Jean-Pierre Melville o las ambigüedades

«Ha muerto Jean-Pierre Melville, sorpresivamente, a los 57 años de edad, en agosto de 1973. Era uno de los más peculiares directores del cine francés», escribió el poeta suicida Andrés Caicedo en la revista colombiana Ojo al cine. Del nacimiento de Melville (París, 1917-1973) se cumple este año un siglo; del estreno de su obra maestra, Le Samouraï (1967), medio siglo. De los dos, del paródico personaje de Parvulesco, de la música de François de Roubaix y de esas ambigüedades –las del Pierre de Melville y las del Melville de (Jean)-Pierre– a las que el –ambiguo– título alude, entre otras cosas, habla este artículo.

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Dos opiniones melo-cinematográficas

Leer en el cuento «¿Cómo se encuentra hoy Madame Arnoux?», del peruano Diego Trelles (en el libro colectivo Asamblea Portátil) un par de citas cinéfilas –«…recordó a Alain Delon seduciendo a la pianista negra en Le Samouraï…» y «…se animaron discutiendo el segundo filme de Gaspar Noé (que ambos odiaban) y la filmografía de Melville (que ambos amaban)»– me incita a emitir dos opiniones melo-cinematográficas:

Uno. Jean-Pierre Melville gozó de la reivindicación constante del grupo de Cahiers du Cinéma –que le dedicó un dossier en noviembre de 1996–, en especial gracias a las reseñas que escribió sobre sus filmes Truffaut, y aunque al ver Le Samouraï, a fines de los ochenta o principios de los noventa –época en la que devoré mucho cine en celuloide–, en la Alianza Francesa, me gustó su touch indie de cine barato y eficaz, cuando el año pasado la bajé de internet me decepcionó un poco (como, últimamente, todo lo francés, salvo la música). Le Samouraï es un «huis clos» de 1967, un noir filmado prácticamente por completo en una comisaría, con algunos exteriores nocturnos. Barato, sí, pero con serios defectos en el argumento; el principal es que el sicario, Delon, perpetra su tarea con un sombrero cuya ala oscurece su frente pero que, sumado a la gabardina, le da un aire muy de cómic y, por ende, memorable para los testigos presentes en la boîte, que lo vieron entrar y salir de ella la noche del crimen, y muy fácil de reconocer después en el careo policial.

Dos. Si hay pelis «mejores» que las novelas en las que se basan –A ciegas (Blindness, F. Meirelles, 2008), adaptación del Ensayo sobre la ceguera, de Saramago, por ejemplo–, otras calan más en nosotros por vías no visuales, pese a ser estas la mismidad del cine –así El ilusionista (Neil Burger, 2006), cuya banda sonora, de Philip Glass, da otra dimensión a una película fallida–. Creo que Le Samouraï es un caso de cine musical. Su banda sonora es (para mí) casi más memorable que la obra visual. El compositor, François de Roubaix, lo reconozco sin pudor, llena con sus mp3 la biblioteca de mi reproductor de winamp. Bájense mejor, o también, el soundtrack entero, y cúrtanlo en la oscuridad de su placer solitaire

Más real que lo real

La estrecha amistad que unía a las parejas François y Lorraine de Roubaix, y Alain y Nathalie Delon, inspiró la idea de que en todas las películas en las que actuara Delon –que trabajó con Melville en su trilogía de filmes de gangsters: Le Samouraï (1967), Le Cercle Rouge (1970) y Un flic (1972)–, François hiciera la banda sonora.

Los rodajes que hace Melville de Le Samouraï son silenciosos. Sus gustos musicales se limitaban al jazz y la música sinfónica. Detestaba a los Pink Floyd. Para su filme anterior, Le deuxième souffle, había utilizado al músico John Lewis, del Model Jazz Quartet, pero no había quedado satisfecho y decidió sustituirlo por Bernard Gérard. Como este ya estaba saturado de trabajo, sin embargo, declinó hacer la música de Le Samouraï. Entonces, Delon sugirió a su amigo De Roubaix.

