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«Un soneto me manda hacer Violante…». Lope de Vega.
Un artículo me pide hacer la fecha… El martes cumpliría cien años Augusto Roa Bastos, y sería soberbia de mi parte pretender añadir, de manera tan presurosa e improvisada, algo a lo dicho acerca de su obra por quienes la conocen mejor que yo. Mi ambición es modesta: observar, en su centenario, lo que Roa suscita. Google me regala al instante un banquete de epítetos –todos un tanto obscenos– proferidos, para decirlo con la debida pompa, por «referentes» de la cultura, las artes y la literatura paraguayas: «nuestro más profundo escritor / el mayor escritor del Paraguay / sublime artífice del verbo / trágico paraguayo de úlceras recubiertas por fino papel / cantor de su pueblo / orgullo de la nación / voz poética y comprometida del continente / devoto artesano de la palabra / paraguayo universal / alquimista titánico del verbo / orfebre de la prosa cintilante / el karai guasu de la palabra / el Supremo escritor», etcétera. En un juego especular, dos posesivos complementarios, «nuestro» (escritor) y «su» pueblo, reflejan recíprocamente al «orgullo» de ese pueblo y al «pueblo» de ese privilegiado intérprete: Roa se mira en Paraguay, que se mira en Roa: una nación, una obra. Pero ¿qué es un Gran Escritor Nacional, como Augusto Roa Bastos? No su obra –sabido es que para enorgullecerse de Roa no es preciso leer su obra, sino mirarse en su símbolo, ser parte de la «nación» que él refleja y que se refleja en él–, ni tampoco la persona de carne y hueso, que ya no está entre nosotros, desde luego, sino su «función», por así decirlo, como el Gran Escritor Nacional.
Ante todo es, supongo, parte del imaginario nacionalista; si, como apuntó Gellner, para el nacionalismo «debe haber congruencia entre la unidad nacional y la política», entre pueblo, cultura y estado, ese pueblo y esa cultura requieren una identidad homogénea, que se forja con una historia compartida y con modelos o prototipos ejemplares como Roa. En segundo lugar, por eso mismo, un Gran Escritor Nacional es ocasión de organizar congresos, mesas redondas y seminarios, publicar y debatir en la prensa y las aulas, prescribir en las escuelas textos de o sobre Roa como materiales de lectura, imprimir libros, hacer merchandising –cómics, esculturas, adaptaciones de todo tipo, espectáculos, ferias, películas, muestras de arte, circuitos turísticos y, si que quiere, cajitas felices, ediciones especiales de yerba mate, fiestas temáticas y remeras–. En el feliz olvido del culto laico, el Gran Escritor concilia toda diversidad cultural, étnica, social e incluso económica en la unidad superior de una sola nación, orgullosa depositaria exclusiva de su herencia.
Es también, en cierto modo, una industria. En este caso, generadora de capital cultural o simbólico más que monetario –cabe suponer, al menos–. Y una especie de trofeo en disputa, disputa particularmente amena, vista desde fuera, por el peso de los estereotipos en ella. Gestos, actitudes, léxico, señales de todo tipo intervienen pintorescamente para producir efectos en la sensibilidad del público: conmover, intimidar, seducir, proyectar identidades y generar identificaciones, generar –esto sobre todo desde las instituciones estatales– respeto por formas de subjetividad socialmente asumidas como superiores –«la voz impenitente que palpita en sus libros reflexiona en diálogo íntimo, a solas con cada lector», etcétera–, o lograr –esto sobre todo como estrategia de revistas, colectivos, etcétera, de escritores que buscan distinguirse de lo «oficial» como parte de su promoción pública– la empatía del público –«los malos son los escritores del otro grupo porque son seriotes y no tienen onda con lo´ perro´, excepto Fulano y Zutano, con los que me tomaría unas birras», etcétera–.
Como en las campañas electorales, las imágenes personales pugnan: unos eligen proyectar candor juvenil, y otros, autoridad; unos se pretenden versados en cultura pop, y los otros, en saberes clásicos; unos críticos, y los otros, eruditos; y alguno intenta distinguirse entre los suyos tomando algo del grupo opuesto –surgen los híbridos: el vejete buena onda, el abuelo punk, el joven (real o pretendido) solemne y libresco que disfraza su pedantería con alusiones al fútbol o la cerveza, etcétera–.
Un Gran Escritor Nacional genera todo este rico espectáculo circense con sus aniversarios. Suscita estas guerras entre signos de identidades, estilos de vida, estatus, que ilustran cómo los mecanismos mercadotécnicos afectan a la cultura. Cada grupo de escritores se designa a sí mismo vocero de la literatura nacional y dice a la prensa y al público que esa literatura es lo que hace su grupo. Esos diversos grupos en realidad no son diversos, como se ve. Todos pelean por ser la imagen visible de la literatura de su nación, para esta y para el exterior: es una desopilante función gratuita de glorias decorativas, aplausos onanistas, exhibicionismo de debates cuyo único fin es prestar un aire de autoridad intelectual a los que no la tienen. Unos insultan a supuestos «enemigos de Roa» que nadie sabe quiénes son ni dónde están, todos sacan a relucir sus listas respectivas de los escritores que presentan como los más importantes y en las que revelan sus mezquindades, sus miedos, sus alianzas –tanto, que un modo bastante fiable de saber qué escritores realmente valen la pena en un país es hacer la lista, mucho más interesante y valiosa, de los excluidos– y los periodistas, en su mayor parte, no parecen tener más remedio que hacerse eco de todas estas extrañas fábulas.
Un Gran Escritor Nacional revela así que en el campo literario hay dos bandos, como dijo Bourdieu, «los que detentan el capital [simbólico] y los que aspiran a tenerlo»; que, por lo tanto, lo que estos últimos pretenden alternativa no es más que alternancia; que ni en los que se promocionan a sí mismos (generalmente –treintones, cuarentones– sin serlo) como jóvenes existe nada verdaderamente nuevo, ni sus supuestos contrarios son, salvo quizá en la superficie de las apariencias, más conservadores que ellos.
Al margen de todo este espectáculo –por demás ameno de observar, justo es reconocerlo para no ser ingratos–, y libre de sus inconvenientes, está –¡salud por tanto!– la literatura.