J. D. Salinger, o el cazador oculto

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Cuando murió Salinger, el 28 de enero del año pasado, se dijeron y escribieron muchas cosas. Una de las más repetidas es que le preocupaba la autenticidad. La inefable crítica literaria Michico Kakutani, del New York Times, siempre dispuesta a decir cosas chirles con tono severo, escribió que los lectores de varias generaciones han quedado cautivados con El cazador oculto (1951) debido a la voz “maravillosamente inmediata” de su narrador, Holden Caulfield, que juzga con escepticismo al mundo y denuncia a sus farsantes y sus hipócritas.

A pesar de las advertencias de Holden Caulfield, narrador y protagonista de The Gatcher in the Rye, traducido “oficialmente” en español como El guardián entre el centeno, que, al comienzo de la novela, avisa a los lectores de la falta de decoro que supone narrar detalles de la vida privada de una persona, ignorando la voluntaria reclusión en la que su autor, J. D. Salinger, ha vivido los últimos cuanta años de su vida, parece inevitable atreverse a indagar en la personalidad del escritor norteamericano y en el conjunto de su obra para poder entender mejor las razones de un éxito ininterrumpido desde su publicación. Pues ha sido tal la repercusión de dicha novela entre los adolescentes de todo el mundo, cuya admiración la ha elevado a objeto de culto en el mundo juvenil, y tal el misterio que rodea a su autor, que podemos afirmar sin temor a equivocarnos que ambos se han convertido en verdaderos iconos de la cultura estadounidense y, por qué no, del mundo.

Jerome David Salinger nació el uno de enero de 1919 en Nueva York, y murió el 28 de enero de 2010. Hijo de un comerciante de carne polaco judío, Sol Salinger, y de una católica de origen irlandés, María Jillich, que tras su matrimonio se convirtió al judaísmo y adoptó el nombre de Miriam, Jerome (Sonny) creció como judío (una identidad religiosa que nunca asumiría), estudió y vivió en el lujoso Upper West Side de Manhattan, y, al parecer, fue un niño introvertido y taciturno. Con quince años, sus padres le enviaron a la academia militar de Valley Forge, en Pensilvania, donde estudió hasta 1936 y en la que escribió sus primeros cuentos. Su padre deseaba que su hijo continuara con el próspero negocio familiar y, con ese fin, le envió unos meses a Austria en 1938, pero los intereses de Jerome iban por otros derroteros y pronto comenzó su carrera literaria como escritor de relatos para revistas. Publicó su primer cuento en 1940, “The Young Folks” (“Los jóvenes”), animado por Whit Burnett, profesor suyo en Columbia y editor de la revista Story, donde apareció este primer relato. Tras pasar sin éxito por varias universidades (New York University y Columbia en Nueva York; Ursinus, en Pensilvania), Salinger fue reclutado a finales de 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, y llegó a participar en el desembarco de Normandía, así como en otras batallas. Esto supuso para él una sangrienta y traumática experiencia que nunca olvidaría porque, como relataría su hija años más tarde, según él: “Nunca consigues deshacerte de ese olor a piel carbonizada”. Durante su estancia en París conoció brevemente a Ernest Hemingway, que trabajaba como corresponsal de guerra allí, y entabló con él una conversación sobre su obra y le enseñó el último relato que había publicado, “The Last Day of he Last Furllough” (“El último día del último permiso”), que, al parecer, le gustó mucho al famoso escritor.

El guardián entre el centeno es, como dijimos antes, una novela de culto entre los jóvenes de todo el mundo desde su publicación, aunque ha ocasionado más de un episodio de fanatismo. Entre ellos, un lamentable ejemplo es el de Mark David Chapman, el asesino e John Lennon, que, en su declaración tras ser arrestado, dijo identificarse con Holden Caulfield, el protagonista de la obra que había comprado esa misma mañana (pues no había llevado su ejemplar a Nueva York) y que estaba leyendo mientras esperaba a Lennon. Nunca, según él, se planteó que al matar a Lennon iba a dejar a un hijo sin padre: “No se me ocurrió. Yo adoro a los niños. Soy el guardián entre el centeno”.

