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Las caracterizaciones alarmistas que los opositores vencidos ofrecen de la victoria y del vencedor en las recientes elecciones presidenciales brasileñas parecen calzarles bien a una y otro. Menos fácil es la aquiescencia con la narrativa que la derrotada élite política de centroizquierda desarrolla para explicar la novedad en un horizonte político dibujado para nuestra edificación con trazos gruesos y sombríos. Una fábula a la que nada distingue de su parodia. Donde Brasil ha sido sodomizado por un alienígena golpista, un exmilitar irresistiblemente bien dotado que ganó impulso y velocidad a bordo de un ovni indetectable para los radares. Donde el derrumbe nacional de la partidocracia federal es un estrago que encendió un meteoro prodigioso, tan improcedente como sin precedentes, una catástrofe astrológica arrastrada por la devoradora, omnívora alineación de fatales injusticias letales.
En 200 años de vida independiente, los de democracia formal fueron pocos. Y por añadidura los menos buenos, según el entusiasta electorado brasileño que en el balotaje del domingo 28 le firmó un cheque en blanco a un aspirante a autócrata dispuesto a cobrarlo ahora mismo y en efectivo. El presidente electo Jair Messias Bolsonaro dejó claro algo que a su electorado le queda claro –aunque hayan tenido interdicto decirlo en voz alta–: que el fin –llegar sin desvío ni desfallecimiento a los diáfanos objetivos estampados como programa con letras de oro en la bandera brasileña: el Orden y el Progreso– justifica los medios.
Bolsonaro anunció que irá más lejos que los únicos gobiernos que fueron exitosos en su país. Más que el Imperio esclavista, los caudillos neofascistas, las dictaduras militares desarrollistas que hicieron grande a Brasil. Guerra a muerte a la inseguridad, libertad absoluta de empresa y de comercio, con el Presidente como General y Gendarme en jefe, y no como Rey Filósofo. El movimiento político de derechas que Bolsonaro encabeza, y la sociedad que apuesta a él para salir de los laberintos de la crisis de la representación, parecen haber pactado un nuevo contrato. Que los gobernantes sean juzgados por sus logros antes que por la legalidad y aun la legitimidad de sus actos. El repudio a la corrupción del Ejecutivo y del Legislativo, al contubernio de las empresas, la indignación por las revelaciones de la investigación judicial Lava Jato sobre la red galáctica e inconsútil de sobornos nunca menos que millonarios, pierden relevancia ante el hastío y hartazgo por una élite gobernante –el Partido Social Demócrata de Cardoso o el Partido de los Trabajadores de Lula y Dilma– que retaceó u obstaculizó o demoró o simplemente no acertó en colocar a Brasil y sus habitantes, como también augura la bandera brasileña, en un más próspero lugar en el mundo y en la vida. El lema «Roban pero hacen» funcionó como cínico pero lúcido eslogan de campaña del paulista Paulo Maluf. El mayor reproche del electorado al PT no es que haya robado: es que haya subejecutado sus promesas y buscado compensar esto reclamando respeto y admiración por su superioridad moral e intelectual.
¿Cómo Brasil, después de haber hecho presidentes en la «recuperación democrática» a un gran científico social de reposada reputación internacional, a un correctísimo obrero sindicalista industrial que enfrentó a los gobiernos militares, a una ex guerrillera profesional torturada, destituida pero sucedida por su vice, un profesor de derecho constitucional, pudo en 2018 preferir a un exmilitar que defiende la dictadura, el gatillo fácil, el derecho universal a la portación de muchas armas, el sexo (no el género), la eliminación física de bandidos, narcos y mafiosos, la religión y un universalismo sin tiempo, humor ni dinero para los derechos especiales de las diferencias de sexo, sexualidad, étnicas, o culturales? Por lo común flemáticos, o dispépticos, aun medios internacionales habitualmente tan sobrios como el vespertino francés Le Monde o el semanario británico The Economist encendieron sus alarmas rojas cuando supieron del avance arrollador de Bolsonaro, carismático presidenciable de un Partido Social Liberal minúsculo, el PSL, que le prestaba una sigla y una estructura que le quedaban chicas. Por única vez en su historia, estas desdeñosas publicaciones europeas hicieron una campaña por el candidato de izquierda, uniéndose a la masa de las publicaciones progresistas. A los ojos de los votantes, tanto orgullo y prejuicio, sentido y sensibilidad en favor del derrotado petista Fernando Haddad demostraban su alienación del pueblo brasileño.
Exministro de Educación de Lula, Haddad era todo lo que Bolsonaro, sin mentir, decía que es. Haddad es un hombre de la élite del privilegiado Sur del país, es un profesor marxista de Ciencias Sociales en universidad estatal y es un varón al que cuando habla no se le entiende qué dice (a menos que uno sea también muy educado). Desde la cárcel, Lula se demoró en elegir a su delfín. Finalmente, habló y pronunció la palabra «Haddad». Ya era tarde; los pobres del Nordeste ni identificaban al hombre ni retuvieron su apellido de origen árabe, buscaban lo que oyeron, a un inexistente «Andrade»...
Bolsonaro se suma al eje y la lista de los líderes nacionales que sistemáticamente sobresaltan a la opinión occidental –o al menos a sus medios de prensa–: el ruso Vladimir Putin, el chino Xi Jinping, el filipino Rodrigo Duterte, el norteamericano Donald Trump. A todos ellos los impulsaron cambios nacionales, regionales, globales, de magnitudes geológicas. Nunca fueron agentes de esos cambios: no son su causa, son una de sus consecuencias mayores. Mutaciones sociales devastadoras, tsunamis tan previsibles como imprevistos, los elevaron al poder en Moscú o en Washington. Parecería peligroso buscar un común denominador para la historia última de estas naciones gigantescas y arriesgarse más allá de una generalización insípida: que lo común entre las novedades es el solo hecho de ser nuevas.
Para llegar al poder, los nuevos líderes necesitaron nuevas mayorías. Pero estas ya estaban esperándolos. Limitándonos al BRICS, sigla barata y arbitraria, pero marketinera, que reúne en su marchito ramillete emergente la B de Bolsonaro con Rusia, India, China y Sudáfrica, el recobrado vigor del poder presidencial puede deberse, según el caso, a ponderar o a cortar de raíz el mismo miembro. El presidente chino Xi Jinping es el hombre que ha concentrado más poder en la República Popular desde la muerte de Mao. ¿La clave de su éxito? Humillar a la Federación Juvenil Comunista, cortarle los fondos y ponerla bajo control del Comité Central. Es decir, bajo su control personal. Xi reformó la Constitución para asegurarse la reelección presidencial indefinida. Y Bolsonaro ya anunció cómo a su juicio gobierna mejor el Ejecutivo: sin la gravosa rémora parásita de otros dos Poderes. En Beijing triunfó la antigua aristocracia roja, que arrastró consigo y de su lado a los que no quieren más mercado que el que ya tienen; en Brasilia, una juventud verdeamarelha que quiere más capitalismo llevó al poder a Bolsonaro. Los poderosos –nueva constatación insípida– siempre quieren más poder.
alfredogrie@gmail.com