La historia de un niño tímido que se hizo hombre de bien y ahora rehabilita a pacientes psicóticos

“Pinta tu aldea y pintarás el mundo”, escribió con acierto el genial escritor ruso León Tolstoi. Pues bien, Ángel Sauá Llanes, en su libro Recuerdos de un niño tímido nos va contando esos inolvidables momentos de su infancia que pasó en su pueblo llamado Arroyos y Esteros. Al ir relatando cómo eran los juegos que los entretenían y animaban a él y a sus amigos, va pintando también una época correspondiente a los años 30, 40 y 50 del sitio donde nació.

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El material literario fue publicado por la editorial Don Bosco.

Se puede sentir, a través de sus palabras, tan elocuentes, ciertamente, una atmósfera llena de vida, de paz, de relaciones afectuosas y de pesares.

Un detalle por demás simpático da cuenta de su enamoramiento de su maestra.

Escribe así el autor: “Una vez se presentó acompañada de su novio. Estaban todos conversando animadamente en la sala cuando, de repente, aparecí yo en medio de ellos con un revólver en la mano. ‘Apártese de mi novia’ ordené perentoriamente al sorprendido acompañante de la maestra”.

Una experiencia fuerte de su niñez, como la dolencia de su hermano Amín Agustín, quien cayó en un estado límite, como consecuencia de una grave enfermedad gastrointestinal, hizo que emergiera en su conciencia la primera relación psicológica y existencial con la medicina.

El psicoanálisis le fue dando las luces necesarias para comprenderse a sí mismo, para entender a aquel niño tímido, hijo de un musulmán, un hombre que no tuvo quizás la suficiente sabiduría para entrever la lucha espiritual que se iba gestando en su interior. Y hablando de lucha, cuán grande fue su afán cuando, guiado por una la necesidad de redimir a su padre, Manuel Sauá, nacido en Siria, en el pueblo de Messiaf, el 1 de abril de 1887, abrazó el sacerdocio. Por cierto, llegó a ser sacerdote pero luego colgó la sotana. Como militante de la Acción Católica y estudiante de Medicina, sirvió al prójimo, a los enfermos de las familias pobres de Barrio Obrero. Al estallar la guerra civil del 47, llevó alivio con su objetivo apostólico a los innumerables detenidos políticos y comunes, hacinados en condiciones inhumanas en las celdas de la cárcel pública, entonces ubicada en los bajos de la Catedral.

Una mujer muy importante en su existencia fue María Felicia Guggiari, conocida como “Chiquitunga”, también militante de la Acción Católica. A ella le unió no solamente una amistad, sino también una mutua atracción. El amor de ambos fue hermoso pero imposible, pues Ángel Sauá Llanes sentía un fuerte llamado de la vocación sacerdotal. En el libro Mi padre y yo, del mismo autor, puede leerse lo siguiente: “Un día revelé a Chiquitunga tal secreto.

Lo escuchó con atención, lo comprendió, lo aceptó con admiración y me prometió que lo conservaría solo para ella y que haría todo lo posible por ayudarme a realizar tan sublime deseo. ‘Estaré a su lado día y noche, rezando y ofreciendo mi vida para que Ud. pueda ser, si Dios lo quiere, un santo sacerdote’, me decía, y ‘si no podremos unirnos aquí en la tierra, nos uniremos un día en el cielo, al fin de los tiempos’”.

El juego del trompo, las historias de cowboy y bandidos formaban parte de la diversión diaria de Ángel.

La casa parroquial era el sitio donde él y sus compinches escuchaban historias y cuentos infantiles narrados con fantasía y poder de sugestión por los sacerdotes de la congregación salesiana. En ese sitio, cuenta que aprendió a jugar a las damas. Fue monaguillo en las misas. Escribe así: “Aprendíamos como loritos las respuestas en latín, sin entender un pito su significado. En el acto de contricción, cuando golpeábamos una y otra vez nuestro pecho repitiendo el ‘mea culpa, mea culpa, mea culpa’, pensábamos haber cometido quien sabe qué grave pecado incomprensible a nuestra conciencia infantil”.

Ángel Sauá Llanes es un gran observador de la conducta humana. En el libro “observa” el pasado, usando un lenguaje fluido, sencillo y pintador de la realidad de un pueblo que ha contado con personajes legendarios como José-tavy, Cachi-cuí, Daniel-tavy. Con especial interés recuerda a “El Lenin Arroyense”, que trabajaba como marinero en el vapor Tesorito.

