La expulsión de los jesuitas de Asunción 240 años después

Eran las cuatro de la mañana de un 30 de julio de 1767, vísperas de San Ignacio, cuando el gobernador Carlos Morphy golpea la puerta del colegio de los jesuitas. No era su intención confesarse ni pedir consejo, sino llevar a cabo la orden que había recibido desde Buenos Aires el 26 de julio pasado. Tenía que poner en práctica el Real Decreto por el cual la Compañía de Jesús, los jesuitas, era expulsada de España, de América y de Filipinas.

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Esta orden implicaba una acción doble: por un lado, detener y expulsar a los mismos jesuitas, y por otro, ocupar las temporalidades que la Compañía tenía.

Cuenta el gobernador que logró introducirse “sin ruido ni estrépito en el Colegio, consigné la reclusión de los padres y les mandé en el mismo acto entregar las llaves de los aposentos, archivos, librerías, común y particulares, las de la iglesia, sacristía, capilla de la congregación, almacenes y despensa”.


En ese mismo momento se enviaron soldados bajo el mando de Salvador Cabañas para que hicieran lo mismo en las estancias de San Lorenzo y Paraguarí.


Todo tenía que hacerse en el máximo secreto y con la necesaria rapidez para que nadie saliese en su defensa ni que los jesuitas pudiesen deshacerse de los documentos que los comprometerían.


De hecho, el Real Decreto vino en un sobre cerrado que sólo el gobernador podría abrir delante del sargento mayor Salvador Cabañas y de Marcos Salinas. Como el primero no estaba en la ciudad, tuvieron que esperarlo a que llegara y recién el sobre pudo ser abierto el 26 de julio a las 6 de la tarde, previo juramento que habrían de guardar secreto.


En los días siguientes la ciudad vivió un clima de zozobra. Asunción era en aquellos momentos una ciudad pequeña o una aldea grande, la población no superaba los cuatro mil habitantes, por lo que tanto hermetismo no podía dejar tranquilo a nadie. Tampoco a los jesuitas. Cuanta uno de ellos, el padre Francisco Javier Iturri, que por todos los medios quisieron saber de qué se trataba el sobre secreto. Sospechaban que ellos podrían ser los destinatarios.


Los jesuitas habían sido expulsados dos veces en ese siglo, durante las revueltas comuneras, por lo que razones para temer nos les faltaba. Además el gobernador Morphy, tan asiduo al colegio dejó de visitarlos esos días, arguyendo cantidad de trabajo.


Desde que los jesuitas regresaron en 1735, después de apagadas las revueltas comuneras, se dedicaron fundamentalmente a tres actividades: educación, misión y los ejercicios espirituales.


Después de abrir las aulas de gramática y filosofía, y a pedido de los mismos asuncenos, la Compañía inauguró las aulas de teología, lo que implicaba la posibilidad de una educación superior.


También se dedicaban a la prédica de la palabra, no sólo en su iglesia sino también en las vecinas, la Encarnación y en San Blas. Esta pastoral se veía acompañada por una constante salida a misionar en las capillas rurales.


Una tercera actividad llevada a cabo por los jesuitas era la de los Ejercicios Espirituales. Año tras año más de 300 personas, clérigos y laicos, varones y mujeres, libres y esclavos, participaban de los 8 días de ejercicios. Según las cartas anuas enviadas por el rector del colegio, los frutos eran múltiples.


Del colegio también dependían dos misiones indígenas: una al norte, Belén, con el pueblo mbayá, y otra al sur, con los abipones, Nuestra Señora del Rosario de Timbó.


Como podemos ver, el colegio no pasaba desapercibido por la vida asuncena. Además, si tomamos en cuenta que poseía cuatro estancias, tampoco económicamente estaban al margen de la vida económica provincial.


La estancia de Paraguarí era la más importante y ocupaba una buena cantidad de hectáreas. Estaba dedicada fundamentalmente a la cría de ganado, pero también se desarrollaban actividades agrícolas como la de la caña de azúcar. La población que vivía en la estancia era esclava. Como Paraguarí quedaba alejado de Asunción, la estancia de San Lorenzo era la que hacía de puente. Es decir, el ganado se llevaba de Paraguarí a San Lorenzo y de ahí al colegio en Asunción.


Recordemos que los jesuitas tenían que sostener no sólo el colegio sino a la población esclava que entre los que vivían en sus estancias y en la ranchería del colegio llegaba a sumar alrededor de 1.000 esclavos. Cierto es que cada familia esclava tenía su chacra y algunas llegaban a tener un plus que le permitía incluso comprar telas en Buenos Aires.


Pero ese 30 de julio de 1767 representó un cambio, no sólo para los jesuitas sino también para esos esclavos.


Los jesuitas fueron alojados en el convento de la Merced hasta que se preparase el barco que los condujera a Buenos Aires, y de ahí a Europa. Los esclavos fueron vendidos en menos de cinco años, y las estancias administradas por Salvador Cabañas.

Comenta el jesuita Iturri que “algunos y algunas personas principales, y muchísima gente ordinaria prorrumpían en expresiones que indicaban bien el fondo de su aflicción y amor que profesaban a los jesuitas. Unos decían: ‘ya no me confesaré jamás, pues faltan los jesuitas’”. También los religiosos sentían la pérdida y el mismo Iturri cita al prior de Santo Domingo preguntándose: “¿Qué harán con nosotros, si así son tratados estos religiosos tan ejemplares?”. Hasta los mismos indígenas payaguás lamentaban la expulsión.

No sabemos a ciencia cierta cuál fue el lamento general de la ciudad, pero sí es seguro que muchos sintieron la pérdida.


De los esclavos sabemos que un grupo se amotinó y se escapó al monte. El grupo estaba liderado por tres músicos, un violinista, un arpero y un ejecutante de la chirimía. Finalmente los pudieron atrapar y un total de 80 esclavos fueron enviados a Buenos Aires: los adultos asegurados con doce pares de grillos acollarados de dos en dos.


Los bienes de los jesuitas fueron rematados en almonedas públicas, a un precio muchas veces menor que el real. De esta manera, instrumentos musicales, muebles, remedios de la botica, e incluso alhajas de las iglesias cambiaron de amo. Los esclavos también.


Las estancias pronto fueron arrendadas a miembros de la elite económica asuncena que trajeron a sus propios esclavos para llevar adelante la tarea. Como vemos, la expulsión de los jesuitas no implicó un cambio profundo en la estructura agraria de la región: se continuó con el mismo uso de la tierra y con el mismo tipo de población.


Fueron tantas las continuidades (el colegio pasó a funcionar como Seminario de San Carlos) que la historia del colegio jesuita de Asunción muchas veces pasa desapercibida, incluso para los mismos historiadores. Cuando nos referimos a los jesuitas, nos solemos centrar en las misiones de guaraníes, y dejamos a un lado toda la experiencia originada alrededor del colegio de Asunción.


Aunque sea la expulsión de los jesuitas del colegio de Asunción lo que nos avive la memoria, es importante rescatar más de 150 años de funcionamiento de una institución y una presencia que no sólo se relaciona con la labor educativa, sino fundamentalmente económica y social.

Ignacio Telesca
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