La indignidad del silencio

Este martes, en Londres, en el informe 2014-15 de Amnistía Internacional, se mencionó la querella criminal presentada en Argentina en abril del año pasado por los crímenes contra los Aché cometidos bajo la dictadura de Alfredo Stroessner. Cuando, en la década de 1950, la expansión agrícola del este de Paraguay se disparó, esta tribu de cazadores-recolectores, que vivía originalmente en los bosques de esa región, se volvió un estorbo y fue diezmada por los colonos. Que hacían partidas de caza para matar hombres y capturar y vender como esclavos a mujeres y niños. El antropólogo alemán Mark Münzel captó la atención mundial con su informe Genocidio en Paraguay (1973), publicado por Iwgia, organización danesa, pero el entonces presidente Alfredo Stroessner tenía aún aliados internacionales poderosos. Los Aché fueron exterminados y arrojados de sus bosques por la expansión de la ganadería y la agricultura. Esos bosques están hoy casi destruidos. El año pasado, los sobrevivientes de la tribu Aché llevaron al Gobierno de Paraguay a juicio por genocidio. Con el consejo de Baltasar Garzón, la Federación Nacional Aché abrió un caso judicial en Argentina bajo el principio de jurisdicción universal, que permite, si las víctimas no reciben justicia en el suyo, juzgar crímenes de lesa humanidad en otro país. En el relato que sigue, el doctor José Manuel Silvero recrea una de las mil historias vividas por los Aché.

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El sol cubrió con inusitada claridad el inmenso follaje de la zona de San Juan Nepomuceno. El jefe y sus amigos aprovecharon la luz de aquel hermoso día y se internaron sigilosamente en la espesura de la inmensa selva. Caminaron directo hacia la morada de los Aché-guayaki. Allí permanecieron en silencio por unos minutos, alistaron sus armas y comenzaron a disparar a los adultos sin compasión alguna.

Presas de la desesperación, las madres intentaron, en la carrera, cargar con sus pequeños, pero las balas impidieron que fuese así. El lugar se inundó de un manto de muerte con ecos quejumbrosos y alaridos desgarradores. La huida de los Aché fue rápida, aunque varios no pudieron lograrlo.

Al jefe se le iluminaron los ojos y se le dibujó una sonrisa astuta en los labios. Respiraba con dificultad; ver esparcidos en la hojarasca a varios niños de corta edad lo excitaba. Se acercó al «botín» y auscultó con detalles la salud de cada Aché. Se alegró al corroborar que le esperaba una buena venta en la ciudad.

Era costumbre que los cazadores testaran con las botas aquellos cuerpos malogrados para confirmar su defunción. Un Aché estaba tendido con el rostro deformado por los balines de escopeta. Su cuerpo, en posición fetal, cubría a su pequeña niña, cuyo llanto lastimero poco importó a los cazadores. El jefe retiró a la niña como si un de un preciado trofeo se tratase.

Y así, entre gritos amenazadores y pequeños gemidos de aquellos inocentes asustados, el jefe juntó ese día –de lindo sol– cuarenta Aché para la venta. ¿Habrá sido 1940? ¿O tal vez 1950? ¿Quizás 1960? ¿O mejor 1970? Da igual. Durante décadas, la caza de Aché estuvo vigente gracias a una perversa y nefasta legitimación.

En el pueblo, varias familias esperaban expectantes la llegada del jefe. Durante mucho tiempo, varias familias sanjuaninas fueron beneficiadas con el tráfico ilegal de personas. Una práctica muy extendida de aquel entonces era la de tener un o una «guayaki» como mano de obra esclava.

La marcha duró dos días. A empellones caminaban en collera varios niños y unos pocos adultos y adolescentes Aché. El jefe y sus amigos exhibían a los esclavos y esclavas como si de animales se tratase. Con voz potente, convidaban a las familias a revisar el «producto», y, al mismo tiempo, dejaban en claro el precio módico en billetes o, en todo caso, la posibilidad de cambiar directamente un Aché por una vaca o una yegua.

Una familia de Tava’i entregó al jefe una vaca a cambio de Chakoachugi. Ella, supuestamente, fue «reconocida» como hija. Lo cierto es que la compraron para realizar todos los trabajos de la casa. Nunca, durante todo el tiempo que fue esclavizada, recibió nada a cambio, ni siquiera un calzado ni ropa decente. La familia no perdía ni una sola ocasión para recordarle a Chakoachugi que ella era «guayaki» y que el trueque por la vaca se había concretado para que ella sirviera a la familia. Cuando el ama falleció, sus hijos expulsaron a Chakoachugi de la casa donde había servido durante años a cambio de maltratos y abusos.

En Enramadita, un vecino ofreció un caballo a cambio de un Aché. El jefe accedió con gusto y dejó a uno de los niños en «buenas manos». Así, fue «ubicando» el botín en Enramada, San Carlos, Tapÿi Kue y San Juan Nepomuceno. Al culminar la faena, repartió entre sus compinches una parte de lo que había recaudado. Entregó a varios de ellos una vaca lechera, y a uno de ellos un Aché y un caballo. Satisfecho por su logro y ante la demanda de esclavos, rápidamente organizó más incursiones.

Pero el jefe no estaba solo en la caza de Aché. Un grupo de vecinos aupados por la impunidad reinante y la prosperidad del «negocio» había decidido pelear por una tajada del botín.

Muy pronto, el vecino del jefe, amparado por la oscuridad de la noche, llegó hasta un grupo de Aché. Los adultos corrieron apresuradamente, dejando a sus mujeres y niños en manos de los cazadores. Una de las abuelas Aché recriminó duramente al grupo de forajidos. El vecino del jefe no podía permitir que nadie le impusiera orden, y menos una «guayaki». Enfocó su potente linterna marca Eveready y, sin dudar, cuchillo en mano, degolló a la anciana ante la atenta mirada de unas pocas mujeres tendidas con sus niños en brazos.

La competencia del jefe no quería ser menos. Esperó a que regresaran algunos de los jóvenes Aché. Quería completar veinte esclavos y diez esclavas. Pero los jóvenes regresaron nada más al clarear el día. Divisaron a la abuela degollada y se abalanzaron sobre el vecino del jefe. Uno de los Aché tensó su arcó y soltó su flecha directo al corazón del vecino del jefe. Los Apá (paraguayos) huyeron temerosos ante la reacción de los jóvenes, pero juraron vengar la muerte del patrón.

Mientras esto ocurría, el jefe no perdía su tiempo y seguía encadenando seres humanos inocentes. De todos los rincones de la zona le llegaban pedidos de niños Aché. El negocio era creciente, y la justicia, cómplice. Los indígenas eran percibidos como animales, y como animales debían perecer. El «progreso» debía llegar a la zona y para ello correspondía que fueran domesticados… Cuentan que algunas noches, cuando la atmósfera pesa más de lo habitual, todavía se puede oír en las calles de San Juan Nepomuceno el eco de aquellos latigazos crujiendo en la piel de los Aché. Dicen que todavía es posible percibir un lejano lamento que viene de aquella tierra regada con sangre de cientos y cientos de Aché.

Dicen que esas voces callarán cuando la justicia sea justa, y la memoria, honrada. Mientras los textos escolares prefieran contar sufrimientos de esclavos de la época de los lejanos faraones, postergando la desdicha de nuestros esclavizados Aché a fuerza de un silencio indigno, esos actos de inconmensurable crueldad seguirán presentes como recuerdo de una época en que la estampa de la muerte y la indignidad encontraron refugio en la desvergüenza y la innombrable crueldad.

jmsilverouna@gmail.com

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