El vapor viajaba en lejana época de Arroyos y Esteros a Asunción. Este personaje había aprendido las primeras nociones del comunismo en el Sindicato de Marineros de la capital. Sus ideas no caían bien en el pueblo, si bien él decía soñar con un futuro más humano y más justo. Nunca se supo qué pasó con “El Lenin Arroyense” en la guerra civil del 47. Cuenta Sauá que había muerto víctima de un mal incurable. ¿Cuál es el pueblo que no ha tenido y tiene personajes de leyenda?, me pregunto y pregunto a los lectores.

Arroyos y Esteros, bajo la pluma jugosa del autor, se nos revela como un sitio donde vivía y trabajaba una numerosa “Colonia Árabe”. Siendo él hijo de un turco, era víctima de cierta marginación. Varios de esos turcos trabajaban en el pueblo como comerciantes. Después de vender baratijas por las calles de Asunción, habían llegado a Arroyos y Esteros, con sus ahorros, para abrir sus negocios. Esos negocios eran pequeños supermercados domésticos donde se vendía de todo: comestibles, tejidos, mercería, ferretería, zapatería. Los arroyenses los llamaban humorísticamente tiendas “aquí hay lo que no hay”.

Ángel Sauá Llanes es especializado en Psiquiatría en la Universidad de Madrid y en la Universidad Católica de Roma. Obtuvo un doctorado en Medicina en la Universidad la Sapienza de Roma en 1978. Ha publicado diversos trabajos referentes a su especialidad en Psiquiatría, como Comunitá Terapéutica e Schizofrenia; La dipendenza da psicoterapia; Comunitá Terapeutica per Psicotici: esperienza metodologia casistica, risultati; Sigmund Freud y la paranoia.

El autor del libro agradece cualquier comentario: asllanes@tiscali.it

POESÍA PARAGUAYA

Tiempo de amor y soledad

Y he estado nueve noches bajo el abierto cielo,
arañando la tierra, para calmar la sangre,
y adelgazando el grito de mi voz encerrada;
mientras el viento amargo se llevó brizna a brizna
este perfil de sombras de mi cuerpo en tinieblas.
Y luego te he entregado, noche mía, la sangre.

La sangre. Sí: la sangre. La sangre que solloza
por túneles azules su vida equivocada;
la sangre, que no quiere desintegrar su grito,
porque es el fundamento de la Flor y del Canto.

Y luego di mi frente. Tras su mármol tranquilo
vivió el furor del sueño su tormenta diaria,
sin que una sola arruga marcara su oleaje;
ni el pensamiento puro lo anegara en su sombra
al horadar mis sienes su vertical tortura.

Y ahora, son los ojos: los taciturnos ojos,
donde guardaba el alba sus pétalos de estrellas;
los ojos de agua clara, donde iban las gacelas
a buscar mansedumbre para su sed de fuga.

Y también va la piedra, ya muda, de los labios:
los labios ya besados por muertes numerosas.
Y los pies marineros, llagados de caminos;
el corazón ausente y el pecho amanecido.

¿Después? -Después, la mano: la calcinada mano,
marcada en su pecado con un buril de fuego;
la mano que no quiso pagar su duro crimen
de haber asido un sueño con sus garfios de carne.
¿La visteis algún día flotar sobre las cosas,
-pájaro alucinado, que aprisiona en su pico
luciérnagas azules que mueren de su fuego?
Después de nueve noches, sus lirios fatigados
-sin memoria y sin nombre- se volvieron recuerdo.

Todo se te reintegra: noche profunda y alta.
La tremenda parábola ya no se apoya en Ti;
y aquel temblor de siglos que me entregaste un día,
aquietó, al fin, por siglos también, su inenarrable,
desesperada angustia de ser humanidad.

Un día, desde el fondo caliente de la tierra
-seno eterno de Madre, que pare su cosecha
con una indiferencia de sexo apaciguado-
saldrá el rosario triste de mis huesos dolidos,
libres ya del espanto de su cárcel de vida.

Y nunca más la dulce canción que dio belleza
al peregrino tránsito por la prisión de piedra;
nunca más el lamento secreto de la flauta
encenderá en la tarde su rústico llamado.

Pero será otra vida. Sí: otra vida. Distinta.
Despojada del largo castigo del recuerdo.
Un árbol o una piedra: algo que mire al Tiempo,
mudo y sordo y sin ojos, por una Eternidad.

Hérib Campos Cervera

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