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Tres cuartos de siglo atrás, cuando Paul Valéry murió en 1945, el hombre de letras argentino Jorge Luis Borges podía insistir en la diáfana cualidad de símbolo del más nítido poeta francés. Por obra de la eternidad, y para edificación de nuestros destinos sudamericanos, ya había mutado en sí mismo Valéry. Dejaba atrás una vida intelectual y una labor cultural perdurables. Pero el poeta era ya, para siempre y ante todo, un concepto inoxidable. Perenne, y en consecuencia menos difícil de transmitir por vía de la educación nacional e internacional. Valéry demostraba que la mejor literatura era a la vez producto y prueba de la mayor inteligencia. Al fin de la guerra, la razón ilustrada brillaba otra vez, y triunfaba del asalto del hitlerismo. Con menos inocencia que deliberada pedagogía, la muerte del músico Pierre Boulez en la Francia socialista del siglo XXI, con François Hollande como presidente, lo convierte en símbolo definitivo de lo que ya era: del triunfo de las vanguardias artísticas a través de su adopción como política de Estado en Europa occidental. Una vez más, el valor del arte más difícil quedaba probado a través de su capacidad de ser difundido a masas tan cautivas y renuentes como aptas para ser educadas.
MÚSICA SIN FRONTERAS
Nacida en la segunda posguerra, en los años que seguían a la oportuna muerte del poeta de El cementerio marino, las vanguardias musicales que Pierre Boulez impulsó hasta el punto de convertirse a la vez en indiscutido adalid y jefe de escuela, se caracterizaron a la vez por la creación y adopción de nuevos lenguajes, por un deliberado antihumanismo, de inspiración e invocación matemática como principio constructivo estructurante de la composición, y por la apertura de las formas instrumentales de la música culta a la inclusión extensiva (y aun al uso inclusivo) de la electrónica por un extremo, y del registro y torsión y distorsión de materiales sonoros naturales o urbanos por el otro. Se transgredían o borraban fronteras antes dadas por descontado entre el universo del ruido y el mundo del sonido.
LOS NÚMEROS DE ORO
«Ah, que las estructuras son sabias», decían los nuevos científicos sociales franceses que en las décadas de 1950 y 1960 dejaban atrás humanismos y existencialismos y marxismos historicistas para fundar un estructuralismo de inspiración lingüística y semiológica. En El pensamiento salvaje (1962), el antropólogo Claude Lévi-Strauss defendía el estudio en frío de frías estructuras sociales fijas contra el acalorado entusiasmo utópico por las épocas históricas cambiantes y revolucionarias que el filósofo Jean-Paul Sartre había desplegado, no sin exhibicionismo virtuosístico, en su Crítica de la razón dialéctica (1961): las invariantes merecían ese grado de atención ferviente que se prestaba a las variables, y acaso todo la atención. Ya el historiador Ferdinand Braudel, heredero sin testamento de la llamada Escuela de los Anales, defendía y practicaba la historia de las largas duraciones, frente a la recopilación de miríadas de hechos y de datos cosidos después, a su juicio con ingenio cuando no con capricho, en minuciosas narraciones. La obra de Boulez será el más digno correlato musical del estructuralismo. Nueva valoración de la frialdad y de su valor intelectual y estético frente a toda emoción o expresión individual, a toda pasión política colectiva. Nueva concepción del tiempo y del número y de la extensión de las piezas musicales, del infinito que se esconde en lo más breve y súbito, de las falsas proporciones que escamotean las formas compositivas académicas con dimensiones preasignadas a las partes en el todo.
LA BELLEZA TIENE FORMA DE SERIE
«Ah, que las estructuras son bellas», exclamaba la escuela de novelistas franceses que en las décadas de 1950 y de 1960, asqueados de los crímenes del comunismo soviético –revelados con la más cruel y menos engañosa de las luces tras la muerte de Stalin en 1953 (el mismo año, el mismo día que el músico Serguéi Prokofiev, el de Pedro y el lobo)–, en revuelta contra la guerra de Argelia y el gobierno del general De Gaulle, abandonaban las formas canónicas de la narración, con su trama, su desarrollo de introducción-nudo-desenlace, su omnisciencia autoral, su caracterización psicológica de los personajes, su exploración histórica de mundos presentes, pasados y futuros, para centrarse en el presente del indicativo, para limitarse a las seriadas formas de la vida cotidiana en las sociedades de consumo europeas occidentales, para preferir la descripción desde una conciencia que registra con la absoluta indiferencia y la absoluta prolijidad de una cámara. Si no sabemos a dónde vamos, tampoco sabemos de dónde venimos: tal era el tema del Retrato de un desconocido (1948), de Nathalie Sarraute, una de las novelas de esta escuela llamada de la nueva-novela, y aun de la antinovela. Nada comienza, nada termina, pero al menos todo se repite: el viejo leit-motiv wagneriano reaparece bajo otro nombre, con otras vestiduras. La serie de Boulez es reconocible en sus composiciones: el aprendizaje de la escucha de la música contemporánea, a la que después dedicará su vida el compositor. La fundación en 1995 en las afueras de París de la Ciudad de la Música –mitad conservatorio gigante, mitad monumental sala de conciertos– es el punto más alto en esta misión didáctica de toda una vida.
