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Martes 9 de abril del 2013. Éramos tres. Corrimos entre los últimos acordes del primer tema. Los vimos al fondo: los The Cure. Sí, los mismos. Y Robert Smith, nacido en algún lugar de Lancashire próximo a la fragorosa música del océano, crecido en algún lugar de Sussex y ahora a unas pocas cuadras de la sucia avenida Eusebio Ayala. Y entre ellos y nosotros, compacta, la muchedumbre. Parada, saludos, compra de cervezas. Ganamos un buen puesto y en ese momento Smith llenó la intemperie con las perfectas palabras de su regalo de bodas:
«Whenever i’m alone with you,
you make me feel like I am home again»
¿Cómo un tipo tan raro embruja a tanta gente, gente cuya cantidad implica falta de rareza? Es que lo ha logrado: ha encontrado la pura forma estética de los sentimientos que puede tener cualquiera. Le ha dado la materia audible que esa forma reclama. Furia, tedio, pena, miedo, risa, asco, amor, devueltos por gesto mágico a su secreta altura, a su escondida, potente realidad. Y hay en esta canción una emoción tan llena de verdad que al escucharla en vivo el universo entero se confabula como si la cantara:
«However long I stay,
I will always love you
»Whatever words I say…»
Cómo el amplio registro vocal de Smith alcanza las notas altas con tal vocación paródica sin mermar emociones nada cómicas siempre será para mí –si cabe hablar de ejemplos de audacia sin que te lapiden, claro– de una audacia ejemplar.
Los Cure lo dieron todo. Una paliza: tu mente no puede estallar tres horas sin pausa. O eso creía yo hasta aquella noche. Un vibrante «Inbetween days», «From the edge of the deep green sea…» No haré una lista. Ah, la elegía del lector de Wordsworth que quería ser un poeta de verdad, como sus ídolos, pero sin imitarlos, y que lo logró: la muerte en traje de hit, «Pictures of you». Los grandes temas se sucedieron. La monumental pesadilla infantil, «A forest»: misteriosos teclados para la trampa del bosque de los sueños. Una armónica, y Smith abrió «Bananafishbone». «The walk» caminó directo al desenfado de «Mint car». Desapareció el martes y surgió el viernes hechizado que puedes invocar cualquier día de la semana pronunciando el conjuro del grimorio: «It’s Friday I’m In love».
Lo «gótico» es para muchos el carácter genuino de The Cure, y temas como «Friday I’m in love» son comerciales: puedes estar con los «caretas» y brincar iluso con «Kiss me kiss me kiss me», o puedes estar con los dark y los paleo-emos y levitar adusto con «Pornography».
Yo prefiero estar con un músico que ha dado forma al miedo, la tristeza y la locura, pero también al placer, el deseo y la risa de todos. Que ha hecho el postpunk más crudo y ha urdido los edificios melódicos más complejos, que ha alzado pesadillas en el aire y se ha colado con hits en todas las discotecas, que ha cantado a la dicha de estrenar un coche nuevo y al vacío de ser un extranjero en la tierra, que puede ser dark, punk, new wave y lo que quiera, que empezó apretando quizá un botón travieso de sintetizador y siguió después con muchos más, que ha encontrado la belleza en las melodías más pop y que, al cabo del tiempo, ha creado una música que no suena ya como ninguna otra.
Nunca había visto a The Cure en vivo, pero la actual formación tocaba en casi simbiótico acuerdo: no sé qué cabría mejorar en ella. Probablemente, nada.
