La hoguera de las vanidades desencantadas

Padre del Nuevo Periodismo y agudo e implacable intérprete de la sociedad actual, Tom Wolfe (Virginia, 1931- Nueva York, 2018) acaba de morir el pasado martes 15 de mayo, a los 87 años, después de crear escuela y escándalo con sus artículos y novelas. Sobre él escribe hoy Alfredo Grieco desde Montevideo, Uruguay, en exclusiva para los lectores del Suplemento Cultural.

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Siempre más que barroco y churrigueresco en la forma, el lenguaje y las maneras, nunca menos que conservador en el fondo, la filiación artística y las afiliaciones políticas. Defensor de la presencia de Estados Unidos en Vietnam, desconfiado de la supuesta espontaneidad y el desabrido lirismo hippies, defensor del Estado de Israel, enemigo del terrorismo en cualquiera de sus formas, habría sido de los primeros en felicitar al Paraguay por ser de los primerísimos países en abrir su embajada en Jerusalén, ciudad santa de tres religiones monoteístas. Inmaculado en su traje y chaleco de lino blanco y virginiano, con medias bicolores y polainas sudistas donde fuera que lo llevara su oficio de cronista impertérrito pero facundo. Irreverente con las vanidades caducas del Wall Street de los yuppies y la especulación financiera en la era Reagan –que dio título a su novela La hoguera de las vanidades (1989) que dio lugar a un vanidoso, fútil film de Brian de Palma–. Sádico con el boom e-conómico de Clinton y con la sociedad post-racial de Obama. Así fue en vida Tom Wolfe, el autor que más hizo por violar las fronteras porosas de la literatura y el periodismo, y uno de los más involuntarios pero poderosos responsables de que en América Latina la crónica se haya convertido en género de culto y salvoconducto pop para requisas diurnas de todas las torres de marfil y allanamientos nocturnos de todas las chacaritas de la cultura.

El más evidente mérito de Wolfe fue escribir con una prosa tan grande como Estados Unidos y proponer a las élites literarias que ese, el país más poderoso de la tierra, y no otro, era el mejor y mayor tema que tenían por delante y que encontrarían nunca. En sus lofts y en sus universidades, los escritores, a juicio de Wolfe, estaban fijados en acciones pequeñas y mezquinas, las ilusiones perdidas de las personas de su clase, cuando en realidad tenían por delante las grandes esperanzas y las meganarrativas de los habitantes del subcontinente americano.

El mejor periodismo de Wolfe fue un ejercicio de admiración y no de crítica. Un ejercicio de culto a los héroes: Elegidos para la gloria (1979), sobre los pilotos que fueron los primeros astronautas estadounidenses. Para el hombre vestido de blanco shocking, estos eran verdaderos norteamericanos. No burócratas que malgastaban el dinero de los contribuyentes, ni hippies contraculturales en ego-trips infinitos, sino amigos que ejercitaban sus cuerpos y sus mentes para hacer su trabajo lo mejor posible, sin lloriqueos por el sufrimiento ni jactancias por los logros. Aun en tiempos de queja, autocompasión y narcisismo, decía Wolfe, el heroísmo era posible.

La mejor novela de Wolfe es Todo un hombre (1998). Philip Roth publicó ese mismo año Me casé con un comunista, sobre las angustias domésticas del macarthismo en los años en que la Guerra Fría estaba caliente. Su hit de 1997, Pastoral americano, era sobre la década del 60: la novela como misil metafísico, que clamaba por arrastrar a los personajes ante un tribunal espiritual. También Toni Morrison y Russell Banks publicaron en 1998 abultadas, celebradas novelas sobre la vida pretérita y la vergüenza norteamericanas, del tipo que casi requiere una beca para leerlas: Paradise, sobre una colonia de afroamericanos socialistas utópicos, y Cloudsplitter, sobre John Brown, el militante que tanto contribuyó al desencadenamiento de la Guerra de Secesión. Es posible seguir derramando grandes nombres.