La premiére de Le Samouraï fue en el Colisée Gaumont el miércoles 25 de octubre de 1967 a las 22 horas. Claude Mauriac escribió una recensión auspiciosa en Le Figaro:

«[La música de François de Roubaix] acompaña la aprehensión de una verdad recuperada: el reverso de la realidad, más real que lo real […] La esencial nobleza humana aparece en el hombre menos noble que quepa imaginar: un asesino, al que la abominación misma de su experiencia, por las vías de una ascesis singular, conduce a la indiferencia, al sacrificio, a una suerte de santidad, tal vez».

El agente Melville

Nacido Jean-Pierre Grumbach en París el 20 de octubre de 1917, Melville solo haría trece películas. No tenía entrenamiento formal en el cine. Como los primeros pioneros, era un autodidacta. Su primer contacto con la imagen móvil se lo dio la Pathé Baby que le regalaron a los seis años y con la que filmaba desde la ventana a los perros, los anuncios, los transeúntes, etc., de la Chausée d’Antin, donde vivía. Melville era también, sin exagerar, una leyenda, y lo era ya en su tiempo. Su influencia fue decisiva en los cineastas de la Nouvelle Vague, y central en el cambio de dirección del cine francés de la posguerra y particularmente de la década de 1960. Sirvió en las fuerzas francesas; luego, tras huir de la invasión alemana, en las inglesas, y después fue agente de la Resistencia, con el nombre secreto de Jean-Pierre Melville: admiraba al autor estadounidense, de quien lo impresionó sobre todo Pierre o las ambigüedades, una de sus obras menos conocidas y más turbias, que plantea confusamente una trama incestuosa.

Es famosa la, por así llamarla, mitomanía estadounidense de Melville: sus películas, aunque situadas en Francia, tienen teléfonos públicos a la americana o puertas en las que siempre se lee exit, y nunca sortie. Melville aparece en Landrú (1963), de Claude Chabrol, con guión de Françoise Sagan, y «Paranoico como Jean-Pierre Melville» es una frase utilizada en sus cartas por Truffaut (François Truffaut: Correspondance, 1988). Melville fue muy amigo de Godard, en cuya película A bout de Souffle (1960) hace del escritor Parvulesco, parodia de Nabokov. Godard le debe a Melville otra cosilla: si gracias a Balzac –que en Splendeurs et Misères des Courtisanes los describe– conoció los burdeles del París de la década de 1830, fue Jean-Pierre Melville quien lo introdujo en el universo de la lujuria prostibularia de los años cincuenta.

El silencio de un hombre

En Le Samouraï, Jef Costello, un asesino a sueldo sin amigos cuyo único punto de apoyo es su mujer (aunque sabe que ella tiene un amante), es reconocido, cumpliendo uno de sus trabajos, el asesinato del dueño de un club nocturno, por Valerie, la pianista del local (que sin embargo lo niega en la rueda de reconocimiento). Engañado por sus cómplices, Costello tiene que defenderse en dos frentes: de la policía en uno, de ellos en el otro. Se organiza entonces una implacable caza de todos contra un solo hombre y marcha hacia una muerte cierta prácticamente desarmado. Una muerte deseada y organizada como una apoteosis.

Es la obra maestra de Melville. Su estilo solemne, puntilloso, se adapta a la perfección a este thriller psicológico, entre cuyos méritos está la sórdida e inquietante atmósfera lograda por el camarógrafo Henri Decaë, a quien tuvo a su lado en la mayoría de sus películas. Delon creó un personaje digno de una tragedia griega, un frío y solitario asesino profesional que un día descubre que quienes lo han contratado van a matarlo. El silencio de un hombre (como se lo llamó en España) es, por su tema y por su tratamiento, el final de una larga exploración de la soledad iniciada por Melville con Bob el apostador (Bob le flambeur, 1956). Costello está tan solo como un hábil cazador que, convertido en presa, al descubrir la trampa esquiva a la jauría para, orgulloso, dar el toque de acoso y organizar su propia muerte. Le Samouraï es el terrible poema del solitario. «No hay soledad más profunda que la del samurái, salvo, quizás, la del tigre en la selva», leemos al comenzar el filme en la pantalla, donde figura como una cita del Bushido. Pero Melville confesó que, en realidad, la había inventado él.

kurubeta@gmail.com

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