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1918, barrio Yvaroty de Villarrica. El día había amanecido con una espesa neblina, pero pronto un pugnante sol que se desperezaba sobre el Yvyturuzú se encargó de limpiar de nubes el cielo. A eso de las nueve de la mañana, Manú escuchó unos golpes hacia el portón de la casona. Eran golpes de manos agudas, finas, febriles e insistentes; debían ser manos de niños, pues claramente se adivinaba que ahuecaban las palmas para producir los sonidos.
El poeta bajó la pava de agua caliente y su mate para dirigirse a la entrada de la casa. Un poco antes de extender las manos hacia el cerrojo, oyó, a través de las rendijas de las gruesas maderas del portón un suspiro de mujer quejumbrosa. ¿Quién podría ser? «Ah, debe ser la mujer de Macario, que viene a disculparse porque ayer se fue sin despedirse…». Abrió lentamente el portón.
Frente a él estaba una mujer con piel de marfil, pálida como un lirio. Su aspecto era insignificante, y, a la vez, digno y altivo. Manú no podía saber de quién se trataba, pues la cubría un sombrero de ala ancha de antiquísimo terciopelo negro, que ahora pintaba gris, adornado con pequeñas flores artificiales, ajadas y polvorientas. Debajo del increíble sombrero ondulaba una cabellera negra. «Allí está el rostro revelador, que debe ser delgado como... ¡Qué misterio! No, no es la mujer de Macario».
¿Quién, entonces...?
–Buen día, señora…
La visita levantó la cara, pero sin decir palabra.
Manú la miró, extasiado; procuró sonreír, pero algo le dijo que debía mantenerse cauto. La mujer tartamudeó; parecía querer decir algo, pero no dijo nada. Se limitó a mirar al anfitrión de la casona con ojos asombrados. Manú fingió una tos para esquivar la mirada. Viéndola desde arriba, como estaba con el sombrero embozado, era muy difícil para el poeta saber de quién se trataba; pero podía teorizar que se trataba de una muchacha de dieciocho a veinte años, aproximadamente.
–¿Quién eres? –preguntó el poeta.
La muchacha volvió a levantar muy lentamente el rostro, como para dejarse ver por el dueño de casa; tenía dos hilos muy tenues de pelos incoloros como cejas. Enseguida, más abajo, un par de ojos nerviosos, iluminados por unas gotas puras de tristezas.
Estremecido, el poeta las juzgó velozmente. Sí, eran los ojos más tristes del mundo, llenos de soledades, como si la soledad misma se hubiera hecho ojos. Desgarradoramente abandonados y faltos de esperanza estaban aquellos ojos, que pedían a gritos un rayo de luz... Sin embargo, algo en las pupilas decía que también eran los ojos de una náufraga resignada, una náufraga que se sabe ya perdida y no intenta hacer nada para salvarse... En medio, la nariz recta, pequeña, dulcemente inclinada hacia la boca, casi transparente, rojísima y húmeda. Luego de aquella punta gentil, la boca redonda e inquieta como una mariposa, y tan roja que parecía una gota de sangre recién caída.
Cubría la espalda de la mujer una vieja mantilla de lana blanca que, por su olor a naftalina, seguramente llevaba muchos años guardada. Sus pies calzaban, sin medias, unas humildes alpargatas.
–Disculpe, señora, o señorita… –dijo el poeta, inclinándose dolorosamente hacia la visita.
–¿No te acuerdas ya de mí? –clamó ella, y enrojeció súbitamente–. Soy Dalmacia, Dalmacia Sanabria, la hija de doña Emilia.
La pregunta de la visita hizo que el pensamiento de Manú corriera hacia el pasado desenfrenadamente y que una milésima de segundo bastara para recorrer y reconstruir la breve historia de su no muy lejana adolescencia.
–Sí, claro. Perdón…, pero si es Dalma, mi compañerita de infancia, pasa... ¿Quiere pasar? –preguntó él, dudando íntimamente que una persona tan frágil pudiera arriesgarse a pasar a la casa del «poeta leproso».
Al escuchar la invitación, ella mostró una visible complacencia y, sin más, cruzó el portón, casi rozando el poncho de Manú. Luego, a mitad de camino, se detuvo a observar con atención el sendero de piedra pulida por el tiempo, y volvió la cabeza hacia el anfitrión. Él, sin cerrar el portón, para darle a entender que podía salir cuando quisiera, fue hacia ella.
–Es un gran honor para mí... no esperaba ninguna visita... –empezó diciéndole él.
–No, Manuel –cortó ella–, he venido porque supe que Dios te mandó una dura prueba... Supe lo que estás pasando debido a tu enfermedad… Supe ayer que todos los sirvientes te han abandonado y decidí inmediatamente venir a servirte. Yo sé lo que es la soledad –dijo, bajando la vista al suelo, y, mientras hacía jugar su mirada con las hojarascas, extrajo de su bolsillo un pañuelito de color celeste y se lo llevó a la nariz que se le había humedecido por unas lágrimas.
Hacía poco tiempo que, en vísperas de su boda, su novio, Óscar Haitter, se había suicidado tras una discusión familiar originada por la diferencia entre las religiones de la familia de su novio y la suya.
Por un instante, él la contempló en aquel acto y la piedad, la gratitud y el escepticismo giraron vertiginosamente en su incrédulo corazón. (¿Era desinteresada su voluntad de servicio? ¿La habían traído, acaso, la pobreza y la necesidad de recompensa? ¿No estaría loca, la pobre? ¿O venía ella por amor…?) Se pasó la gruesa mano por la frente, borrando aquellas interrogaciones, y sintió que triunfaba en él una infinita comprensión humana. Qué importancia tenía si ha venido por esto o por aquello. Ella había llegado, estaba allí, con su pañuelito de color celeste. Había sentido la necesidad de venir, la necesidad oscura, misteriosa; tal vez la necesidad inalienable de seguir viviendo, aunque fuera como una pequeña flor parásita sobre el costado de un árbol que se pudre de pie.
Llegó la noche, y viendo que ella preparaba la cama de la vieja cocinera, Manú le dijo:
–Es tarde... ¿No quiere que le acompañe hasta su casa?
–No Manú... Yo me quedo aquí, si me lo permites, a vivir contigo –respondió ella.
Manú, confundido por la actitud de su compañera de infancia, no quiso aceptar el sacrificio; le imploró que se alejara de su lado, a la magnánima. Fue en vano: la mujer obstinada había triunfado, y realizó el rito heroico de encadenar su trágico destino al del gran desventurado poeta.
Desde aquella mañana de muda alianza, ella vivió iluminada; siempre sonriendo, respirando el mismo aire del compañero de luchas, curando las heridas del lacerado poeta, compartiendo el pan y la vigilia por días mejores para la patria, soñando, como cualquier mujer, con el amor, bajo el mismo techo del desheredado de la vida que canta a la pasión. Y sus soledades se poblaron de armonía. Que solo la parca pudo truncar, el 8 de mayo de 1933.
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