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Un libro de bolsillo, Antología poética, con edición y prólogo de Andrés Trapiello, que compré en un negocio donde se venden libros usados y baratos, ha dado pie para algunas formulaciones sobre Miguel de Unamuno y Jugo, nacido en Bilbao, en 1864. Ay, Unamuno; esto de encarar a Dios, de buscarle en los endecasílabos de un soneto, sabiendo que no hay que bajar la guardia, que se debe estar alerta para que la sonoridad no deje de poblar los versos, es a veces grave cosa. Y tú lo supiste mejor que nadie, porque buscabas la verdad y la belleza, y perseguías a Dios, aunque los críticos te salían al paso con sus dientes venenosos para tragar la fruta blanca de tu alma. Has escrito:
"Dicen que Dios creó a los poetas".
Así lo declaras, lo juras tú también, en estos versos:
"Pues que soy, Padre, tu imagen y a tu semejanza he visto
que es buena esa pura obrilla que de mi pecho ha salido.
En la frontera del cielo y de mi patria la he escrito;
canta mi pluma metálica entre risas y gemidos.
Y al ser buena te la vuelvo por ser tuya, Señor mío,
Creador de los poetas, Poeta del Infinito".
Cierto es que Dios se instala en la duda de los poetas, y ellos, con su metafísica, con su agnosticismo a cuestas, no hacen más que sangrar por los papeles viejos, los pobres papeles de su poesía. Además ocurre, suele ocurrir, que el rostro del Creador se les esconde a los vates en los momentos de angustia, la angustia misma que los lleva a pensar cómo elaborar mejor el mundo, el difícil mundo, a través de las palabras.
Pero también el Creador se muestra a los poetas. Que conste.
Unamuno buscaba la verdad. Y buscando la verdad, volvía el rostro hacia su conciencia. Una conciencia situada en el centro exacto del eje divino.
Dios tomaba ante él, a veces, la forma del silencio.
Dios se escudaba en su solo nombre, cuando él lo repetía, insistente, afanosamente, en sus versos.
Dios se le aparecía lejano, imposible, pero terco, parco, insomne, Unamuno iba a Él, en busca de Él, diez, cien veces.
Cuántas palabras tristes y cuántas palabras hermosas, a la vez, que dan cuenta de su fe en Dios, hablan por sus libros.
La poesía de Unamuno es una poesía difícil, desde su elaboración hasta la pretensión suya de esclarecer la intención de la divinidad que tanto lo hacía pensar, cavilar.
No sé cuántos poetas lo leen hoy por hoy.
Convengamos que, debido a la estructura en extremo complicada de sus sonetos y las palabras del Verbo que adaptaba a cada interrogante suyo, Unamuno era un autor para ser leído solamente por los poetas de su época.
O por los teósofos.
Resolver la idea de Dios (¡qué gran empresa!) era la espina en el arte de nuestro gran poeta español.
LA CORRIENTE DE LA FE
La vida, llevada por la corriente de la fe, es más fácil de ser vivida y cantada. Fray Luis de León y San Juan de la Cruz lo sabían.
Hay un Unamuno muy humano, sin embargo, en muchos de sus poemas, pues quién, ser espiritual como él, no se ha preguntado sobre el acontecer del firmamento que parece guardar los secretos de un jardín hermoso para los niños, y que se revela como un vacío infinito para los adultos, curados ya de dolor y de descreimiento.
Para el autor, Cristo era tierra, la tierra de su España amada.
Un reiterado sentimiento místico, donde la duda es el eje de la mayoría de sus sonetos, nos hacen ver a un Unamuno que se plantea y replantea el lado trágico de la vida. Todo es motivo de escritura para este orfebre de la palabra. Él mismo, su conciencia, es la masa, la argamasa de muchos de sus versos.
Emergió como una de las figuras capitales de la poesía española junto con Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado.
Habría de morir en silencio.
Dentro de su habitación cerrada, bajo los efectos del brasero encendido, se quedó dormido sobre su mesa de trabajo. Y ocurrió que se quedó dormido el 31 de diciembre de 1936.
Sólo dormido. Porque su poesía permanece siempre.
Miguel de Unamuno, luego de cursar el bachillerato en Bilbao, partió para Madrid con la finalidad de estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras. Obtuvo el doctorado. Vivía, como pensador que era, momentos de crisis personal que agudizaban sus cavilaciones y preocupaciones de carácter religioso.
Obras poéticas: Poesías, Rosario de sonetos líricos, El Cristo de Velázquez, Visiones y andanzas españolas, Rimas de dentro, Teresa, De Fuerteventura a París, Cancionero. El maestro ha escrito también numerosos ensayos, entre los cuales se citan: Vida de Don Quijote y Sancho, Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, La agonía del cristianismo. Sus novelas son Niebla; Abel Sánchez; San Manuel Bueno, mártir; La tía Tula.
LA ORACIÓN DEL ATEO
Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
y en tu nada recoge estas mis quejas,
Tú que a los pobres hombres nunca dejas
sin consuelo de engaño.
