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Los portugueses llegaron con cierto retraso al descubrimiento de las nuevas tierras descubiertas al oeste. Pero esto no fue obstáculo para que buscaran, por todos los medios, recuperar el tiempo perdido. Así, se lanzaron a una política muy agresiva de conquista a través de la cual estuvieron muy cerca de llegar hasta el Pacífico.
En los siglos XVII y XVIII el mapa de América no estaba conformado como lo conocemos hoy día. Los países no existían y las fronteras entre los virreinatos no eran muy claras. Lo que sí era constantemente motivo de conflictos era el trazado de los límites de los territorios pertenecientes a la corona de Portugal y a la corona de España.
Uno de los motivos de constantes fricciones fue la ocupación por parte de Portugal de la Colonia del Sacramento (conocida hoy simplemente como Colonia, Uruguay), lo que le permitía controlar en cierta manera la entrada al Río de la Plata y favorecer el contrabando de los ingleses al Virreinato de Buenos Aires. En 1750, la corona española logró un acuerdo con Portugal mediante el cual España le cedía tierras en la Amazonia y en el sur y éste se comprometía a abandonar sus ocupaciones sobre el Río de la Plata y retirarse más al norte. El acuerdo se firmó el 16 de enero de 1750 y se suponía que de este modo se le daba un final feliz a uno de los conflictos más agudos que conoció el continente en aquel siglo. De acuerdo a este tratado, España se comprometía a entregar a Portugal unos 500.000 kilómetros cuadrados de territorio (un poco más que la extensión actual de Paraguay). Pero no iba a ser la cantidad de tierra entregada el origen de los problemas futuros, sino que en la región en disputa se encontraban siete pueblos muy prósperos, de los treinta y tres que habían sido fundados por los jesuitas, y sus habitantes, que habían ocupado ese lugar durante más de ciento treinta años, no se mostraban dispuestos a abandonarlos. El conflicto, que en las cortes de España y Portugal parecía haber encontrado una solución tan fácil y feliz, iba a desembocar en una cruenta guerra que duró alrededor de cuatro años y en la que murieron centenares de indígenas guaraníes; los que sobrevivieron tuvieron que ser relocalizados, no sin antes dejar oír sus quejas.
Un cronista anónimo de la época dejó constancia de ello y afirma que poco después de haberse firmado ese tratado «se supo luego en las Cortes de Lisboa y de Madrid que los padres jesuitas, muchos años hacía, se habían hecho tan poderosos en la América española y portuguesa que sería preciso romper con ellos una guerra para que el referido tratado tuviera su debida ejecución». (1) Y más adelante agrega: «La verdad de aquellos hechos tan escandalosos no han bastado para que los mismos padres lo procurasen encubrir a los monarcas, sugiriendo en las dos Cortes las semillas capaces de alterar la buena armonía que tan felizmente existe entre las dos coronas». (2)
El relato sigue: «Pero prevaleciendo ante todo la religiosidad y la buena fe de los soberanos, llegando sus armadas a los lugares de las demarcaciones, se descubrió luego (con harto asombro) tanto del lado de los ríos (Paraguay y Uruguay) como del lado del monte o de los ríos (Negro y de la Madera) lo mismo que los reverendos padres procuraban encubrir a los [no se entiende] del mando». (3)
En esa extensa región que hoy ha quedado desmembrada entre el norte de Uruguay, norte de Argentina, sur de Brasil y en Paraguay ocupaba el sur y seguía por el Paraná hasta donde se encontraban los saltos del Guairá, los jesuitas habían fundado unos treinta pueblos, además de crear varias estancias como un medio de proveerse de alimentos. Aquel territorio, llamado Paracuaria, muchas veces fue bautizado como «República de Paracuaria», «República de los jesuitas», aunque en verdad nunca ese territorio funcionó como tal. Su sistema de gobierno no era republicano, tampoco era democrático aunque cada pueblo tenía sus autoridades religiosas y civiles, además de un cabildo. Aquello había sido el resultado de un acuerdo con los reyes de España a comienzos del siglo XVI, cuando iban dándose cuenta de que los territorios descubiertos eran mucho más grandes de lo que se podían imaginar, y la población indígena, muy numerosa. A cambio de asumir la responsabilidad de cristianizar a los indígenas, el rey les otorgó ese enorme territorio donde podían aplicar sus ideas no solo evangelizadoras, sino también económicas, sociales, políticas y estéticas. En realidad, una experiencia única, sin antecedentes en el mundo occidental, aunque tampoco tuvo continuación.
Los demarcadores de las nuevas fronteras no entendieron que el trabajo que tenían por delante no iba a ser fácil ni que los indígenas, tan arraigados en aquellos pueblos, estaban dispuestos a resistir para no abandonarlos. Ignoraban, además, que aquellos hombres, aparentemente tan pacíficos y piadosos, gobernados por los sacerdotes jesuitas, eran capaces de montar un ejército, ya que en las Reducciones no solo habían aprendido diferentes oficios, sino que también habían sido entrenados para empuñar las armas y llevar adelante una guerra. Era necesario, pues, comenzar una campaña de desprestigio de esos pueblos para justificar la intervención de los ejércitos de España y Portugal.
Notas
(1) Leg. 1406, 48. Archivo de España de la Compañía de Jesús en Alcalá de Henares.
(2) Ibdm.
(3) Ibdm.
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