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Leyendo estaba el Libro del Desasosiego, de Bernardo Soares, escritor que confunden con Fernando Pessoa quienes, por desconocer qué es la literatura, no comprenden sus misterios, cuando me detuve a pensar en esta ignorancia que mengua por igual a ambos autores y sus respectivas obras –pues Soares no es Pessoa; y de serlo sería otro Pessoa u otra persona, tan notable como la primera persona o el Pessoa primero (si hubiere algo así); mas, aun hechas todas las salvedades posibles, no lo es–.
Caí entonces en la cuenta de que también conmigo se produce un error igualmente monstruoso, dado que es habitual para algunos lectores confundirme con Montserrat Álvarez, tan solo porque firmamos a veces diversos artículos en el mismo Suplemento.
Es más, otros hasta me toman –nos toman: también a Álvarez– por Mon Tzé, doble y doblemente absurda confusión. Para empezar, Tzé es pequinés. Ni siquiera comparte nuestro idioma natal. De hecho, ni siquiera escribe en estas páginas –pues no contamos con buenos traductores del suyo–, en las que sí firma, en cambio, sus ilustraciones: es dibujante, cosa que ni Álvarez ni yo somos ni hemos sido nunca (por mi parte, a duras penas puedo trazar una línea recta).
«En todo texto narrativo», escribe Jorge Edwards, hablando del narrador (que yo aquí llamo «autor»), «la invención primera, la principal y esencial, la condición previa, sin la cual el texto no podría salir de la nada, es la del narrador».
¿Es acaso Pessoa el autor de Tabaquería? Por supuesto que no: Tabaquería es obra de un joven autor aún más furioso, acerbo e inconsolable, tanto que escribió, previsor, su propio epitafio –«Murió a los veinte años. Su último pensamiento fue: malditos sean la Naturaleza, el Hombre y Dios»–, lo que Pessoa nunca hizo: Álvaro de Campos.
¿Por qué insiste, pues, la ingenuidad del vulgo en confundirme con estas personas pese a nuestras abismales diferencias de historia, sexo, edad, intereses, idioma, condición, temperamento y pelaje?
¿Será porque hay poca inmigración pequinesa en Paraguay?
¿Será que, dada mi reconocida apostura física, Tzé promueve a mis espaldas, vaya a saber Asmodeo con qué fines oscuros de erotómano, ese grotesco error?
¿Será porque ese Gólem en el cual –entre otros– mi fértil mente de artista prolifera, y al cual –en palmaria alusión a Álvaro (de Campos), y ya que es otra persona, otra pessoa– he apellidado Álvarez, imita –como observo con justa indignación al leer sus artículos–, o pretende imitar, mejor dicho, mi estilo, sin lograrlo, para así hurtarme aplausos?
Aunque algunos pretenden que Álvarez y yo somos inventos de Tzé, o incluso –aún más descabellado, si cabe– que Tzé y yo somos inventos de Álvarez, sería necio atender aquí delirios tan inverosímiles.
Eso sí, autor de autores, he de defender a esos ingratos títeres que son Tzé y Álvarez, aunque sus actitudes traicioneras –niega el uno mi existencia para hacerse pasar por mí, remeda la otra mi estilo para usurpar mi prestigio– me indican que no merecen tal gesto de magnanimidad.
Y lo que puedo alegar en su defensa son preguntas que pertenecen a muchos otros y no solo a mí. ¿Qué es un autor? ¿La voz que enuncia el discurso desde «adentro» de este? ¿El organismo que la sostiene desde «afuera» del mismo? ¿Precede el autor a la obra o con la obra nace el autor? ¿Quién está escribiendo esto? El pronombre de primera persona, el presente indicativo, ¿remiten exactamente a qué momento y a quién? ¿A mí, a Julián Sorel, el Julián que soy en este instante, golpeando estas teclas? ¿O a una voz a través de la cual enuncio esto y todo lo que se me atribuye, y que lo firmará en mi nombre y con mi nombre, pero que, precisamente porque me representa, no soy yo?
Entre nuestras varias vidas paralelas, dos suelen oponerse habitualmente: una visible para todos y otra invisible hasta para uno mismo, una de hechos y otra de fantasías, una de sentimientos declarados y otra de sentimientos inconfesos, pero la vida secreta de lo invisible, la fantasía y lo inconfeso no es menos real que la primera, ni es la ficción engaño que se deba corregir.
Indica Jerónimo de Estridón en el De Viris Illustribus que si entre los libros atribuidos a un autor uno es inferior a los demás, tiene otro estilo o habla de hechos posteriores a su muerte, hay que retirarlo de la lista de sus obras. Sabe, pues, Jerónimo que ni el nombre identifica al autor ni el autor es la persona sino aquello que funciona para dar sus caracteres a la obra (se retira de la lista de sus obras la que es inferior al resto: el autor es constante de valor; se retira la que tiene otro estilo: el autor es principio de unidad literaria; se retira la que habla de lo posterior a su muerte: el autor es punto histórico, etcétera), un elemento de los varios que, al cumplir diversas funciones en la obra, la integran y le dan, finalmente, su sentido. Tanto Homero –que no existió– como Balzac –que sí existió– como Stendhal –que en realidad se llamaba Henri Beyle– como Juan de Mairena –alter ego de Machado– son por igual alteregos cuya distancia del escritor real puede ser mayor o menor, y tan burdo es tomar al autor por el escritor real como reducirlo a mera firma o suma de letras sin importancia ni realidad alguna, pues es en esa región a medio camino entre el «adentro» del texto y su «afuera», entre lo real y lo ficticio, que el autor existe.
Acabo de recibir un correo electrónico remitido de la cuenta de Tzé. La redacción es algo críptica –su lengua natal es el chino, no lo olvidemos– y lo firman él y Álvarez –que lo habrá corregido, sospecho (aunque no lo suficiente)–. Leo, entre otras exclamaciones y consignas airadas de esta suerte de manifiesto, la siguiente, que me parece, al tiempo que de un desconcertante desafío (¿no es la ficción filosofía, no es la filosofía ficción?), extrañamente cómica:
«¡No somos ficciones, somos filosofía!».
Aunque por lo dicho arriba yo prescindiría del «No», me quedo con esa frase.
Notas
(1) Jorge Edwards: «La invención del narrador», Letras Libres, 30 de noviembre del 2001. En línea: https://www.letraslibres.com/mexico-espana/la-invencion-del-narrador.