No resistes a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.
Cuando Tú de mi mente más te alejas,
más recuerdo las plácidas consejas,
con que mi alma endulzóme noches tristes.
¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande
que no eres sino Idea; es muy angosta
la realidad por mucho que se expande
para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si Tú existieras
existiría yo también de veras.
Miguel de Unamuno
"Dicen que Dios creó a los poetas".
Así lo declaras, lo juras tú también, en estos versos:
"Pues que soy, Padre, tu imagen y a tu semejanza he visto
que es buena esa pura obrilla que de mi pecho ha salido.
En la frontera del cielo y de mi patria la he escrito;
canta mi pluma metálica entre risas y gemidos.
Y al ser buena te la vuelvo por ser tuya, Señor mío,
Creador de los poetas, Poeta del Infinito".
Cierto es que Dios se instala en la duda de los poetas, y ellos, con su metafísica, con su agnosticismo a cuestas, no hacen más que sangrar por los papeles viejos, los pobres papeles de su poesía. Además ocurre, suele ocurrir, que el rostro del Creador se les esconde a los vates en los momentos de angustia, la angustia misma que los lleva a pensar cómo elaborar mejor el mundo, el difícil mundo, a través de las palabras.
Pero también el Creador se muestra a los poetas. Que conste.
Unamuno buscaba la verdad. Y buscando la verdad, volvía el rostro hacia su conciencia. Una conciencia situada en el centro exacto del eje divino.
Dios tomaba ante él, a veces, la forma del silencio.
Dios se escudaba en su solo nombre, cuando él lo repetía, insistente, afanosamente, en sus versos.
Dios se le aparecía lejano, imposible, pero terco, parco, insomne, Unamuno iba a Él, en busca de Él, diez, cien veces.
Cuántas palabras tristes y cuántas palabras hermosas, a la vez, que dan cuenta de su fe en Dios, hablan por sus libros.
La poesía de Unamuno es una poesía difícil, desde su elaboración hasta la pretensión suya de esclarecer la intención de la divinidad que tanto lo hacía pensar, cavilar.
No sé cuántos poetas lo leen hoy por hoy.
Convengamos que, debido a la estructura en extremo complicada de sus sonetos y las palabras del Verbo que adaptaba a cada interrogante suyo, Unamuno era un autor para ser leído solamente por los poetas de su época.
O por los teósofos.
Resolver la idea de Dios (¡qué gran empresa!) era la espina en el arte de nuestro gran poeta español.
LA CORRIENTE DE LA FE
La vida, llevada por la corriente de la fe, es más fácil de ser vivida y cantada. Fray Luis de León y San Juan de la Cruz lo sabían.
Hay un Unamuno muy humano, sin embargo, en muchos de sus poemas, pues quién, ser espiritual como él, no se ha preguntado sobre el acontecer del firmamento que parece guardar los secretos de un jardín hermoso para los niños, y que se revela como un vacío infinito para los adultos, curados ya de dolor y de descreimiento.
Para el autor, Cristo era tierra, la tierra de su España amada.
Un reiterado sentimiento místico, donde la duda es el eje de la mayoría de sus sonetos, nos hacen ver a un Unamuno que se plantea y replantea el lado trágico de la vida. Todo es motivo de escritura para este orfebre de la palabra. Él mismo, su conciencia, es la masa, la argamasa de muchos de sus versos.
Emergió como una de las figuras capitales de la poesía española junto con Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado.
Habría de morir en silencio.
Dentro de su habitación cerrada, bajo los efectos del brasero encendido, se quedó dormido sobre su mesa de trabajo. Y ocurrió que se quedó dormido el 31 de diciembre de 1936.
Sólo dormido. Porque su poesía permanece siempre.
Miguel de Unamuno, luego de cursar el bachillerato en Bilbao, partió para Madrid con la finalidad de estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras. Obtuvo el doctorado. Vivía, como pensador que era, momentos de crisis personal que agudizaban sus cavilaciones y preocupaciones de carácter religioso.
Obras poéticas: Poesías, Rosario de sonetos líricos, El Cristo de Velázquez, Visiones y andanzas españolas, Rimas de dentro, Teresa, De Fuerteventura a París, Cancionero. El maestro ha escrito también numerosos ensayos, entre los cuales se citan: Vida de Don Quijote y Sancho, Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, La agonía del cristianismo. Sus novelas son Niebla; Abel Sánchez; San Manuel Bueno, mártir; La tía Tula.
LA ORACIÓN DEL ATEO
Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
y en tu nada recoge estas mis quejas,
Tú que a los pobres hombres nunca dejas
sin consuelo de engaño.
No resistes a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.
Cuando Tú de mi mente más te alejas,
más recuerdo las plácidas consejas,
con que mi alma endulzóme noches tristes.
¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande
que no eres sino Idea; es muy angosta
la realidad por mucho que se expande
para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si Tú existieras
existiría yo también de veras.
Miguel de Unamuno