Cargando...
En particular atrae a las investigadoras, como es fácil imaginar, por causa del protagonismo femenino que esperan hallar en un paraíso de esta clase.
"El Paraíso de Mahoma" pretende resumir la vida licenciosa, que se decía llevaban los conquistadores en Asunción durante la década de los años 1540, inspirado por el texto de una carta de denuncia dirigida al rey por el religioso González Paniagua, quien entre otras cosas relataba que "...el que tiene ocho (mujeres) es porque no puede tener dieciséis (...); con tanta desvergüenza y poco temor de Dios que hay entre nosotros en estar como estamos con las indias amancebados que no hay Alcorán de Mahoma que tal desvergüenza permita...". Hacia 1580 el padre Rivadeneyra decía, en una relación enviada a España, que Asunción era "llamada del vulgo el paraíso de Mahoma". Así pues, antes de Internet, el vulgo anónimo era ya el autor ingenioso de chanzas, figuras y frases destinadas a perdurar, como las rocas neptunianas, que se consolidan con el transcurso de los siglos.
De mantenerla reiterante también se ocupan los periodistas cada vez que le dan ocasión los escandaletes de algarabía erótica que ocasionalmente alegran el cotarro asunceno. La trillada figura literaria del "Paraíso" suscita dos preguntas principales: ¿Cómo es el edén mahometano y en qué se le parece a las condiciones de aquella primera Asunción en la que, hacia 1541, residían unos seiscientos conquistadores, predominando sobradamente los hispanos, por supuesto, pero incluyendo lusitanos, genoveses, algún francés, flamenco, bávaro y griego?
El paraíso mahometano
Cada cultura cree en un paraíso apropiado, según sean las carencias de la tierra que habita y los apetitos principales del pueblo que lo imagina. El musulmán que guarde su fe y recite el Azora XXV gana la facultad de entrar, por cualquiera de sus ocho puertas, al alchenna que Mahoma prometió a sus seguidores. Está también compuesto por la abundancia de aquello que era escaso o lujoso en Arabia: agua cristalina, tronos en jardines sombríos, lechos elevados, almohadas mullidas, tapices, doseles, cortinas y vestidos de brocado y raso verde, cosechas inacabables, ausencia total de frío, de calor y de bullicio, abundancia de delicias para el paladar, y... consortes puras.
Esto último quiere decir mujeres jóvenes y vírgenes, "de pecho turgente, de mirar modesto, con unos ojos como si fueran huevos bien guardados" (XXXVII.47). En otras aleyas se las describe como "cortas de pupila, que representa el ideal musulmán de lo femenino: de bellos ojos grandes y oscuros pero que no miran al rostro de los varones sino al suelo. Ellas velarán por los varones portando bandejas son elixires portentosos servidos en copas de oro. Aunque no serán las únicas opciones, pues también rondarán entre ellos mancebos, siempre jóvenes, con copas aguamaniles y vasos de bebida límpida" (LVI .17 y LXXVI.19).
El paraíso asunceno
En ausencia de los metales soñados, los conquistadores arraigados en Asunción se vieron constreñidos a compensar la decepción rodeándose de la mayor cantidad posible de placeres, dentro de lo frugal y precario del medio. Las jovencitas indígenas de trece, catorce, quince años constituían un componente valioso del modesto harén doméstico del conquistador. Concluyamos, pues, que, en cierto modo, éstos no llegaron a la ceca aunque sí a la Meca.
Refiere Ulrico Schmidl que, a la llegada de Ayolas y su hueste al sitio que él llama Lambaré (que posiblemente era el mismo en el que hoy está Asunción), los nativos les pidieron que continuasen, pero como a los viajeros les urgía alimentarse, desembarcaron. Los karió intentaron detenerles frente pero, apercibidos del poder del adversario, optaron por negociar la paz, aplicaron eficazmente (dos siglos antes) el astuto consejo de dramaturgo veneciano Carlo Goldoni: "Si falla la diplomacia, recurrid a la mujer", a consecuencia de lo cual Ayolas recibió en su tienda seis jovencitas ("la mayor de 18 años", chismosea Schmidl), mientras que los demás conquistadores, dos cada uno. Como estos sumaban 360, la cantidad de chicas debió de ser al menos el doble.
En otro pasaje, relata Schmidl que, en prueba de amistad, un cacique guaicurú envió a Irala tres jovencitas a su tienda, que se escaparon al día siguiente. "Si nos hubiera cedido al menos una..., se lamentaba el bávaro, esa desgracia no hubiera acontecido".
De la lectura de estos testimonios surgen más claros algunos datos: por ejemplo, que los conquistadores dispusieran de muchas mujeres indígenas no era un inconveniente político, sino, al contrario, un señalado servicio a S.M. "...nos dan sus hijas para que nos sirvan en casa y en el campo, de las cuales y de nosotros hay más de cuatrocientos mestizos entre varones y hembras, para que vea vuesamerced si somos buenos pobladores, si no conquistadores...", afirmaba orgullosamente Alonso Riquelme de Guzmán (uno de los yernos de Irala) en una misiva al rey. Y en verdad, si los conquistadores españoles hubieran puesto más empeño en el arte de poblar que en el de buscar oro, el territorio paraguayo actual tendría el doble de extensión y no sería mediterráneo.
