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Créanme, amiguetes, que si piensan que Munich en el siglo XIX era un lugar aburrido y congelado en el tiempo y en el que no sabríamos qué hacer sin google, playstation y netflix, es que no saben cuánto, en materia de vicios, la Vieja Europa le podría enseñar a la Joven América. Ni cuánto, también, y por ello mismo, le podría inculcar sobre el arte suspicaz y delicado de desconfiar del placer.
En Munich, cuyas calles los tranvías eléctricos surcaban por vez primera ese año de 1895, el mismo miércoles 20 de marzo Wilhelm Konrad von Röntgen descubría una radiación electromagnética que atravesaba los cuerpos y que llamó «rayos incógnita» o «rayos X» y tomaba la tétrica radiografía –la primera de la historia– de la mano de su mujer, y nacía el futuro psicólogo criminalista Fredric Wertheimer, que estudió en la universidad de su ciudad natal y en Erlangen, Londres y Würzburg, emigró a Estados Unidos en 1922, cambió su apellido por el de Wertham y se instaló como profesor de la Universidad Johns Hopkins. En 1934, publicó The Brain as an Organ, libro al que le siguió otro en 1941: Dark Legend: A Study in Murder, estudio clínico de un asesino adolescente.
En 1948, participó en el simposio «The Psychopathology of Comic Books» y, entrevistado por Judith Crist en el reportaje «Horror in the Nursey», publicado en marzo en Collier’s, advirtió del peligro de leer cómics.
Y también en 1948 aparecieron dos artículos del Dr. Fredric Wertham, M. D., director del Servicio Psiquiátrico del Hospital General de Queens y de la Clínica Lafargue de Nueva York: «Psychopathology of Comic Books», en el American Journal of Psychotherapy, y «The Comics... Very Funny!», en The Saturday Review of Literature. En este, nuestro amigo muniqués introdujo el concepto científico de la «adicción al cómic», dolencia y estigma del «comic-book addict».
La década de 1950 fue aún mejor para el Dr. Wertham, que ya tenía el respeto de la comunidad científica: poco después de editar Seduction of the Innocent (1954), libro en el que correlacionaba delincuencia juvenil y lectura de cómics, el Senado de Estados Unidos convocó audiencias sobre el efecto de los cómics en el psiquismo de niños y adolescentes como parte de sus medidas contra la delincuencia juvenil.
Al ver el peso que las tesis del doctor Wertham y otros científicos tenían en el gobierno, los editores formaron la Comics Magazine Association y, para prever censuras externas, su propio órgano de censura interna, la Comics Code Authority (CCA), cuyas normas, imposibles de cumplir para EC Comics, dejaron a este sello fuera de juego en agosto de 1957. Gracias a la censura, al Dr. Wertham a la devota y ciega fe en la ciencia y a las bromas del destino, el legendario sello editor de Tales From the Crypt y Weird Science solo pudo conservar Mad Magazine.
En la década de 1970, DC Comics empezó a recuperar temas vetados por la censura dos décadas antes. Si observan la portada de la revista de cómic que ilustra hoy estas páginas, verán el sello de la CCA en la esquina superior derecha: era la garantía que, desde la década de 1950, los editores asociados, para evitar denuncias y represalias legales, ofrecían a las autoridades del gobierno de que los contenidos estaban sometidos a control.
Entre los temas recuperados por DC en los setenta estaba el terror, así que el número 92 de House of Secrets trajo sorpresas: historias como «After I Die» o «Trick or Treat», y la aparición de Swamp Thing, ser brotado de la mente morbosa del guionista Len Wein y del recientemente fallecido «Maestro de lo Macabro», Bernie Wrightson (ver El Suplemento Cultural, 26 de marzo del 2017). La Cosa del Pantano, uno de los grandes engendros de DC, en las siguientes décadas y con los aportes sucesivos de más artistas, como el misántropo escritor británico Alan Moore (Northampton, Reino Unido, 1953), dio pie a los más memorables relatos.
En ese número de House of Secrets que salió a las calles y quioscos en julio de 1971, el nombre «humano» de Swamp Thing era Alex Olsen, científico traicionado y condenado a un destino trágico por los celos de su entorno. Desde entonces, la Cosa del Pantano ha recorrido varias etapas en su casi medio siglo de vida, y los cómics protagonizados por la musgosa aberración han sido prácticamente todos de extraordinaria calidad desde la primera serie de diez números iniciada en 1971. El año pasado, ECC Ediciones lanzó La muerte no descansa, seis episodios de viscosas andanzas de la verde criatura escritos por el creador –junto con Bernie Wrightson– de «Swampy», Len Wein, y dibujada por Kelley Jones. Antes de eso, Moore (más popular por cómics como The League of Extraordinary Gentlemen, Watchmen o V de Vendetta) desarrolló de modo revolucionario las riquezas potenciales de la historia al revelar que Swamp Thing no era en realidad Alec Holland, y que nunca lo había sido. Por ser, aunque ya clásico, un cómic aún no bien conocido en Paraguay, nos privaremos de analizar el giro impreso por Moore en la saga para evitar spoilers; baste decir que introdujo atrevidas ideas filosóficas, políticas y sociales, como es su costumbre, supo explotar con brillo la cultura sureña y las tradiciones de Lousiana y metió de contrabando al exquisito «working class hero» John Constantine, mago de la clase trabajadora (según la leyenda urbana, inspirado en Sting), que pronto reclamó su propia serie, Hellblazer.
La serie recibió aportes de varios otros artistas (Rick Veitch, la escritora de terror Nancy A. Collins, Mark Millar, etcétera). Desde su aparición, «Swampy» ha representado una suerte de espacio que a través de las décadas da ocasión a los creadores de experimentar nuevas y locas ideas.
Hoy hace mucho que el Dr. Wertham, el Hombre que Odiaba los Cómics, desapareció de entre los vivos, y el gran Bernie, «comic-book addict» y potencial delincuente que podría haber sido paciente suyo, nos ha dejado ya, pero la Cosa del Pantano arrastra perpetuamente su existencia torturada, y pese a los cambios fue Bernie Wrightson quien, en aquel número 92 de House of Secrets, trazó para la espantosa eternidad los contornos borrosos de su figura insondablemente grotesca y triste, a medio camino entre lo irreconocible y los vestigios dolientes de algo que un día fue humano.
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