La cárcel pública de Asunción (1541 – 1955)

¿Desde cuándo hubo cárcel en Asunción? ¿Dónde se hallaba ubicada? ¿Cómo se aprisionaba a los reos? ¿Había pena de muerte? ¿Quién alimentaba a los presos? ¿Dónde quedaba la cárcel en tiempos de Francia y los López? ¿Hubo más de una cárcel en Asunción? ¿Qué pasaba con las mujeres que delinquían? Antes de Tacumbú, ¿dónde estuvo la cárcel? Estas y otras curiosidades quedan sin respuestas cuando las buscamos en algún libro de historia. Aquí van algunas referencias al respecto, obtenidas del Archivo Nacional de Asunción.

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A escasos cuatro años de fundación del Cabildo de la ciudad, los pobladores y conquistadores de ella, reunidos en Cabildo abierto en 1545, otorgaron poder al escribano mayor de gobierno, Martín de Orué, para negociar ante el rey un extenso petitorio, entre otros, una licencia para edificar Cabildo y cárcel pública. Orué tardó diez años en volver de España con las aprobaciones reales.

A falta de local propio, todavía en 1568 los cabildantes se reunían “en las casas que fueron la morada del gobernador Domingo Martínez de Irala”, fallecido doce años atrás. Para entonces, la cárcel funcionaba en un “aposento con cerrojo”; el mismo contaba con “nueve grillos de hierro y dos cepos de madera con sus llaves y candados”.

Tan precaria habrá sido la primera cárcel de la ciudad que, una década después, el procurador de la misma, Antonio de la Madriz, pidió en junio de 1595 que se provea de los fondos de la ciudad para su nueva fábrica; todavía en 1607, la obra seguía inconclusa. Cabe recordar que el Cabildo y cárcel estuvieron desde sus inicios junto al río, en la Plaza Mayor.

En el siglo XVII, el Cabildo ensanchó sus paredes para dar cabida a la cárcel pública; junto a la misma se hallaba la casa episcopal donde moró, entre otros, el obispo gobernador fray Bernardino de Cárdenas (1642-1646). Un monolito con placa de cerámica, colocado al este del Cabildo, indica aquel sitio. El gobernador José de Antequera y Castro pretendió convencer al Cabildo eclesiástico para permutar dicha casa por otra a convenir (1722); el objetivo era ampliar sus dependencias para “el servicio de dichas casas y cárcel”.

En aquella época había cuatro calabozos: dos ocupados por presos de toda calidad; uno destinado a sujetos de distinción y el otro servía de capilla para los reos de pena capital; cuando no cumplía esa misión, dicho calabozo “lo ocupan las mujeres que se prenden”.

El derrumbe de una pared del calabozo (1802) obligó el traslado de los presos al Cuartel de Caballería, más conocido como Cuartel de la Plaza, contiguo al Cabildo. En 1816, el Dictador Francia ordenó la demolición del viejo Cabildo; la torre permaneció en pie por sostener el reloj con campanas, de vital importancia para la ciudad.

La cárcel se trasladó a las casas de Francisco Sales González y Francisco Antonio González, herederos del pa’i Amancio González y Escobar (descendiente de los Yegros y los González de Santa Cruz). Las mismas contenían cuatro piezas y se encontraban arrendadas al regidor José Antonio Alvarenga. Dicha propiedad estaba ubicada en las actuales calles El Paraguayo Independiente y Nuestra Señora de la Asunción (Comandancia de la Policía Nacional).

Cárcel de Francia

La cárcel no retornó al Cabildo una vez terminada la obra; ella permaneció en los cuartos de alquiler ocupados desde 1816 y ampliados tres años después con dos aposentos tomados de Pedro Irala, otro sobrino-nieto del citado sacerdote. El Estado abonaba tres pesos corrientes a cada propietario hasta que el Cabildo dispusiera de otro edificio.

La cercanía del vecindario obligó al procurador de la ciudad a reforzar el perímetro de la cárcel a cuenta del alquiler que el Ayuntamiento debía a sus dueños. En 1822, se compraron 20 palmas, 100 mazos de paja blanca y 25 cañas largas “para la compostura y desahogo de la cerca de la cárcel”. Meses después, Francia ordenó a los propietarios componer los pisos de las casas para evitar fuga de presos.