CREAR ES LIMITARSE
La clave de la estética bouleziana es tan antirromántica como antihumanista. El programa es una serie de limitaciones, elegidas como claves para oponerse a las formas musicales que habían tenido su clímax en el siglo XIX. Es un programa paralelo al de los neonovelistas Alain Robbe-Grillet, Michel Butor, el premio Nobel Claude Simon y aun Marguerite Duras. Es una renuncia a lo novelesco, al pintoresquismo, al localismo que permite fijar la acción en un aquí y un ahora, a la aventura, al exotismo, a la estructura lógica de la peripecia (el esquema, también matemático, de la fuga, donde cada acorde anticipa el que sigue), al personaje identificable: al arte como forma suprema de satisfacer el deseo de evasión. En música, Boulez fue el adalid de la escuela, el que mejor supo convertir los principios en un evangelio portátil. Además de un gran compositor, fue un gran ensayista musical (publicaba en las mismas editoriales que estructuralistas y neonovelistas). Hay que decir que un grado de dificultad mayor implica la obra de Boulez que la de los novelistas. A Robbe-Grillet todas las Alianzas Francesas del mundo lo admiran: usaban sus restricciones sintácticas para enseñar el presente del indicativo. La receta de Robbe-Grillet fue siempre la misma: una novela policial trucada con decorados de cartón-piedra y perspectivas engañosas (callejuelas desiertas, edificios abandonados), con objetos fetiches que se repiten (maniquíes, grabadores). Un eterno juego de espejos, donde un instante sucede a otro casi idéntico. Los desplazamientos minúsculos de la acción ofrecen un desafío a la memoria, que todo lo deforma en un laberinto, donde la última escena parece superponerse a la primera. La serie triunfa.
EL ICONOCLASTA VUELTO ÍCONO
Nunca se casó Pierre Boulez. Todavía en 2015, el crítico Ian Howell escribía que el compositor y director francés escondía tan bien su sexualidad que él había llegado a la conclusión de que no tenía ninguna. No en vano encontró un aliado en el norteamericano John Cage, que visitó París en 1946. La correspondencia entre ambos es un gran libro, publicado en 1995 por Jean-Jacques Nattiez. En 1949, Boulez ayudó a Cage a organizar la performance parisina de Sonatas e Interludios para piano preparado. Según una tradición francesa, fue en un salón femenino. A la anfitriona no le gustaba ver a Cage derramando coñac sobre su piano Bechstein para aflojar la cola de carpintero entre las cuerdas de modo que cada golpe de las teclas diera un sonido más arreglado, o desarreglado. Siempre supo Boulez cultivar disidencia y controversia. En la furia de seguridad nacional que siguió en 2001 al atentado neoyorquino contra las Torres Gemelas, fue arrestado en la ciudad suiza de Basilea porque treinta años antes había proclamado, con la fuerza retórica de los manifiestos –aunque solo con ella– que había hacer volar por los aires todos los teatros de ópera del mundo. En 1966, poniendo en escena, al gusto del maoísmo imperante en algunos barrios parisinos, su noción del artista como trabajador manual, se declaró en huelga, en carta abierta contra el ministro gaullista de Cultura André Malraux, criticándolo por la administración cultural de la música en Francia. El maoísta sesentista podía sin embargo ser también políticamente incorrecto: «Los alemanes trajeron la alta cultura musical a Francia durante la ocupación nazi de París. Como no se podía salir de la ciudad, los fines de semana las salas de concierto siempre estaban llenas. Yo mismo no conseguía entrar a los recitales de mis profesores de piano». En la década de 1970 cooperó con el no menos gaullista presidente Georges Pompidou para establecer el Institut de Récherche et de Coordination Acoustique Musique (el IRCAM, hoy, la sección de música del centro Pompidou), donde staffs permanentes y renovables de músicos trabajan en proyectos sobre todo de índole o materiales y medios electrónicos. Su visión de la música moderna nunca cambió. Defendió siempre al mismo puñado de compositores, desde la década de 1940: Schoenberg, Webern, Debussy, Varèse y Stravinsky. Pero promovió a más y más compositores nuevos cada vez. El camino de toda carne, en el mandarinato intelectual francés. Como Victor Hugo en el siglo XIX, el gran creador revolucionario siempre acaba por componer, en la vejez, como obra favorita, El arte de ser abuelo.
* Desde La Paz, Bolivia