Según el budismo zen, los niños son seres sagrados, pues tienen un acceso a la experiencia total y espontánea. En la novela, la inocencia del mundo de los niños se distingue de la corrupción del mundo de los adultos, representado por la palabra pony, que puede traducirse como hipócrita o falso y que, según Holden, se aplica a todo lo que tiene que ver con el oportunismo y la falta de escrúpulos. Ante el panorama desolador que se le presenta al protagonista en su paso a la madurez, solo encuentra consuelo en su hermana Phoebe, de diez años, que representa la inocencia. A pesar de pertenecer a una familia acomodada de Nueva York, cuyos padres tienen un matrimonio aparentemente estable, Holden se presenta como un adolescente con problemas de integración, que va a ser expulsado de un exclusivo colegio privado por tercera vez. Traumatizado por la muerte de su hermano menor, Allie, que falleció de leucemia, Holden busca comprensión en su hermana Phoebe, la única persona con la que parece entenderse. La infancia de Holden se asocia con Central Park, su paraíso perdido, o su “tierra baldía”, que ahora está helado y desolado. El adolescente, a punto de entrar en el mundo adulto, se resiste a seguir sus esquemas y ello le produce un desequilibrio psicológico que los propios adultos interpretan como neurosis o condición obsesiva, y que le lleva a sentirse alienado de todo lo que le rodea.

El escritor argentino Gonzalo Garcés es quien llega más hondo en el análisis de la obra de Salinger, cuando interpreta la novela El guardián entre el centeno: “…Era un libro opresivo, sin rastro del afecto liberador que habría debido tener una voz que ‘juzga el escepticismo’. Había algo enfermizo en Holden Caulfield, pero recién ahora que lo releo empiezo a discernir qué es. La verdad es que Holden, con todo su celebrado tono coloquial, es un personaje imposible, un ideal que no puede confundirse con un ser vivo. Le falta algo para ser humano; se siente desde los primeros episodios, cuando lo acaban de echar del colegio y cada persona con la que se cruza quiere algo —impresionarlo, aleccionarlo, engatusarlo— y él solo parece compadecerlos a todos, salvo cuando los encuentra irritantes, justamente por querer todas esas cosas. La cuestión se vuelve manifiesta en uno de los episodios más memorables, cuando Holden está en un hotel y el botones le propone mandarle una prostituta a su habitación. Holden acepta, pero cuando la chica llega, se deprime y pierde las ganas. Al final, el botones-cafishio le da una paliza y le cobra el doble de lo que habían acordado”.

En particular, en el episodio con la prostituta, algo no termina de cerrarse; las razones de Holden para perder las ganas de sexo parecen inconclusas. Termina haciendo pensar en esa gente que, frente a una película pornográfica, y para no admitir que se sienten turbados, se llenan la boca con la compasión que les causan las actrices, lo mala que está la música, etcétera. En cualquier caso, eso es lo que le falta a Holden Caulfield, como a todos los protagonistas de Salinger: deseo. Holden no parece querer nada. Y si los demás parecen ridículos a su lado, es porque cualquier deseo y cualquier esfuerzo parecen ridículos puestos al lado de la abstención. Pero la falta de deseo casi siempre oculta de todas maneras un deseo, aunque sea más tortuoso, más soterrado, más histérico.

¿Y por qué no quieren nada los protagonistas de Salinger? Ahí está la cuestión. Salinger, se sabe, fue uno de los precursores de la manía orientalista de los años sesenta. Antes de que Los Beatles se fueran a meditar con el Mahairishi, antes incluso de Jack Kerouac y Allen Ginsberg, Salinger habló en sus ficciones de Gautama, Ramakrishna, Lao-Tsé, el Zen, los bodhaisattvas, los hartas, los jivamuktas, sin olvidad a Jesucristo y a los demás santos. Si algo se puede sacar en limpio, es una fuerte atracción del autor de Nueve cuentos por el nirvana, en el sentido de la destrucción de la conciencia y, en definitiva, la muerte. Franny, la superintelectual hija menor de los Glass, murmura una oración con la esperanza de vaciar su mente. Esto significa que está en una encarnación muy avanzada y lista para salir del mundo material. Es lícito decir que por la ficción de Salinger corre una desaprobación por el mundanal ruido, los vanos afanes, la ciega ambición. Y por el motivo que tradicionalmente han argumentado las religiones orientales: que el mundo material es una ilusión. Podría decirse que para Salinger la realidad es la muerte, y desde ese punto de vista los afanes del ego deben combatirse por ser máscaras, mentiras.

