La extraña

Venía una vez por semana. Nadie hubiera dicho que era algo más que un ángel, una sucesora de Florence Nightingale que hacía el favor de acudir a domicilio.

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Ella aparecía a la hora estipulada, dueña absoluta de su papel. Lo desempeñaba a full. La sonrisa no abandonaba su cara regordeta, sus manos impecables alzaban el vaso de whisky ofrecido como si el brindis fuera en su honor —y lo era—. Acomodaba su gordo traste en la silla y se disponía a la charla sin apuro, como si no tuviera otra obligación en la vida. Sus hospitalarios pacientes escuchaban absortos, fascinados, los chismes que la retacona difundía como si fuera la CNN. Era una artista. Repetía las historias privadas rodeándolas de un halo de misterio.

Nada de nombres, secreto profesional. Todo muy confidencial. Solo a ustedes se los cuento porque sé lo discretos que son. El mánager del Hotel Savoy sabe que soy de confianza, por eso si algún cliente necesita una discreta inyección para mejorar su desempeño en la aventura de fin de semana, me llama. Es un trabajo confidencial, incluso de riesgo. Más de una vez, al día siguiente me enteré por el diario que un conocido empresario había fallecido en su cuarto de hotel durante un viaje de negocios, repentinamente.

Ella lo contaba tan fresca, porque no se sentía en absoluto responsable del deceso. Ni se le pasaba por su adiposo cerebro que su inyección podía ser considerada arma de un crimen ni que se había hecho cómplice de por lo menos dos personas más —el rufián del gerente nocturno y la clandestina pareja del muerto—.

Yo la escuchaba de lejos —una ventaja de los departamentos, donde nada es secreto—.

Desparramaba sus dosis de sucio misterio, sacudía por unos minutos la aburrida rutina de la soledad, tragaba el último bocado de tarta, se tomaba el último trago de su whisky, cobraba lo que se le antojaba por su visita domiciliaría. ¿A quién se iban a quejar esos pobres viejos?
La ambigua figura regordeta, con sus pantalones masculinos y su camisa estricta, partía sacudiendo los zapatos chatos, abotinados, con destino a otra víctima potencial, a otro condenado que le pagaría por su revoloteo de buitre.

Nadie sospecharía que cada tanto, para despuntar el vicio, se quedaría escondida para presenciar el resultado de sus manejos ocultos. Si la ocasión era propicia, a veces el tiempo le daba para llevarse de recuerdo el anillo de un difunto.

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