La mirada del león

Cecil era un hermoso león de melena oscura, señor de una manada de leonas y cachorros. Tenía trece años y vivía en el parque de Huange, en Zimbabue. Cecil era un animal fuerte, y, como tal, sabedor de su poder, no era agresivo, aunque sí valiente, desde luego. Era un rey magnánimo y noble. ¿Por qué no lo sería?

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Sin embargo, existen otros animales que no son fuertes ni nobles ni majestuosos ni valientes. Animales pequeños, débiles y miedosos, y con frecuencia, por ello mismo, falsos, indignos y traicioneros.

Un día llegó al parque uno de estos animales. Pero no era simplemente uno más, sino el último, el más despreciable de todos. La más infame de las alimañas. Un insecto mucho más feo, mucho más bajo, mucho más vil que cuantos venenosos reptiles rastreros puedan acechar bajo las rocas de la reserva natural de Huange. Un hombre. Pero no era simplemente uno más, sino un hombre con dinero, un respetado profesional médico, un ciudadano estadounidense con el inevitable e irreprochable aspecto de higiene y bienestar que corresponde. Si buscan en internet fotos del doctor Walter James Palmer, admirarán la sonrisa odontológicamente perfecta de este –para utilizar el pintoresco léxico español del Siglo de Oro– «sacamuelas». El dentista pagó cincuenta mil euros para poder matar impunemente a Cecil, que una noche fue engañado con una treta por este infame y sus cómplices, sin duda unos pobres diablos vendidos a su dinero: lo alejaron de la reserva atrayéndolo con la falsa pista de una presa.

El infame le disparó con arco y flechas para no hacer ruido. Luego lo dejaron morir desangrado. Agonizó durante dos días, hasta que lo remataron con rifles. Cuando encontraron el cuerpo inerte del otrora hermoso león de oscura melena, Cecil ya no tenía piel, ni tampoco cabeza. El miserable y sus lacayos lo habían degollado y decapitado.

Por eso, aunque Cecil tenía un collar con GPS para tener a sus protectores gubernamentales al tanto de su paradero, el dispositivo ya no estaba en su cadáver. Las compañeras de Cecil tendrán que pasar a otro macho, que a su vez deberá matar a los cachorros de Cecil para poder aparearse con ellas.

El mes de julio ha sido testigo de este crimen que cubre de vergüenza a nuestra especie. Comenzó con la cacería furtiva, la desaparición y la muerte de Cecil, y se cierra ahora, cuando ya todos conocemos estos hechos en detalle, desde que empezó a circular la información, a través de los medios de comunicación del mundo entero, una vez confirmada la identidad del criminal; desde hace unos días, a mediados de esta semana.

Cuando la policía de Zimbabue descubrió quién fue el cobarde asesino del león Cecil, este dentista, alarmado, declaró en una nota difundida por CNN, entre otras cosas: «Hasta donde sé, el viaje fue legal y estuvo gestionado de manera adecuada». Y añadió: «No sabía que era un león tan conocido, ni que estuviera vigilado ni que fuera parte de un estudio. Confié en la experiencia de los guías locales para garantizarme una caza legal». Vaya, él confió. Casi parece una víctima. ¿De qué? ¿De la necesidad de dinero de otros (los «guías locales»)? ¿Es él, acaso, más digno de crédito que sus cómplices porque puede permitirse pagar miles de euros por las vilezas que le apetezca perpetrar? ¿Es que todo se compra, que todo tiene precio, que nada vale nada?

Y el doctor habla de legalidad, cuando lo que está en juego es mucho más terrible que cualquier ley humana. No hay términos que puedan dar cuenta, en nuestra fea sociedad abyecta, decrépita, mercantil, de una mancha como esta. Uno, muy anacrónico, pero el más próximo que se me ocurre ahora mismo, es «honor». Pero sé que es ridículo pronunciar esa palabra en nuestro mundo.

Es muy difícil explicar cuán desolador, desconcertante, sórdido y penoso resulta que un ser llamado «humano» sea incapaz de ver por sí mismo la repugnante mezquindad de su actitud, y me temo que (para mí, casi con seguridad) la de su vida. Si las personas como el doctor Palmer tuvieran alma, no sería necesario explicar nada de esto. Pero este mundo está lleno de seres como el doctor Palmer.

Este mundo está prácticamente integrado por Palmers, definido por Palmers, diseñado por y para Palmers, hombres y mujeres que pasan por modelos de decencia, y que, sospecho, están sinceramente convencidos de que lo son. Y yo pregunto, en el año 2015 de nuestra era: ¿de veras es esto lo que queremos? ¿De veras es esto lo que vamos a elegir? ¿Es acaso, finalmente, esto lo que vamos a llamar «humanidad»? ¿Es esto lo que vamos, después de tantos siglos y milenios, a terminar por ser? ¿Una empresa global de crueldad, de fealdad, de degradación, de miseria? ¿En serio vamos a ser tan poca cosa?

Un hombre muy diferente del modelo de ciudadano triunfador, de profesional de éxito que representa tan bien el doctor Palmer, un hombre raro y desaliñado, y que murió paralizado y loco, mientras caminaba, una mañana de enero de 1889, por Turín, vio a un cochero que le daba terribles latigazos a su viejo caballo agotado, porque el pobre y fiel animal ya no podía seguir avanzando como antes, cargado con tanto peso. Aquel hombre raro y desaliñado tumbó al cochero de un empujón, partió el látigo en dos y arrojó al suelo los trozos, abrazó al caballo, le rodeó el cuello con los brazos y, llorando, desesperado, sin consuelo posible ya, le pidió perdón en nombre de toda la humanidad.

Otro hombre, también muy distinto del sonriente doctor Palmer, porque no solo no era un ciudadano modelo como él claramente lo es, sino que, por el contrario, era repudiado por la sociedad de su época como un mal ejemplo debido a su pésima reputación de extravagante y disoluto borracho, escribió para su noble compañero Boatswain, que acababa de morir, un poema cuyas primeras estrofas figuran en el epitafio del mastín, y que hablará por él, por Boatswain, por Cecil y por el futuro que debería ser, que tal vez un día será, mucho mejor de lo que yo lo haría:

«Near this Spot

are deposited the Remains of one

who possessed Beauty without Vanity,

Strength without Insolence,

Courage without Ferocity,

and all the virtues of Man without his Vices»

(«Aquí reposan los restos de alguien / que tuvo la belleza, sin la vanidad; / la fuerza, sin la insolencia; / el valor, sin la crueldad; / y todas las virtudes del hombre, sin sus vicios»).

Esos dos tipos raros se llamaban Friedrich Nietzsche y George Gordon Byron. Piensen en esto la próxima vez que alguien tan decente como el doctor Palmer cite alguno de sus libros, por ejemplo. O hable de moral, o de poesía, o de «cultura», o de filosofía.

Tal vez esos dos raros, Byron y Nietzsche –citados por mí al azar, entre otros dignos de ser aquí evocados, porque no los puedo enumerar a todos– sí fueran dignos de saludar a Cecil el león sin sentir vergüenza de sí mismos, y de mirarlo a los ojos. A los ojos sin culpa del otrora tan bello león Cecil, que ya no ven ni volverán a ver. Tal vez todos nos volvamos capaces algún día de pararnos sin rubor ante esos serenos ojos, cuya mirada hoy el mundo no es digno de sostener.

juliansorel20@gmail.com

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