Volvamos de nuevo a la vida de Salinger. A su regreso de la guerra, publicará nuevos relatos. “A Perfect Day for Bananafish” (“Un día perfecto para el pez plátano”) apareció en The New Yorker en 1948 y en él presenta por primera vez a los Glass, una familia sobre la que escribirá varias obras desarrollando así su peculiar historia. La familia se compone de los padres: el judío y la madre irlandesa (en curiosa afinidad con los padres del autor) y sus siete hijos, Seymour, Buddy, Boo Boo, Walter, Waker, Zooey y Franny, unos chicos extremadamente sensibles, entre los que destaca el hermano mayor, Seymour, cuya muerte prematura marcará la vida de todos ellos y que aparece como personaje o narrador en varios relatos: “Un día perfecto para el pez plátano”, “Levantad, carpinteros, la viga del tejado”, “Seymour: and Introduction” y “Hapwoert 16, 1924”. En “Un día perfecto para el pez plátano”, Seymour y su mujer se encuentran de vacaciones en la playa. Mientras esta pasa todo el tiempo hablando por teléfono en el hotel, Seymour, traumatizado como consecuencia de su experiencia bélica, pasea por la playa, donde habla con una niña y finalmente vuelve al hotel para suicidarse, abrumado por la deprimente realidad del mundo en que vive.

El estudio de la crítica literaria argentina Virginia Cosin valoriza del modo siguiente la obra de Salinger: “J. D. Salinger llegó a mi vida cuando cumplí quince años. La edad perfecta. El libro ideal. El guardián entre el centeno. O El cazador oculto, depende de la traducción. Lo leí en una noche. Y en repetidas ocasiones, a lo largo de mi vida, varias veces más. Dos años después, mi novio de la secundaria me regaló Franny & Zooey. Un librito más bien escuálido. Una película en prosa como lo define el mismo Salinger en un agradecimiento que es casi una disculpa para su editor. No podría precisar la cantidad de veces que releí ese libro. Si dijera diez, veinte, me quedaría corta. Por un tiempo estuve obsesionada con esa familia, los Glass, como lo estaba Franny con su pequeño ejemplar del Camino del peregrino. Empecé a creer que era uno de ellos. Quería ser uno de ellos. Una hermana perdida, fuera del libro. Pero de los cuatro editados, había leído hasta entonces solo dos. En el primero de los Nueve cuentos, que corrí a comprar apenas terminé Franny & Zooey, estaba la semilla, el eje alrededor del cual orbitaban todas las historias, todos los personajes”.

En esta línea temática, “Para Esmé, con amor y sordidez” (New Yorker, 1950), considerado por algunos como su mejor relato, plantea la angustia de un soldado recién llegado de la guerra que tiene una depresión nerviosa. Podemos encontrar en este personaje cierta afinidad con el autor, pues, al parecer, Salinger estuvo ingresado en un hospital varios meses sufriendo lo que algunos biógrafos han considerado como estrés postraumático. La experiencia de la guerra es, desde luego, traumática para el escritor, que la convierte en tema de muchos de sus escritos, y marcará también su vida personal. Durante la guerra conoce a la que se convertirá en su primera esposa, Sylvia (según algunos críticos, una joven alemana que había sido subalterna del partido nazi; según otros, una médica francesa) de la que se separará al poco de llegar a los Estados Unidos. Tras la guerra y su separación, Salinger empieza a frecuentar el Greenwich Village, en una época en la que se está consolidando como zona preferida de reunión de la vanguardia alternativa norteamericana, como la Generación Beat, y se convierte en uno de los primeros seguidores de la teoría zen.

A Ernest Hemingway, John Dos Passos, Scott Fitzgerald, Getrude Stein, Ezra Pound, E.E. Cummings, entre otros, más o menos caprichosamente se los llamó la “generación perdida”. Importa recordarlos como antecesores de la “generación vencida”, donde sobresalen los nombres de Jack Kerouac, Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti, Gregory Corso… A mitad de camino queda otra generación compuesta particularmente por novelistas de superior interés, la que va desde Norman Mailer, Nelson Algren hasta J. D. Salinger, Saúl Bellow, James Jones, William Styron…; marcan, en el eterno vaivén de tendencias, el paso de la “rebelión a la conformidad”, según un crítico, Maxwell Geismar, cuyas vistas son más sociales que literarias. Y aún está por definir otra generación posterior, la de 1960, donde resaltan figuras como James Purdy, Bernard Malamud y John Updike, sin olvidar a dos mujeres: Catherine Anne Porter y Mary Mc Carthy; la primera, iniciada como cuentista, destacada después como novelista poderosa en una obra de alegórico título medieval, La nave de los locos; la segunda, procedente del ensayismo crítico, con otra novela de empeño, The group. Pero no nos adelantemos.

