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El tipo este se pasó un par de años escribiendo una novela. Y después de eso todavía algunos más corrigiéndola. Es lo normal, supongo. El hecho es que John Kennedy Toole no era cualquier hijo de vecino, sino todo un profesor de literatura, cosa que de algún modo le confería un aura especial. Cuando por fin terminó de escribir su ópera prima La conjura de los necios, el autor empezó un largo peregrinaje que lo llevaría a presentar su original en un sinfín de editoriales. Como es lo usual, y al contrario de lo que él creía que pasaría, los rechazos no tardaron en llegar. Tampoco los portazos en la cara. Los editores se lo peloteaban como jugadores de barrio calentando antes del partido de los lunes por la noche. Hubo uno en especial que lo meció durante años y que en el colmo de su insensible divertimiento hizo que Toole corrigiera una y otra vez determinados pasajes de su novela, dándole vanas esperanzas de verla publicada, de por fin terminar de parir a su mofletudo y misántropo antihéroe Ignatius J. Really.
Un día, sin decirle nada a nadie, el escritor de treinta y dos años condujo su auto desde su Nueva Orleans natal hasta Biloxi, Mississippi, donde se detuvo en un descampado. De la maletera sacó una manguera y conectó uno de los extremos al tubo de escape. Por la ventana del lado del conductor introdujo el otro extremo en el habitáculo del auto. Abrió la puerta y se acomodó en el asiento, subió la ventanilla y encendió el motor.
Se suicidó.
Así, de pronto, muerto por las letras… se diría incluso que a manos del mismísimo Ignatius.
No hubo otra razón aparente, al menos a primera vista.
Pero alrededor de diez años después, mientras ordenaba la habitación de su recordado hijo, la madre de John Kennedy Toole encontró un casi ilegible manuscrito. Lo leyó y le pareció una obra maestra. En ese momento, la buena señora Toole se impuso la tarea de hacer que la novela que empujara a su hijo al suicidio fuera publicada. Empezó entonces un extenso y particular calvario que la llevó a presentar el manuscrito en infinidad de editoriales, sin resultados, como pasó con su hijo; sin embargo, a diferencia de John, ella tuvo el tesón necesario para agotar todas las posibilidades y finalmente tocar la puerta del escritor Walker Percy.
Percy no solo leyó la novela sino que la devoró, cada vez más entusiasmado. Él mismo presentó el manuscrito en la editorial de la universidad donde impartía clases, la estatal de Luisiana. La conjura de los necios vio la luz, al fin, en 1980. En 1981, a John Kennedy Toole le fue concedido el premio Pulitzer de manera póstuma.
Dicen que se trata de una inteligentísima, ácida y disparatada novela. Muchos no dudan en comparar con el Quijote al personaje principal, el desmesurado gordo Ignatius J. Really. Incluso hay una estatua de Ignatius en la calle Iberville, de Nueva Orleans.
Ahora, si nos ponemos serios, siempre he pensado que el suicidio es incongruente con la elección de la escritura como forma de vida; da igual que sea la persona quien elija a la literatura o que sea esta la que decida a quién le cae encima. Sea como fuere, hay que tenerlos bien puestos, no solo para empezar –eso es lo de menos– sino para aguantar. Es decir, si le ha picado a uno el bichito, no queda otra que tirar para adelante. Un escritor no se suicida así porque sí, se suicida por alguna razón que anida en su propia condición, como Hemingway y el cañón de la escopeta dentro de su boca.
John Kennedy Toole no aguantó. Se suicidó a la primera, supuestamente porque no conseguía que lo publicaran. En uno de los tantos trabajos-basura que desempeñé en España tuve un compañero de trabajo que había sido periodista de campo en El Universal de México: de vuelta en España, y para cuando ambos trabajábamos en el servicio de información al pasajero del aeropuerto de Madrid, el pobre llevaba escritas tres novelas y, pese a ello, aún continuaba inédito. Y hasta donde tengo entendido, sigue en lo mismo, necio.
Conforme leía La conjura de los necios tuve la certeza de que Ignatius y su dulce y sobreprotectora madre tenían una relación bastante especial, por decir lo menos… un poco enfermiza, e incluso destructiva. Este dato no tendría ninguna relevancia si no fuera por el hecho de que es inevitable que un escritor vuelque en su obra al menos una parte de su propia carga vital. Y emocional. Es así que, a mi entender, Ignatius J. Really no es sino una grotesca y fofa caricatura del propio John Kennedy Toole; entonces, la madre de Ignatius, a la que este considera la fuente de sus desgracias y de su infortunio, ¿sería acaso el fiel reflejo de la progenitora de Toole?, ¿de aquella abnegada madre que años después de la muerte de su hijo, a punta de insistir, lograra la publicación de la novela por la que este había decidido quitarse la vida?
Decidí investigar y averigüé que, como Ignatius a sus treinta y tantos, el autor todavía vivía con su madre cuando con treinta y dos años condujo su auto hasta otro estado solo para matarse; al igual que la madre de I., la señora Toole era sobreprotectora, anticuada y acaparadora, y la relación que mantuvo con su hijo fue siempre desproporcionada, en muchos aspectos. Me enteré, entre otras cosas, de la inclinación y el gusto de Toole por los hombres, factor que habría sido determinante en la relación con su madre si la dulce señora hubiese alguna vez llegado a enterarse de las preferencias sexuales de su querido hijo. Probablemente nuestro querido John tuviera miedo de la reacción que ella hubiese podido tener o de las consecuencias que habría traído confesarle tamaña cuestión; recordemos que eran otros tiempos y que ni siquiera había hecho su aparición la música disco.
En concreto, una medida un tanto desproporcionada, por decir lo menos, sobre todo porque no habría sido el primero ni sería el último escritor que, siendo de Luisiana, viviera a plenitud su homosexualidad.
Ahí tenemos a Truman Capote.
También a Tennessee Williams.
Y a...
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