Una descripción de aquella cárcel la dejó el médico suizo Johan Rengeer, que llegó al Paraguay junto con su colega Marcéli Longchamp en 1819. Ambos tuvieron ocasión de entrar varias veces en dicho correccional para socorrer a los enfermos o actuar de forenses. En cuanto al edificio de la cárcel, Rengeer señala que el mismo contaba con ocho piezas, las cuales se hallaban abarrotadas, ya que en cada una había “treinta o cuarenta detenidos, que no pudiendo estar acostados todos sobre el piso, suspenden hamacas por pisos”, vale decir, unas sobre otras. “Que uno se figure ahora –añade– una cuarentena de personas doce horas sobre veinte y cuatro, dentro de una pequeña habitación sin ventanas, ni respiradores… bajo un techo que el sol calienta durante el día a más de cincuenta grados”.

Rengeer también relata sus impresiones y su sorpresa al haber visto mezclados allí dentro “al indio y al mulato, al blanco y al negro, al amo y al esclavo; allí estaban confundidos todos los rangos, todas las edades, el culpable y el inocente, el condenado y el enjuiciado, el ladrón de grandes caminos y el deudor, en fin, el asesino y el patriota; a menudo aun están atados juntos a la misma cadena. Pero lo que colma este espantoso cuadro –dice– es la desmoralización siempre creciente de la mayor parte de los prisioneros, y la alegría feroz que muestran a la llegada de una nueva
víctima”.

Las mujeres detenidas eran minoría en aquella época y se hallaban reducidas en “un cuarto y un cercado de empalizadas, encerradas en el gran patio, donde pueden comunicarse más o menos con los prisioneros”. Las damas de cierto rango, que se encontraban presas por haberse atraído la ira del Dictador, “fueron mezcladas con prostitutas y criminales y expuestas a todos los insultos de los hombres. Llevaban los hierros como estos y la preñez misma no serviría para suavizar su condición”.

En medio de tanta consternación y brutalidad, Rengeer destaca la labor humanitaria de Gómez, el guardiacárcel que sacrificaba parte de su exigua remuneración para aliviar el sufrimiento de los prisioneros. Cuenta que también él había estado preso durante varios años y que, al lograr su libertad, el doctor Francia lo dejó en el puesto de carcelero. “Tuvo cuidado de no rehusar”.

La mayoría de las penas aplicadas a los prisioneros consistían en azotes, grilletes y trabajos forzados. Los reos salían de la cárcel todos los días para la construcción de obras públicas, entre ellas las casas del Cabildo, cuarteles y presidios. Iban encadenados de dos a dos o llevaban simplemente grilletes, es decir, un grueso anillo de hierro al pie. La mayor parte de los detenidos caminaban arrastrando “otra especie de hierros llamados grillos, cuyo peso, que es a menudo de veinte y cinco libras (unos doce kilos) les permitía apenas marchar”.

Los presos recibían del Estado “un poco de alimento y algunos vestidos”; el resto se mantenía de limosnas “que dos o tres de ellos van a recoger todos los días por la ciudad, acompañados de soldados; pocos eran los asistidos por sus familiares, ya que la gran mayoría provenía del interior de la República”.

La cárcel pública siguió en casa arrendada hasta que el Dictador ordenó la compra de la misma en 1830. Francia acostumbraba ordenar el desalojo de las casas que creía útiles al “bien público”, sin por eso dejar de indemnizar a sus dueños entregándoles a cambio sitios baldíos a elegir y una corta compensación en dinero. Tal el caso de Francisco de Sales González, que al verse obligado a entregar su casa que servía de cárcel, el Supremo le dio a escoger 14 varas de frente, unos 12 metros de un solar baldío; González eligió el sitio que hoy corresponde a las calle Palma y 14 de Mayo, actual Ministerio de Relaciones Exteriores donde, tras sucesivas compraventas, Benigno López mandó construir allí a cuenta del Estado su lujosa residencia, la cual se encontraba casi terminada en 1865, obra de Alejandro Ravizza.

Con motivo de la conspiración de 1820, Francia abrió muchos lugares de reclusión debido al excesivo número de presos. La mayoría de ellos funcionaban en casas confiscadas a los reos de pena capital por “traición a la patria y al Supremo Dictador”, conforme lo mandaban las Siete Partidas, leyes muy severas vigentes desde la conquista española. A modo de ejemplo citamos la casa de los Yegros ubicada al costado noreste de la Catedral, actual Museo “Monseñor Sinforiano Bogarín”. Según la tradición, en esa “cárcel” se suicidó el jefe de la Revolución de Mayo de 1811, el capitán Pedro Juan Caballero.