Por ejemplo, “Hapsworth 16, 1924” tiene forma de una carta que escribe Seymour con siete años desde un campamento de verano y cronológicamente es la primera historia de la familia Glass. De la misma manera que la familia Glass, Salinger vive en su propio universo, poco a poco se fue recluyendo en su casa hasta quedar apartado de la vida social y del mundo editorial y académico. Consecuentemente, se ha creado una leyenda en torno a su persona que lo presenta como un hombre dedicado al budismo zen, el vegetarianismo y la homeopatía, que rechaza conceder entrevistas (no concedía ninguna desde 1980) o participar en la vida académica ni en las promociones literarias. Su hija Margsret (Peggy) publicó una biografía de su padre, El guardián de los sueños, 2000, en la que le presenta como un hombre excesivamente rígido en sus creencias e incluso llega a señalar que su desequilibrio mental no vino causado por su participación en la guerra, sino que era anterior a esta. La autora relata haberle dicho a su padre cuando tan solo contaba cinco años: “A ti solo te gusta la gente homeopáticamente”, es decir, en pequeñas dosis, y solo si eran como él, afirmación que quizá sorprenda en una niña de edad tan temprana, pero tal vez la autora recreara en función de una imagen mitificada de su padre. De hecho, una de las principales críticas que se han hecho a Salinger es la de que sus personajes son un reflejo de su personalidad. No es solo en “Esmé” en la que encontramos elementos autobiográficos llevados a la ficción; también se ha considerado al joven Holden Caulfield como el alter ego de Salinger, así como a Seymour, Buddy o Zooey Glass. Mary Mc Carthy, en un artículo que apareció en Harper’s Magazine (octube de 1962), se expresaba en este sentido al afirmar que todos los personajes de Salinger tienen algo de él: “¿Y quiénes son estos chicos fantásticos sino el propio Salinger dividiéndose y multiplicándose como la ameba original? (…) Enfrentarse con las siete caras de Salinger, todas inteligentes, adorables y simples, es como mirar en un terrible estanque narcisista”. No fue Mc Carthy la única en señalar este aspecto de la obra de Salinger. Escritores como John Updike o Joan Didion, junto a críticos como Leslie Fiedler, hicieron públicas sus reservas hacia el supuesto mensaje religioso o moral de Salinger, a pesar de alabar su maestría con el lenguaje.

Los personajes jóvenes de Salinger son comparables al de otros personajes jóvenes como Huckleberry Finn o Stephen Dedalus, el protagonista del “Retrato del artista adolescente”, de James Joyce, Holden descubrirá poco a poco el mundo adulto, lo que implica, en el caso de Holden, el despertar de la sexualidad (incluido un avance homosexual por parte de un profesor de su anterior colegio que intenta abusar de él, con el consiguiente rechazo de parte de Holden) y las primeras relaciones con la bebida. La figura de Holden (personaje y narrador), recalcamos, como un nuevo Huck Finn, reivindicando la inocencia y rebeldía americana frente a una civilización corrupta representada por el mundo de los adultos y la herencia europea, ha sido señalada por numerosos críticos. Del mismo modo, como se ha comentado ya, es posible interpretar el personaje de Holden como un reflejo de ciertos aspectos de la personalidad de su autor, cuyo rechazo de la sociedad le ha llevado a la reclusión hasta el día de su muerte, el 28 de enero de 2010.

La vida cotidiana de J. D. Salinger, narrada por él mismo en una serie de cartas que se vieron y pudieron leerse en un pequeño museo de Manhatan. Se trataba de once cartas que el autor de El guardián entre el centeno (conocida en la Argentina como El cazador oculto) escribió a su amigo Michael Mitchell, entre 1951 y 1993.

En ellas el escritor da algunas pistas sobre su vida diaria, recluido desde hacía medio siglo en su casa de New Hampshire. De acuerdo a sus misivas, Salinger, que había dejado de publicar en 1965, cumplía una exigente rutina de escritura, se levantaba diariamente a las seis de la mañana, se sentaba a su escritorio y trabajaba, escribía.

Esta revelación sobre la que tanto se ha especulado durante los años de aislamiento y hermetismo del escritor, pone a sus lectores y fanáticos a fantasear sobre la posibilidad de que aparezcan, tras su muerte, una cantidad de obras inéditas. Si esos textos verán la luz alguna vez son incógnitas que solo el tiempo develará.

Las cartas legadas por Mitchell a un coleccionista y más tarde cedidas por este a la Morgan Library, donde fueron exhibidas, cuentan, entre otros detalles en primera persona, el gusto de Salinger por las reuniones con amigos, la comida china y las obras de Broadway, además de su interés por la cultura pop, la política y el submundo neoyorkino.

Desde los años ochenta, Salinger estaba casado con Colleen O’Neill, su tercera esposa y, según los biógrafos, seguía viviendo en la misma casa comprada en 1953 en Cornisa. En el 2000, año en que se publicó el libro de su hija, J. D. Salinger tenía ochenta y un años y seguía escribiendo a diario, textos que quizá solo él conocía.

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