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«¿Por qué La palabra del mudo? Porque en la mayoría de mis cuentos se expresan aquellos que en la vida están privados de la palabra, los marginados, los olvidados, los condenados a una existencia sin sintonía y sin voz». Julio Ramón Ribeyro.
En política, nada tan real como las ilusiones y nada tan material como las ideas: definen a los diversos miembros y sectores de una sociedad y, por ende, los ejercicios de poder que en cada caso serán legítimos, entre ellos los que están hechos de la misma materia que las ideas y las ilusiones. Lo que no necesariamente los hace menos violentos: por algo hablaba Bordieu de la «violencia simbólica». Una violencia que resulta funcional al poder en la medida en que impone como evidentes valores, criterios, creencias, sentidos que suavizan o encubren las relaciones de fuerza en las cuales el poder se funda. La violencia ya está, de hecho, en esas mismas operaciones que de mil maneras, a lo largo de la historia, enmascaran lo que realmente se encuentra en disputa poniendo en el primer plano del escenario otras luchas, otras armas, otros motivos: operación doble, pues, de ejercicio de poder y de ocultamiento del poder al mismo tiempo, que se juega principalmente en el discurso. Y hablando de discurso, entre las prácticas legitimadoras de las relaciones de dominación existentes en una sociedad, una de las más frecuentes es justamente el discurso que, en nombre de la «cultura», se mofa de la «ignorancia».
Esta semana, en Paraguay, la prensa y las redes sociales, en nombre de la cultura, se mofan de la ignorancia de un parlamentario del Mercosur entrevistado en un video que ahora es viral. Cuando un amigo me mostró ayer ese video, no entendí absolutamente nada de lo que decía el entrevistado, pero confieso que eso me parece la norma en parlamentarios, funcionarios gubernamentales, presidentes y burócratas de todo rango y que francamente creo que si alguna persona capaz de dedicarse a actividades como esas se revelara brillante y amena habría que analizar en laboratorio semejante anomalía. «Tragándose casi todas las eses», escribe alguien sobre el parlamentario viral en un diario, «hizo gala [sic] de una tremenda dificultad para expresar ideas, conjugar verbos y decir frases con sentido»; de su «falta de oratoria [sic]» escribe alguien en otro diario; etcétera, etcétera. Como le comentaba ayer a mi amigo, no noté que esa persona se expresara mucho peor que, en general, sus críticos. Si hubiera dicho lo mismo (o sea, nada) con otro léxico, otra actitud y otro acento, probablemente no se distinguiría demasiado del resto; de ahí que en general las críticas no apunten tanto al contenido (o a su falta) cuanto a la forma de su discurso. Me percaté, así, de que lo que la mayoría ataca en este caso no es, como se pretende, la «ignorancia», sino un determinado concepto de «ignorancia», atribuida exclusivamente a ciertos sectores sociales. El tema que me interesa no es ese parlamentario, del que solo sé que no sé nada, sino el modo en que la prensa y las redes sociales alimentan, con ocasión de esta entrevista, la histórica discriminación de los campesinos y de los guaraniparlantes propia de la sociedad paraguaya, y al hacerlo justifican de manera encubierta esquemas de dominación a ella asociados, oscureciéndolos y estorbando su cuestionamiento, conforme a una antigua y arraigada tradición nacional.
Los discursos discriminatorios fundamentan relaciones de dominio en diferencias de mérito o de valor intelectual, cultural, lingüístico, etcétera, porque el poder no solo se ampara en la fuerza, sino también en la autoridad, y su autoridad depende de su capacidad de convencer al conjunto de la sociedad, incluidos, por supuesto, los sectores dominados, de que la posición de los sectores dominantes no es arbitraria, sino legítima. Si esa autoridad existe, es gracias a la convicción de los propios sectores dominados de que existe. Esa autoridad depende de que estos y el conjunto de la sociedad la acepten «libremente». Para poder empezar por fin a cambiar un país en el que tantos son a la vez verdugos y víctimas de este tipo de violencia simbólica, lo primero es saber reconocerla y revelarla, hacerla visible donde se produzca. En un mundo como el nuestro, en el cual el poder se fortalece cada día con las divisiones engendradas entre las personas mediante el permanente ejercicio de la violencia material y simbólica, la legitimación de un idioma presuntamente culto en desmedro de otro presuntamente propio de ignorantes, de un saber presuntamente mejor en desmedro de otros presuntamente inferiores o nulos, o de un modo de hablar presuntamente merecedor de crédito y respeto en desmedro de otros presuntamente vergonzantes y dignos de escarnio y mofa, no afecta solo (ni, para mí, principalmente) al sujeto –que quizá merezca críticas por su desempeño en el cargo, por otro lado, cosa que ignoro y no tiene relación con este artículo– que es hoy blanco directo de los ataques de periodistas e internautas en esta anécdota y que es mi pretexto pero no mi tema, sino, y este sí es mi tema, a muchas otras personas que por su manera de expresarse o por su acento son el blanco indirecto de esos ataques y que no tienen por qué sufrir tal ofensa. Nadie es menos que nadie por no dominar el castellano ni por tener otra lengua materna (el guaraní o la que sea) ni por «hablar como campesino» ni por prescindir de marcas léxicas o fonéticas que connoten un estatus socialmente prestigioso ni por tener un acento de «venido de la campaña» (acento, además, que considero en extremo agradable de escuchar, si se me permite la opinión). El poder no solo es fuerza material, sino también entramado simbólico que imbrica hechos y discursos, maquinaria generadora de ficciones que se vuelven realidades. No es solo capacidad de hacer algo, sino también de volverlo plausible. No es solo control del escenario, sino también de la mirada de los espectadores. No es solo posesión de las reglas y el terreno de juego, sino también del relato de cada partido. No es solo tensión y discrepancia, sino también comodidad y consenso. No es solo tiranía abierta, sino también dominación sin coerciones, aquella hegemonía que Gramsci supo ver. Por eso, la imposición cotidiana del desprecio, y los constantes mensajes acerca de la superioridad de unos individuos sobre otros, nos someten por igual a todos.
montserrat.alvarez@abc.com.py