De Jay McInerney a David Foster Wallace o Jonathan Franzen, quienes todavía no habían entrado en el largo otoño de una apartada opulencia grafomaníaca se preocupaban entonces por la cultura norteamericana antes que por la política: una batalla desigual contra la televisión, el cine de Hollywood y un periodismo de talk-shows. Es significativo que la Gran Novela de 1998 que sí se propuso como programa ser la novela de los 90 –sea lo que fuere lo que esto quiera decir– haya concentrado de manera única los ataques de la intelligentsia norteamericana –signifique esto lo que signifique–. Sobre las 742 páginas de Todo un hombre de Tom Wolfe se volcó la Gran Carretilla de Mierda Americana. La acción se desarrolla en el sur. Quiso ser para el estado de Georgia lo que La hoguera de las vanidades (1989), ese toro que avanzaba aplastando las porcelanas más delicadas en el emporio del minimalismo y de la industria «Yo y mi problema», fue para Nueva York. El proyecto no resultó menos ambicioso.

Después de todo, ¿qué hay más norteamericano que Atlanta, capital nacional de un estado del Nuevo Sur pero capital mundial de la Coca-Cola? Y como en tantas novelas del siglo XIX, la trama de Todo un hombre es el resultado del entrecruzamiento de muchas líneas argumentales, que tienen como centro el esplendor y la caída de un magnate. Los mejores novelistas, incluso aquellos que habitualmente no reseñan novedades, salieron a refutar a Wolfe. En 1997, Mailer había publicado El Evangelio según el Hijo, una autobiografía de Jesucristo que resultó una novela absurda, basada en una versión abandonada de la célebre traducción inglesa de la Biblia conocida como King James, como si un monarca rival hubiera irrumpido en el texto y se hubiera robado el oro. Proclamó: «Soy uno de los pocos novelistas en el mundo que pueden reescribir el Nuevo Testamento». Al año siguiente, Mailer dejó de ser el Espíritu Santo para transformarse en el Pantocrátor, el Dios del Juicio Final, y despeñar a Wolfe a la condenación eterna. No estuvo solo: lo acompañaron John Updike –a quien le molesta todo lo que no se parezca a su edición anual de obsesiones heterosexuales–, James Wood –desalentado por quienes se alejan de Austen o Flaubert y se acercan a Zola y a Dreiser–, y muchos otros. La polémica alcanzó tapas de suplementos culturales argentinos. No era la primera vez que Wolfe ofrecía una ocasión. La última edición de La hoguera de las vanidades incluye un manifiesto sobre la novela que la revista Harper’s había publicado en 1989. Fue traducido por El Porteño, y muchos escritores argentinos, invitados a debatir sobre él. Wolfe atacaba allí la experimentación formal (y a Borges). Explicaba cómo dos generaciones de novelistas norteamericanos se habían olvidado de sus lectores gracias a los subsidios de las universidades (donde enseñaban Escritura Creativa). Defendía la investigación, el reportaje, la lectura de libros anteriores a 1950 y del diario de la mañana, el caminar –antes que quedarse en casa para tratar de inventarlo todo, entre dos masturbaciones con la misma fantasía aunque con dos videos distintos–. ¿Qué le reprocharon sus críticos a Todo un hombre? Que prefiriera tipos colectivos elegidos en un catálogo social bien estudiado, y no personajes que trazaran destinos individuales y únicos. Que esa tipología (el capitalista brutal, el atleta negro-como-amenaza-sexual, la divorciada del empresario exitoso, la nueva esposa joven y oportunista, el intendente que no quiere perder votos) fuera reconocible por los lectores. Que favoreciera palabras usuales y corrientes y que procurara reproducir, o conocer, el slang de los diversos grupos o profesiones. En definitiva, que la novela no ejemplificase el realismo artístico sino que fuera periodismo. Por algo el ejército de contradictores eran litterati; en cambio, los periodistas, del Washington Post a la vulgar Newsweek, fueron elogiosos.

alfredogrie@gmail.com

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