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La reacción nacionalista
En una antigua casa de la calle Fortín Toledo, en el barrio de Las Mercedes, una noche del mes pasado fue proyectada la más reciente versión, tratada digitalmente en el 2014, del mediometraje filmado por el cineasta Carlos Saguier en 1969 El pueblo. Estrenado durante la dictadura de Stroessner, la crítica rechazó en su momento este filme de Saguier como un retrato falaz que «traicionaba» al «pueblo paraguayo real». Veamos parte de la reseña de la película publicada aquel año, 1969, por el escritor paraguayo Mario Halley Mora:
«[…] Y ese pueblo, así mostrado, no es el pueblo paraguayo real, sino el que se quiere eternizar en la leyenda negra: pueblo de viejas desdentadas y de hombres polvorientos, de pies descalzos que chapotean en el barro y de niños barrigudos y desnudos […] No vamos a sostener que el PUEBLO actual de 1969, como reza la película vive en Jauja. Aún conserva un perfil humilde, pero no miserable; y es allí donde radica el mayor pecado de la película; en concebir la imagen en función peyorativa, en recrear miseria donde sólo hay pobreza, en detenerse con angurria iconoclasta en el horcón comido por el kupi’i, en el santo mustio de la Iglesia polvorienta, en el rezo mecánico de una novena de viejas, en la damajuana de caña y el farol mbopi, en el trabajo artesanal primitivo y sin inspiración. […] [El pueblo es] una brutal traición a la intención temática prometida en el título. Puede ser, lo ignoramos una expresión del “cine nuevo”, por su tratamiento técnico, pero en cuanto a lo otro, a su valor testimonial, sigue siendo una idea tan vieja como la negación de los valores que hacen al pueblo, o lo que es peor, su distorsión en beneficio a una identidad falsa y unilateral».
(M. Halley Mora: «Crítica a un film “El Pueblo”», en: diario Patria, miércoles 24 de diciembre de 1969, p. 2. Hemeroteca Nacional, Asunción).
El pueblo es una película animista
La impresionante fuerza de la procesión lenta, oceánica, muda que sale de la iglesia, la solitaria majestad del conductor de la carreta en medio de las tinieblas, el distinguido, reposado gesto de los gruesos y ásperos dedos que sostienen el poguasu sobre el tablón de la mesa con las uñas sucias de tierra, el tablón de la mesa, las deidades antiguas en las hondas sombras del templo, el maíz desgranado, las grietas de la piel, las espaldas erguidas cuentan una historia. También las cosas la cuentan. Puede ser la historia de una procesión o la historia de una muerte, y, en el último caso, puede ser la historia de una muerte mítica o actual, natural o fruto de un crimen. El peso de la oscuridad, la violencia y belleza de las imágenes indican que lo que se está contando es grave, pero no sabemos si es algo que sucedió hace mucho o algo que acaba de suceder, o algo que está sucediendo ahora mismo, o todo eso a la vez porque se trata de algo inseparable de la vida y que pasa todo el tiempo, o porque es quizá la propia sustancia de la vida y del tiempo. La cámara toma en picado casi cenital los restos transparentes, vacíos de la noche: cuatro vasos ya sin caña, mudos sobre la mesa, sus sombras proyectadas al traslúcido modo de proyectar sus sombras que tiene el vidrio.
Saguier filmó el tiempo campesino, sustancia de un universo cuya profundidad el filme sopesa, valora, se toma muy en serio. No idealiza: al contrario, respeta. El respeto es lo contrario de la idealización. De esa marca distintiva del patriotismo que es la idealización, propugnada entonces por el régimen. Sumó en vasto coro sus voces dispares, su tremenda fuerza pura de sujeto colectivo. Los elementos que integran la vida –rostros, astros, utensilios, polvo, animales, caminos– son enfocados desde todos los ángulos, en todos los planos, con picados y contrapicados extremos por momentos, como si el narrador de la historia fuera el mundo. Con todos sus ojos, humanos e inhumanos –vemos con el ojo de un zócalo, con el de un techo (la cámara mira de abajo arriba la vertical altura de la galería, la cámara mira de arriba abajo las sombras claras del vidrio en la mesa del copetín). Compuso la canción de la materia. Golpes de gong de los nichos, más oscuros que la noche, solemne vigor del movimiento sinfónico del grupo que en procesión marcha desde la iglesia. Y hay una enorme, en absoluto frívola, elegancia –una elegancia real, propiamente metafísica– en su héroe plural y anónimo, en lo gastado de las mesas y los marcos de las ventanas, en las grandes manos duras con tierra bajo las uñas que reposan o se mueven tan discretas, en el silencio de las altas horas, en la palidez de las llamas, en la pava que prepara su inexorable hervor sobre las brasas con gesto perfecto, antiguo.