Se proyectaban las siluetas de los Cure en pantallas gigantes, la sombra de Smith y su pelo sacudiéndose adelante. La voz de Smith, locamente expresiva en vivo, cantó «Cold», «The hanging garden», y el buen amor de los gatos impuso el ritmo burbujeante de «The Lovecats», cuyo espíritu juguetón, pop hasta el karakú, prolongaron «The caterpillar» y «Close to me». Aceleró la fiesta la urgencia erótica de «Hot Hot Hot!», e incendió las praderas del Jockey la chispa de «Let’s go to bed» y «Why can’t I be you?». Y entonces todo se desencadenó y se desabotonó y se desencorbató y se desató porque Smith, doliente ironía de quiebres vocales dramática, sarcásticamente torturados en medio de ese ritmo desenfrenado y esa melodía luminosa, comenzó a recitar el viejo y salvaje abracadabra, las conocidas e infalibles palabras mágicas:
«I would say I’m sorry
If I thought that it would change your mind…»
Un tema gamberro, un tema de joda, un tema de juerga, un tema trivial… que digan lo que quieran. Un tema perfecto. Consumado. Triunfante. Complejo en la emoción, puro en la fuerza, lapidario en la forma, síntesis de todas las crisis en la que caben las mil contradicciones vitales de un espíritu viviente, el vigor y la duda, lo irreparable y la gracia, la ironía y la pena, el dolor y el ingenio, el fúnebre flashback de los grandes errores y la firmeza basáltica de la verdad del amor. Y que hace bailar hasta a un cadáver, sí, también, por cierto. Y qué.
El rostro de Smith es viejo; no así su voz, ni su firme interpretación excéntrica. Cualidad antinatural. Quizá sea que en este Smith sigue el otro. El raro que leía a Dylan Thomas en Crawley. El raro al que echaron del colegio por ser una «influencia indeseable». Quizá por eso sigue raro, y grabado ya como tal en la memoria de varias generaciones para siempre. Smith ha marcado el arte y el pensamiento actuales, y verlo es recuperar las maneras escénicas precisas, la voz quebrada y tensa, la belleza y la pasión de aquello que quedará cuando todo lo demás haya pasado.
Llegamos a «10:15 Saturday Night», punteo de la canilla que gotea y del tic tac del reloj en la guitarra, tensa claustrofobia del sábado en el que esperas que suene el teléfono y alguien te saque de ahí, te saque de ti, de tu soledad, de tu angustia, de tu terror; cotidiana, inconfesable espera del sentido que quizá no exista, espera oscura de Dios, monótona y terrible espera de Godot.
El final empezó a presentirse y el concierto me pareció de pronto terriblemente breve. Cerró la noche «Killing an Arab», tema censurado por xenófobo que, paradójicamente, habla de ser extranjero en todas partes; el tema de El extranjero, a una de cuyas escenas (y no a que haya que matar a un árabe) alude Smith, lector de Camus, con el título. Pero no voy a enfurecerme ahora. Lo dejo para otro día.
Lo dejo para otro día porque en este mundo iletrado no es fácil ser Robert Smith y él lo sigue siendo. Porque no es fácil ser parte de The Cure y dar forma a su música y ellos lo siguen haciendo. Porque, sean temas negros y abisales o punk pop jodón, todos suenan The Cure. Porque cuando aún no se llamaban The Cure ya eran distintos a todos y aunque los han clasificado de mil formas su sonido fue inconfundible desde el primer día. Porque dieron un concierto de brutal elegancia y con ese agitado viento negro con relámpagos de alegría psicótica que The Cure sabe montar. Porque hacer historia no es un hábito normal en las personas, pero Smith nunca ha sido una persona normal.
Y demostró que es un completo anormal durante tres horas de la intensidad fulminante de esa música en vivo y en su voz. Confirmé en directo la energía del bajo, que marca los acordes de las melodías de modo tan The Cure y les da firmeza vertebral, los riffs y los pedales chorus de la guitarra Cure, y lo monstruosa, desproporcionadamente arrollador y vasto de esa colección de hits que puso al público en celo y aullando por más.
A dos años del concierto que profetizó: «Será el mejor de tu vida», y a cuatro días de su cumpleaños, vaya esta retrospectiva nocturna como saludo y tributo. Porque a veces puedes ver con alegría que tienes mucha suerte de estar vivo. Y de pasar en el momento justo por una de las pocas esquinas iluminadas de las calles del tiempo y del espacio. Y si estuviste en el Jockey, cada vez que suene uno de estos temas te volverá a erizar toda la piel. Por mi parte, necesitaba, literalmente, escuchar ciertas canciones en vivo. No diré cuáles: sé que cada quien tiene las suyas. Pero lo que sí diré es que esa noche de abril recibimos una ración generosa de lo mejor de la vida. Just like heaven.