Cárcel de López

Tras la muerte de Francia en 1840, el consulado integrado por Carlos Antonio López y Mariano Roque Alonso inició trabajos de mejoramiento de la ciudad; entre los edificios intervenidos se hallaba la cárcel pública.

Pedro Velásquez, encargado interino del penal, presentó a Don Carlos en 1846 un inventario completo de presos y haberes existentes en la institución a su cargo. Describió la cárcel recién refaccionada como un edificio cubierto de tejas cuyo frente miraba al Norte. La actual calle El Paraguayo Independiente la separaba de la Plaza de Armas. Al noroeste se encontraba la vieja Casa de los Gobernadores y delante de ella, junto al río, el antiguo Cabildo que estaba en obras para que una vez ampliado se convirtiera en sede de gobierno. Su frente sur formaba esquina con lo que sería luego la calle del Sol (Presidente Franco). Al Oeste se encontraban las celdas de los presos que trabajaban en obras públicas, seguidas de un cuarto donde se las tenían encerradas bajo llave a las mujeres presas.

Entre las pertenencias de la cárcel figuraba el archivo con varios cuadernos de entrada y salida de presos; en el momento del inventario había 84 reclusos, además de seis trabajadores del Cuartel de Lanceros, tres varones destinados a picar piedras en Emboscada y tres mujeres, presumiblemente ocupadas en la cocina.

Fue sorprendente encontrar el libro de cuentas de “derecho pagado por lo reos por entrada en la cárcel”; lo cual nos dice que, además de tener que buscarse alimentos en el vecindario, debían pagar una suma de dinero para poder integrar dicha población.

En la cárcel había entonces 156 grillos desocupados, 22 de ellos ocupados; 154 grilletes, 68 de los cuales estaban en uso; seis cadenas de acollarar desocupadas, lo que indica que la mayoría de los reos permanecían “aprisionados” con grillos y grilletes. También había tres cepos o yvyrakua (maderos gruesos que unidos formaban en el medio unos agujeros redondos, en los cuales se aseguraba la garganta o la pierna del reo). Seguía la lista de enseres con una pala de hierro, con la que abrían los hoyos para instalar la horca en la plaza cuando hacía falta; cinco azotes de piel de vaca y un cabestro (arreador); una picota de madera firme (rollo o columna) donde ataban al reo para ser lapidado, dos horcones de urunde’y y una viga de lapacho que servían de horca para los casos ocurrentes, y dos barriles para contener agua.

Revisando los libros de entradas de presos en dicha carcelería, se puede constatar que el mayor número de reos era blanco o mestizo, seguido de pardos libres, indígenas, libertos y esclavos: estos eran los menos por significar para sus amos un valor económico. Las edades de los encarcelados oscilaban entre los 12 y 76 años, siendo los castigos ordinarios: azotes, grilletes y trabajos en obras públicas.

En los años de guerra, los arrestos e incomunicaciones de extranjeros fue la constante, lo mismo el apresamiento de mujeres, todas ellas por haber hablado mal de López o criticado el reclutamiento de niños, ancianos y enfermos que solo iban a la guerra para morir. Se castigaba muy severamente a los soldados desertores y ladrones, lo mismo a los criminales para quienes se ordenaba el fusilamiento en la plaza de su pueblo como escarmiento público.

Otras penas muy duras fueron los confinamientos a la Villa Occidental, a las incipientes poblaciones de Caaguazú, San Salvador de Tevegó, Ygatimí y otras; trabajos forzados en las canteras de Tacumbú, Emboscada y más tarde los trabajos de terraplenado y colocación de vías férreas, lo mismo la fundición de hierro de Ybycui y el envío como “gastadores” que eran los encargados de cavar trincheras para la guerra, lo mismo para encabezar incursiones en zonas peligrosas.

También había presos en los cuarteles de la ciudad, como el de Lanceros, Caballería, el del Colegio, San Francisco y el del Hospital (actual Hospital Militar).

