Museo del Barro. Grabadores del Cabichuí 2716, entre Emeterio Miranda y Cañada

Días de visita: miércoles, jueves, viernes y sábados

Horario: desde 09:00 hasta 12:00 y desde 15:30 hasta 20:00.

Acceso: libre y gratuito

* Curador y crítico de arte

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