La «Carta de Guaran’í»: una queja que no cesa

La denuncia de la injusta situación de los pueblos originarios que a principios del siglo XX inflamaba los poemas de Manuel Ortiz Guerrero sigue vigente, reflexiona el escritor Catalo Bogado.

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El Requerimiento, texto que los españoles leían desde cierta distancia antes de ingresar a un poblado de nativos, resumidamente dice: «… con la ayuda de Dios entraré poderosamente contra vosotros y os haré guerra por todas las partes y maneras que tuviere y sujetaré al yugo y obediencias de la iglesia y de sus Altezas y tomaré vuestras personas y las de vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos y como tales los venderé y dispondré de ellos como su Alteza mandare, y os tomaré vuestros bienes, y os haré todos los males y daños que pudiere...»

A los carios guaraníes, tranquilos dueños y moradores naturales de estas tierras, ni siquiera les fue leída esta «advertencia» por los escuálidos navegantes barbados que, huyendo de la hambruna de Nuestra Señora de los Buenos Aires, llegaron remontando el río epónimo. Los nativos, por espíritu solidario, auxiliaron a los visitantes dándoles comida, techo, guías y hasta a sus hijas. En su inocencia, jamás pensaron que los forasteros llegaban para no irse más y que su generosa acogida no sería reconocida ni, mucho menos, retribuida. Pronto empezaron a vivir la trágica historia de un pueblo sometido a las armas y forzado a adoptar un modo de vida violentamente extraño a sus costumbres de siglos.

Una de las denuncias más fuertes de aquel genocidio y culturicidio se escuchó en Paraguay a principios del siglo XX, en las palabras de Manuel Ortiz Guerrero, que escribió los poemas «La gran conquista», «Hacia el olvido», «Introducción a Urutaú» y su famosa «Carta de Guaran’í a España». La trama, o el drama, de esta última angustió tanto al poeta que, pese a su enfermedad, trabajó tozudamente con el músico José Asunción Flores para llevarla a una gran ópera paraguaya.

Al respecto, Arturo Alsina, en el prólogo a la primera edición de las Obras completas de Ortiz Guerrero (Editorial Indoamericana, Asunción-Buenos Aires, 1952), dice: «Soñadores ambos, planean una ópera, letra de uno, música del otro, con el fabuloso argumento de la Leyenda del Urutaú (La conquista). Ya han ideado los decorados: fogatas sagradas reflejando sus luces sobre tenues hilos de ñandutí, sombras móviles de litúrgicas danzas. Ya están escritos los primeros versos y compuestos algunos compases. De este propósito desmedido nace la guarania, que bautizan así en homenaje a la raza y a su lengua; fórmula sencilla de brioso ritmo; vaso en que se vuelca la melodía perdida». Aunque del «desmedido propósito» le surgió un nuevo ritmo musical al Paraguay, lamentablemente la gran ópera sobre el drama de los guaraníes se quedó en el intento. Pareciera que la maldición de Tupã, señor de luz y armonía, hubiera caído sobre los nativos por permitir que fuera destronado y perseguido.

La «Carta de Guaran’í a España» es la amarga queja por el avasallamiento y el atropello de una cultura, de una vida, con la llegada de los españoles. En aquel poema, Ortiz Guerrero, tras cuatrocientos años de despojo, se hizo portavoz de los que no tienen voz para denunciar lo que habían perdido.

Hoy, casi mediado el 2019, esa queja aún no cesa. No ya solo por la invasión de España, sino por una «independencia nacional» que no se hizo por ellos ni para ellos y por una nación que en doscientos años no ha tomado nota de sus reclamos. La suerte del nativo, como clase conquistada, no ha cambiado; sus bosques y sus tierras continúan siendo parte del botín de los invasores y de sus descendientes independentistas. Para ellos, en los quinientos años transcurridos desde su llegada, la Iglesia que vino a enseñar el Evangelio no ha podido imponer su prédica de amor al prójimo.

Hoy deambulan por las calles y las plazas de las ciudades, y durante las noches, alrededor de improvisadas fogatas, se reúnen en silencio, como si meditaran sobre algo grave y profundo que han perdido para siempre. La muerte ni les regocija ni les apena. Tal es su noche, en cuyas estrellas no brilla el entusiasmo de la vida, ni anhelo alguno, ni siquiera una pueril curiosidad.

Manuel Ortiz Guerrero: «Carta de Guaran’í a España»

Un tiempo aquí fui rey, señora mía; yo soy aquél que fue el desnudo dueño del melódico bosque en donde había las grutas milagrosas del ensueño.

Fue mío el cerro que descansa a solas, el glauco espartillar también fue mío; las piraguas danzantes en las olas fueron mías también, y mío el río.

Yo soy el rey desnudo y poderoso que un tiempo aquí reinó, señora mía; mi corona de plumas, el saudoso yataí rememora todavía.

En mis bosques de oscuras doradillas, sin nada que envidiar –paz ni fortuna– estático adoraba de rodillas, la lívida hermosura de la luna.

Yo soy aquél que bajo la arboleda donde el guayabo en flor de aroma abraza, con mi agreste mimby de son de seda llorar hacía el alma de mi raza.

Fui dueño de un imperio fabuloso con sierras de diamante y ríos de plata, y el idioma que tuve era oloroso a selva, a plenitud de fuerza grata.

Desde los karaivé de mar sonoro, hasta el Urugua’y, manso extendía bajo la Cruz del Sur mi cetro de oro...

¡España: aquí fui rey! Hasta que un día, llegaron tus terribles bergantines con tus hijos blindados de coraza, que en justas de arcabuces y espadines arrasaron mi reino con mi raza.

Y entonces ¡perdí todo! ¡Perdí todo! 

Mi cerro Lambaré, mis ríos, mis lomas, mis frescos ka’aguy que eran a modo de un pesebre nupcial a mis palomas.

Los blancos guyratï de mis esteros, el auriazul gua’a de mis palmares, mis bosques de ka’a con sus overos y elásticos mancebos: los jaguares; el dorado avatí de mi consumo, mi aromado petÿ de azul ceniza y el takuare’ê, con cuyo zumo la embriaguez se deleita y se eterniza.

¡Todo, todo perdí! Y hasta mi idioma que cual mi jerutí solloza y canta y como mi eireté, grato es de aroma..., perseguido agoniza en mi garganta.

Hasta mi universal Padre infinito: Tupã, señor de luz y de armonía, perseguido también, mira contrito suplantada su fe desde ese día.

Mis cobrizas doncellas, sin sus paños, se acostaron al pie de tus banderas con tus hijos de piel y ojos extraños, del amor en las dulces borracheras.

Mi pobre Urutaú, fantasma vivo De la raza, solloza todavía Su amargura de amor desde aquel día… Yo soy el rey desnudo y pensativo, Que un tiempo aquí reinó, señora mía.

catalobogado@gmail.com

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