Por su parte, sea lo que haya sido aquello, no hubiera sido factible sin cierta buena voluntad puesta de la parte femenina. En tal edén había dos clases de mujeres: la joven karió-guaraní que era entregada por padres y hermanos a los conquistadores europeos en calidad de esposas, para ellos convertirse en tovayá de los poderosos barbudos; y la joven indígena, guaraní o chaqueña, que tuvo la desgracia de caer capturada como esclava, o raptada como botín de guerra. Naturalmente, ambas tenían estatus distintos y casi siempre las segundas eran también servidoras de las primeras.
Refieren algunos cronistas que la joven guaraní, mientras fuera bien tratada, encontraba divertida cierta promiscuidad y no recibía de buen grado las admoniciones de los sacerdotes. "El sexo es pecado", les decían estos. "Entonces, ¿para qué Dios nos dio eso si no lo vamos a poder usar?", respondían estas. Eran preguntas de muy empinada teología.
Lo cierto es que ni siquiera algunos religiosos se privaban de las delicias coránicas. Armenta y Lebrón, dos frailes franciscanos, recibieron quejas populares por tener encerradas en sus casas a unas treinta jovencitas karió a quienes decían enseñar la doctrina. Al final, terminó el curso y ambos se fugaron con seis o siete de ellas hacia las costas del Brasil. Nunca se supo la calificación que recibieron las novicias en el examen final de catequesis.
El primer obispo de Asunción, el franciscano Pedro Fernández de la Torre, llegó a Asunción el 2 de abril de 1556 "más proveído de sobrinas que de clérigos, porque no trajo ningún clérigo pero sí dos sobrinas de 23 y 27 años", relata, enfurruñado, fray Martín González, en una carta a la metrópoli. También acusaba al prelado de haberse encerrado con sus sobrinas en el navío durante todo el trayecto y de persistir en Asunción en mantenerlas ocultas a la vista del público, de puro celoso.
Es que tampoco la muy católica España era tan pacata como la leyenda suele pintar. La literatura culta y popular dan hartos testimonios de que en su glorioso siglo XVI el erotismo no era tema tabú ni mucho menos y que, a menudo, salpimentada por la natural gracia peninsular, el desenfado producía gemas multicolores, como este donoso epigrama de Góngora (1561-1627):
Con Marfisa en la estacada
entraste tan mal guarnecido
que aunque fue su escudo hendido
no le traspasó tu espada
¡Que mucho, si levantada
no se vio en trance crudo
ni vuestra inocencia pudo
cuatro lágrimas llorar
tan sólo para dejar
de orín tomado el escudo!
Allá abundaban solteras y bien dispuestas a dejar de serlo; aunque a la sazón casarse no era tan fácil como ahora, porque la mujer debía aportar al matrimonio una dote en metálico o, en clases más modestas, siquiera en especie. La suerte de las doncellas pobres era lastimosa; si no eran bendecidas con la fortuna de un casamiento no les quedaba más que perderse en relaciones ilícitas, sobrevivir a expensas de padres y hermanos, o entrar en religión y luego servir a las monjas ricas o a algún príncipe de la Iglesia. Compadeciéndose de lo cual fue que Isabel La Católica reservó en su testamento un millón de maravedíes para casar a doncellas pobres. Equivalente a lo que, en términos hoy en boga, denominaríamos un crédito no reembolsable de finalidad social para las "sin marido".
De modo que reclutar solteras pobres para venir a América a casarse con conquistadores fue una medida de sana política que contentaba a ambos, a las de allá y a los de acá. Las primeras doncellas (se presumía en tal condición, juris et de jure, a toda soltera) vinieron al Río de la Plata bajo la tutela de doña Mencia Calderón. Zarparon en 1550 en la armada capitaneada por Juan de Salazar, siendo asaltados frente a costas africanas por corsarios franceses, quienes, según la crónica, a cambio del botín cobrado, preservaron la vida de los varones y respetaron la doncellez de las damas, cosa difícil de creer esta última, mas, en fin, así se hizo constar.
Casadas y avencindadas en Asunción según rescata de las crónicas un ilustre historiador paraguayo, las recién llegadas comenzaron a exacerbar partidismos y crear problemas. "Los tres grupos femeninos dice este autor no sólo dividieron la sociedad, sino que acentuaron la discordia entre los hombres". A las rivalidades políticas de los varones se sumaron los enconos femeninos, mutando finalmente el Paraíso de Mahoma en el Infierno de Belcebú.
Cierto es, finalmente, que la mujer en la Conquista, española, mestiza o indígena, esposa, compañera, amante ocasional o mera servidora, cumplió funciones de tanta solidez social y económica que, sin ella, juzgada la experiencia con la perspectiva que da el tiempo, resulta difícil pensar que la empresa hispana hubiera prosperado en esta provincia. Aunque en las crónicas su papel resultó opacado por el brillo esplendoroso de las hazañas masculinas, en el inventario de gesta histórica sin nombres y apellidos, su protagonismo fue incontrastable.
Y posiblemente lo del "paraíso de Mahoma" no pasó de mera exageración de pundonorosos padres que luchaban contra el pecado tropical y al mismo tiempo pulían sus blasones de soldados de la moral con sus dramatizadas protestas. Aunque no faltó la mala fe, como acusaciones partidistas contra Domingo Martínez de Irala, destinadas a tiznar su imagen en la metrópoli para, por contraste, enaltecer la de su rival, el adusto y severo don Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Y como a cinco siglos las cosas no cambiaron nada, hoy nos resulta fácil comprenderlo cabalmente.
Gustavo Laterza Rivarola
(Próximo artículo: La Conquista en la Conquista).