Traslado de la cárcel pública

En julio de 1849, los albañiles del Estado trabajaban “en el lugar que ocupaba la cárcel” y a renglón seguido detallan las varas de cimientos abiertos en la “vera este de la calle Independencia Nacional”. La obra iniciada, calle de por medio a la ex cárcel pública era la futura residencia de Don Carlos, aunque aparece como “obra pública” trabajada por esclavos, presos y peones del Estado. El sitio había heredado su esposa, Juana Pabla Carrillo, de parte de su madre, Magdalena Viana, casada en segundas nupcias con Lázaro de Roxas Aranda, abuelastro y padrino de Francisco Solano López.

El traslado de la cárcel al tiempo de iniciarse la construcción de aquella residencia no fue casual. Es entendible que Don Carlos no haya querido contar como vecinos inmediatos a los reos de la República.

La cárcel se mudó al Cuartel de Lanceros, levantado en el sitio que ocupó la Iglesia de la Compañía de Jesús, demolida en 1803.

Este “descubrimiento” lo hemos obtenido a partir de un inventario de la cárcel de 1855 obrante en el Archivo Nacional de Asunción. Además, hallamos un volumen entero de entradas de presos en la cárcel pública; dicho libro se inicia así: “En esta cárcel, en el Cuartel de Lanceros”.

Pudimos inferir entonces que dicho
traslado tuvo lugar en 1849 y que allí permaneció mientras Don Carlos buscaba un sitio cercano y adecuado para construir la nueva penitenciaría.

Según el citado inventario de 1855, en la cárcel había 87 presos; 116 grillos desocupados y 16 en uso, 46 aros de grillete ocupados, cinco cadenas de acollarar, once “cadenas con soquetes” ocupadas (cadena gruesa colgada del cuello del reo con un tosco y pesado trozo de madera), lo cual muestra que la mayoría de los reos, además del encierro, vivían “aprisionados” todo el tiempo. Al parecer, no había en ella un calabozo para mujeres, por lo menos al principio de la mudanza, como lo prueba una orden emitida por López en agosto de 1849 donde prohíbe la entrada de mujeres con pena de simple arresto; pedía a los jueces que se buscara para ellas un lugar seguro hasta que se habilite una prisión para mujeres delincuentes.

La cárcel durante la Guerra Grande

Se conoce una compra de terreno para cárcel hecha por el Estado en 1851 a María Isabel Álvarez. Dicho terreno corresponde al sitio donde efectivamente estuvo la cárcel desde antes de la Guerra Grande. Según el plano de Chodasiewics de 1869, para entonces, la misma ya estaba concluida (patio del Colegio de la Providencia de la UC).

A partir de aquel volumen encontrado, con entradas y salidas de presos desde 1852 a 1868, año en que todos los reos fueron llevados a la guerra, pudimos hacer la tipificación de los delitos según la clasifican siguiente: vagos y mal entretenidos, robos e intentos de robos, muertes y amenazas de muerte, delitos militares y políticos, falsificación, deserción, estupro, bestialidad y sodomía, heridas y peleas, intento de suicidio, demencia, negligencia y complicidad.

Según el destino final de aquellos reos, se pudo inferir que el 10 % de un total de más de mil reclusos murió en prisión de “muerte natural”, otros fueron destinados a poblaciones nuevas, a trabajar como gastadores (franquear el paso en las marchas para lo cual llevabas palas, hachas y picos). Unos pocos obtuvieron su libertad, pero fueron reclutados para la guerra donde lo más probable es que hayan muerto como carne de cañón.

Fue en esa cárcel donde se produjo la masacre de 1877 cuando asesinaron, entre otros, al doctor Facundo Machain, exministro de Relaciones Exteriores, magistrado y catedrático.

También allí fue fusilado Gastón Gadín y su cómplice Cipriano León en 1917, última pena de muerte ejecutada en el Paraguay por delitos comunes. Dicha cárcel, como queda indicado, se encontraba en el patio del actual Colegio de la Providencia, demolido luego del traslado de presos a la Penitenciaría de Tacumbú, en 1955.

El ala noreste de la actual Universidad Católica (calle Yegros) fue arrendada a la Policía tras la mudanza del Seminario Conciliar a la calle Olimpo (avenida Kubitschek) en 1931. Durante la Revolución de 1947, aquella dependencia policial se hallaba abarrotada de presos políticos, razón por la cual mucha gente recuerda que iba allí a llevar comida a sus familiares presos, hecho que hace creer erróneamente que aquello fue cárcel pública.

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