Iván Belaieff

Iván Timoféyevich Beliáyev Polskai, nacido en Petrogrado en 1875, y más conocido en Paraguay como Juan Belaieff, dejó su tierra natal tras la revolución bolchevique de 1917 y llegó a nuestra capital en el vapor Berna el 8 de marzo de 1924. El pasado 20 de abril, en la sede de la Embajada de la Federación de Rusia en Asunción, un acto conmemorativo celebró la memoria del general Belaieff, antropólogo, lingüista y militar que se convirtió en parte de la historia de Paraguay, el país en el que murió en 1957, y de cuya vida y destino nos habla el siguiente artículo.

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El 19 de abril del 2015 se cumplieron ciento cuarenta años del natalicio del general Iván Timoféyevich Belaieff. Ese día fue una gran fiesta en la comunidad maká. Fue inaugurado un monumento al general, considerado protector de esta tribu.

El tiempo pasa rápido y ya quedan pocas de las personas que lo conocieron. Para la presente generación, es una figura histórica. Era una persona extraordinaria para su época y poseía muchos dones, así como integridad. Hizo una gran contribución al desarrollo de Paraguay y al proceso de acercamiento de nuestros pueblos. Por eso merece su lugar en la historia, y nuestro reconocimiento y respeto. Una amiga de la familia, en ocasión de la muerte del general, en 1957, escribía, desde Buenos Aires, a su viuda, Alejandra: «Querida, actualmente ya no existen hombres como su esposo». Es un ejemplo de la opinión de sus contemporáneos.

En las dos últimas décadas se ha publicado mucho sobre él, tanto en Rusia como en Paraguay. Poco se puede añadir a los hechos conocidos. Su vida fue muy bien descrita en el artículo del vicedirector del Instituto de América Latina de la Academia de Ciencias de Rusia, el profesor Boris Martynov, «General. Científico. Poeta», preparado especialmente para esta fecha.

En este ensayo, como en otros, de otros autores, creo que se ha creado una imagen oficial del general, «un monumento en bronce», sólido. Con mis palabras, no quiero quebrantar esa solidez, sino fortificarla, tratando de acercarme a él y de comprender mejor su alma, sus sentimientos, sus alegrías y tristezas, sus dichas y desdichas, sus logros y fracasos. Gracias a Dios, tenemos sus testimonios. El general terminó de escribir sus memorias el 10 de junio de 1950 y dijo todo lo que quería decir, abiertamente, en ese libro, Memorias de un exilado ruso, publicado por vez primera en Kazakhstan en 1994 en la revista Prostor (Espacio). Ya tenemos acceso a su versión electrónica en ruso en internet. Estoy seguro de que un día el público paraguayo podrá leerlo en español y gozar de su estilo de escritura y de sus visiones, pensamientos y conclusiones.

Él nos permite entrar en su mundo interno, confiando en nosotros, y escribe sobre las cosas más íntimas. Precisamente por eso debemos tratar sus Memorias cuidadosamente, a fin de evitar el peligro de juzgar equivocadamente la vida ajena. Quiero enfatizar aquí algunos momentos que me parecen importantes para comprender la integridad de esa persona.

Hay que admitir que el destino fue muy duro con el general: cortó sin piedad y con cuchillo su vida en dos: lo que amaba y perdió (Rusia) y lo que soñaba encontrar (Paraguay). No todas las personas pueden resistir ese desafío. Algunas se rinden y la ola de los acontecimientos las lleva a la incertidumbre. Otras buscan un cobijo tranquilo y tratan de olvidar todo lo que dejaron atrás. El general era de otra índole. Él no se rindió, y en las nuevas circunstancias buscó el espacio para desplegar su enorme e inagotable energía.

Al leer su libro, me impresionó su amor por la familia y el hogar: «las presentes generaciones ya no conocen este sentimiento que tuvimos nosotros hacia nuestro nido natal, donde crecieron tres generaciones de nuestros familiares. Para nosotros, el hogar natal lo era todo. Era nuestro paraíso terrestre».

