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Un señor al lado de mi butaca me dijo que hubiera esperado que los amantes hablaran de filosofía. Creemos que hubiera sido un desperdicio, porque libros de ambos y ensayos sobre ellos están a nuestra disposición; ¡en cambio, Diament tuvo la audacia de investigar cómo pudo ser posible este amor, cuando todo el mundo conspiraba contra la pasión que se profesaban! Por eso creo que ese es el mayor logro de la obra: al público le aguijonea constantemente cómo pudo ser este sentimiento, siendo ella judía y él antisemita, y este interrogante se subtiende en todo el parlamento y nos tiene en tensión angustiosa. La valerosa judía y el filósofo enamorado genial y pusilánime estaban separados por el fanatismo más delirante, y la relación de ambos, al filo del abismo.
Durante su relación amorosa, Alemania vivía un apocalipsis, que se hizo notorio tras las palabras de un obispo ante los cuerpos sacados a paladas de los hornos de exterminio. El obispo dijo ante las montañas de muertos: «Se siente el aleteo de Dios». Y creemos que si Dios es imposible de nombrar, solo él puede dar cuenta de estos hechos imposibles de decir. Es cierto que sabemos de genocidios a lo largo de la historia, pero el estudio y diseño de la matanza empleando calculada ciencia es lo que nos deja petrificados.
A propósito del criminal de guerra Adolf Eichamnn, Hannah Arendt acuñó un concepto que tuvo mucha prensa: «la banalidad del mal», debido a que el citado hombre no era ni siquiera tan malo, sino un burócrata puntilloso. Es así que en un museo de registros del Holocausto hay fotografías donde posan unos jóvenes con carita de niños buenos, muchos hasta con una sonrisa… ¡y eran los oficiales encargados de llevar gente a los crematorios! ¡Qué inmensa frase, «la banalidad del mal»!
Pero ¿es por eso lícito hablar de la banalidad del amor? Porque así subtitula Diament esta pieza. ¿Fue banal este amor de Hannah y Martín? ¡Nos dejó pensando horas!
En primer lugar, queremos recordar que Heidegger fue lisa y llanamente genial. Un genio es alguien que roba el fuego de los dioses y nos lo trae para que lo usemos y disfrutemos el resto de los mortales. Generalmente el descubridor no encuentra palabras para expresar el fuego sagrado que acarrea luego de haber pasado «una temporada en el infierno». Entonces, así como Freud inventó un aparato neurológico para dar cuenta de la legalidad del inconsciente, así Heidegger recurre a la Poesía para semi-decir lo inexpresable. Lo que nos viene a decir el descomunal filósofo alemán es que en el siglo V antes de Cristo empezó el descarrío del pensamiento occidental. Mientras los presocráticos estaban en la búsqueda del Ser, Platón y Aristóteles meten el logos en medio y pretenden que la verdad sea la adecuación entre el concepto y la cosa aludida. En cambio, para los antiguos hay una aprehensión directa y por tanto la verdad no es posible declamarla, pesarla, medirla, sino mostrarla y anonadarse en ella. Esto no es moco de pavo: si no metíamos la razón en medio, pretendiendo con ello nuestra adecuación a la verdad, toda la historia de la humanidad hubiera sido otra, más espiritual, más mística quizá… y todavía estamos mascullando lo que este gigante nos quiso advertir, mientras vamos camino a morirnos de calor en el planeta por los desastres de la tecnología, hija dilecta de la ciencia. Pero eso en modo alguno impidió que este filósofo inmenso fuera pequeño a la hora de defender su amor y defender a su enamorada…
Hannah Arendt, brillante intelectual, tuvo mucha prensa. En parte porque su voz fue oportuna en el momento oportuno, pero su talla crece ante su valentía de vivir...
Volvamos entonces a nuestra pregunta: ¿fue banal el amor entre Hannah y Martín? ¡Ante el misterio del Amor, es muy complicado decirlo! Tal vez sí la temporada en la cabaña, lejos de todos los testigos posibles, tenga la banalidad (¿o lo sagrado?) de la celebración de los cuerpos desnudos. ¿La transitoriedad del encuentro sexual lo banaliza? ¡Vamos a darles algunas pistas para que cada uno extraiga sus conclusiones!
El amor sería la adhesión de un sujeto a su fuente de placer. Por eso muere de amor alguien a quien la desaparición de su enamorado le deja sin ganas de vivir. El amor podría considerarse banal debido a que la causa de esa adhesión puede ser una partícula minúscula, un objeto sumamente baladí, ¡y, para más, inconsciente! El sujeto así soldado, estañado a un objeto ínfimo que él mismo desconoce, puede llegar a cometer las acciones más deleznables, al punto de decir, una vez caído y resuelto el mentado objeto: «¿Qué tenía esa chirusa que me enloquecía? ¡Ahora la veo vieja, fané y descangallada!» En un caso de Freud, la pasión del paciente dependía de que la mujer se mostrara en ancas, de tal manera que cualquier fregona de suelo le enardecía. Era porque en su tempranísima infancia había presenciado el coitus a tergo de sus padres. El objeto inconsciente visual era como una punta de flecha cuyos lados remitían a los muslos y cuyo ápice remitía a las nalgas, y cada vez que una visión le suscitaba el mentado objeto inconsciente se desataba toda la pasión (recordemos que pasión significa sufrimiento). Todos padecemos esta clase de amor, por eso el amor es «inmoral», como decía Hannah. Pero si «moral» implica reglas, simplemente este amor obedece a otras reglas… tanto más esclavizantes cuanto menos sepamos la condición de amor...
Mas está también el amor como emanación de nuestros ideales. En ese sentido, el Yo enamorado exhala efluvios de su mundo de valores hacia el sujeto digno de su amor; por eso el enamorado es humilde, cuenta Freud. En este caso, Hannah sabía que, si bien su Martín era un miedoso y acomodaticio personaje, por otro lado envió un mensaje que nos ha dejado con dolor de cabeza a toda la Humanidad. Y es ante ese amor radiante, creador, sagrado, gracias al cual llegamos a la talla de los dioses, ante el que Hannan se rendía… una y mil veces.
Las actuaciones de Ana Ivanova y Jorge Ramos, muy auténticas, ¡metidos en la piel de sus personajes! Todo regado con música de Wagner. ¡Gustavo, dale más música de Wagner! ¡Que nos reviente los tímpanos, porque es gloriosa!
Ahora vamos a contar una anécdota electrizante: una vez terminada la Segunda Guerra, le preguntaron a Heidegger si no tenía nada que explicar que diera cuenta de los horrores sucedidos, y ante los cuales él amordazó sus palabras, y el viejo contestó: «Dar cuenta… ¿ante quién?»
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