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Si las ciudades tuvieran memoria, seguramente Asunción recordaría aún acongojada las lúgubres campanadas que enturbiaron su calma y angustiaron los corazones de sus habitantes aquella noche del 20 de mayo de 1920.
Cada metálica nota en el vago viento flotaba doliente; eran unos gemidos helados que estrujaban el alma de los asuncenos, y es que aquellos dobles lúgubres y funerarios de los altos campanarios, coligados a la naturaleza, anunciaban la llegada de los restos de la «reina madre de las flores», doña Anna Gertz.
Anna, la primera esposa de Karl August Fiebrig, conocida como «la señora del Jardín Botánico de Asunción», había nacido en Alemania en 1866 e inesperadamente muerto en la ciudad de Buenos Aires, y su cuerpo había llegado a Asunción para ser enterrado entre las flores de su jardín. Sí, de su jardín. Pues fue ella quien lo ideó y quien hizo que, en la práctica, se volviera realidad.
Anna Gertz había llegado a Paraguay acompañando a su marido, quien vino al país por indicación médica en 1907. Se radicaron en la veraniega ciudad de San Bernardino.
En 1914, Anna y Karl –llamado Carlos desde su nacionalización paraguaya– fueron llamados por el gobierno para que don Carlos asumiera el cargo de director del Jardín Botánico, denominado por él, simplemente, «Yvoty renda».
Más tarde, cuando Carlos Fiebrig decidió organizar el Museo de Historia Natural, la señora Anna, de profesión periodista, aportó sus conocimientos para el montaje del laboratorio y para el control y la atención de la institución creada por su esposo y destinada a la investigación de la naturaleza y especialmente la flora del Paraguay.
El aporte de Anna Gertz al diseño y al desarrollo del proyecto fue tan relevante que por eso la llamaban «el alma del Jardín Botánico». Fue ella quien delineó el trazado del jardín y dio nombre a sus espacios; fue ella quien diseñó su Avenida Mirtifolia, su Rosedal, su Avenida Samu’û, su Parque Romano, su Pérgola de las Rosas y su Cascada del Acceso.
Pero la vida no siempre es justa. Y cuando la brisa de la primavera no había llegado todavía al parque, y las rosas del rosal apenas empezaban a desperezarse en el jardín para desplegar su inminente esplendor, el alma de Anna Gertz, la Señora del Jardín, ya había levantado el brutal vuelo hacia la eternidad… Fue a las 20:00 horas del martes 11 de mayo de 1920 en una lejana y fría ciudad del sur.
«Como un cisne que busca golfos nuevos», escribió Ortiz Guerrero, la señora Anna había viajado a Buenos Aires para visitar a unos amigos que la reclamaban y, en la fecha y hora ya mencionadas, mientras ejecutaba al piano –según el poeta– una obra de Haendel, su corazón se había quedado dormido, y, con ese sueño, la vida de la Señora de las Flores se había apagado para siempre.
Cuando en la edición del 18 de mayo del diario La Tribuna se publicó la noticia de que los restos de la señora Anna serían traídos a Paraguay para ser enterrados en «su jardín», el presidente electo, Manuel Gondra, solicitó al talentoso actor y declamador Roque Centurión Miranda que articulase un discurso de homenaje a la extinta, y Roque Centurión, con el corazón doblemente constreñido, por la emoción de la noticia y por la responsabilidad que acababa de recibir, recurrió a la pluma de su amigo, el poeta Ortiz Guerrero, para que lo ayudara a cumplir la dolorosa misión que le había sido encomendada. Y así surgió el texto titulado «Discurso fúnebre», resumida historia de la muy llorada señora, «madrina de los blancos capullos», que la magia de Manú convirtió en singular elegía.
La muerte de doña Anna fue considerada una pérdida tremenda para el desarrollo del Jardín Botánico; no solo fue lamentada por su esposo, y director del mismo, el doctor Fiebrig, sino también por todos los amigos que los rodeaban, pues ella era la motivadora de todo lo que se venía realizando en el Jardín Botánico hasta el momento de su deceso. Fue tan reconocida su influencia en los trabajos efectuados, que el gobierno superior aprobó que sus restos se sepultaran fuera del camposanto.
Así, los restos de Anna Gertz fueron enterrados la noche del 20 de mayo de 1920 en la Avenida Samu’û del parque creado por ella, en el mismo lugar que algún tiempo antes, tal vez presintiendo su muerte, había señalado como el sitio en el que quería que un día reposara su cuerpo sin vida. Un lugar paradisiaco, rodeado por árboles milenarios en cuyas copas se detiene la brisa cuajada de trinos de aves, un espacio englobado por sus plantas y sus flores.
Llegada a Asunción por «La Internacional», la llevaron en andas hasta el Jardín Botánico. Era de noche, y el cortejo marchaba iluminado con antorchas. Llegado al parque, en el círculo señalado por velas en el jardín, hubo discursos y llantos… Luego, sus restos se quedaron a reposar para siempre entre sus perfumadas hijas, las rosas.
Sobre el sepulcro se había formado un muro bajo en forma de corazón, que fue llenado de ofrendas de plantas ornamentales, tributos del recuerdo y el afecto de todos aquellos que la habían conocido. Y en su lápida, antes bajo la sombra de las flores que tanto amó, hoy cubierta por las hojarascas del olvido, se leía: «Hic viridi in tumulo jacet inter flores quos tantum dilexerat», palabras escogidas por sus amigos, colegas y profesores.
Discurso fúnebre
Manuel Ortiz Guerrero
I
Señores: doña Anna de Fiebrig aquí descansa.
En el recinto de esta caverna sepulcral;
como el polvo azulado de una muerta esperanza,
en su urna de arcilla duerme el sueño eternal.
Apágase el acorde del último lamento
de flauta inconsolable y rotundo violín,
que esta noche, por ella voy a entregar al viento
el incienso quemado de mi amante oración.
II
La gentil compañera del micrógrafo rubio,
rozagante alemana, dulce ahijada del sol;
de las flores del parque solidaria en efluvio,
la de rostro dorado por perpetuo arrebol;
La señora madrina de los blancos capullos,
buena amiga de cada florecido rosal,
la paloma germana de los castos arrullos
que viviera en los bosques de este parque floral,
ya no existe. A la grata Buenos Aires, un día,
como un cisne que busca golfos nuevos, partió,
y una tarde de mayo de radiosa alegría
Pianísima y morendo en... un piano expiró.
Torturad a ese monstruo, a ese negro armonioso:
él sabrá aquel secreto de tan rápido fin,
pues mimaba sus teclas, y tal vez fue celoso
el amigo Haendel, de Mozart y Chopín.
Y avivad esas brasas, que suban de estas lomas
a la estrella de junio, como una rogación,
desde cien pebeteros espirales de aromas,
por la gracia extinguida de aquel lirio teutón.
En las ancas sonoras del viento que retoza,
cargad la nueva infausta, que conduzca a Berlín,
y sepan las valquirias desnudas -leche y rosa-
que una hermana de ellas murió lejos del Rhin.
III
¡Y se fue! De muy cerca, ¡pero cerca!... allí mismo
la perdimos de vista, sin saber dónde entró.
... Si es una mina de astros el alma del abismo,
no hay duda: hacia otros mundos la cigüeña emigró.
Doña Anna ha cerrado la verdad del circuito,
como el agua y los astros, circulantes también.
¡Va rodando la vida, de infinito a infinito,
y a su paso nos deja mucho polvo en la sien!
* Escritor