Habla con ternura de su madre, a la que no conoció, pues murió cinco días después de que él naciera. «El amor de mi madre y el honor intachable de mi padre fue lo mejor que yo pude heredar», dice en sus notas. Fue educado por sus queridas tías, que reemplazaron a sus padres («Rara vez se puede encontrar una madre como nuestras dos tías, repetían todos en nuestro entorno, y era la pura verdad», escribe). Su familia era numerosa, pero encuentra palabras de afecto para cada miembro. Ese amor a su familia y al prójimo, el general lo demostró toda su vida.

Fue un gran patriota («¡Oh, Patria Santa, qué corazón no tiembla bendiciéndote!»), y monárquico hasta la médula. Solo en la monarquía vio un futuro para su país. En el capítulo sobre su estadía en el hospital, habla más de la emperatriz que de sí mismo. Lo indignaba que tantos intelectuales no comprendieran «lo mucho que hacían la emperatriz y sus hijas gastando su tiempo y esfuerzos en curar heridos ajenos a su estado y a su educación». Y lo indignaba que un médico herido hablara de las intrigas de la corte y la conducta de Rasputín, denigrando así a la emperatriz.

Fue producto y parte de aquel sistema. Cuando el régimen zarista colapsó, para él no había otra opción que defender a la Rusia antigua, la Rusia de la monarquía. Se unió al movimiento blanco y luchó contra los suyos en una guerra fratricida en los campos de batalla. Fue un convencido de la justicia de esa gesta hasta su último día. Pero los hechos se impusieron. Fracasó con el Ejercito Blanco y perdió para siempre su país amado.

Sin embargo, no se cruzó de brazos. Decidió crear un hogar ruso, un centro de emigración cultural donde «todo lo santo que se había creado en Rusia se podría preservar para mejores tiempos». Lo intentó primero en Argentina, donde enfrentó a una élite rusa hostil a sus ideas. Y en Paraguay –su país soñado de la niñez– después, también sin éxito. Para algunos, circunstancias externas (su participación en la exploración del Chaco, la crisis económica de la posguerra) se lo impidieron. Me parece que no. Sus ideas no eran viables, en primer término, por razones internas de la propia emigración rusa, multifacética desde el punto de vista ideológico, con diferentes intereses económicos y culturales.

Muchas promesas del general a los rusos blancos invitados a radicarse en Paraguay chocaron in situ con realidades que no correspondían a sus esperanzas. Por eso no tenía respuesta de la gente, aunque trataba de ayudar a muchos. Escribió con amargura: «Si en ese montón de emigrantes hubiese podido encontrar solo una decena de partidarios, hubiera realizado aquí en Paraguay mi idea de preservar la Rusia Santa... Pero quizá no había llegado el tiempo para eso... No había ni una cabeza para comprender ni un corazón para apreciar lo que estaba tan cercano y tan accesible». Y: «A lo que yo dediqué toda mi vida… Ni una mano se levantó para ayudarme, ni una voz respondió a mi llamado. Y en los minutos de sufrimientos inhumanos, nadie se atrevió a gritarme “le oigo, hijo, le oigo”».

Dedica a Paraguay toda su energía. Como profesor en la escuela militar (1924), como explorador del Chaco Boreal (1925-1932) y después como protector de los oprimidos. Siempre me pregunto por qué ese noble general decidió exponerse a los extremos riesgos e insoportables dificultades que existían en aquella época. ¿Vocación escolar? ¿Interés de investigador? Fueran cuales fuesen las razones, asumió el compromiso ante las autoridades paraguayas y lo cumplió a cabalidad.

Durante esas expediciones conoció a los indios locales y se hizo su amigo. Estudió la vida, la cultura, el idioma y la religión de las diferentes tribus. Escribió el primer diccionario español-maká y el primer diccionario español-chamacoco. Los estudios de Belaieff ayudaron mucho a comprender la estructura tribal y étnico-lingüística de la población indígena de esta vasta región. Gracias a sus esfuerzos, los maká recibieron sus tierras cerca de Mariano Roque Alonso y no se extinguieron en la selva del Chaco Boreal. Por primera vez, un hombre blanco los trataba sin discriminación, sin humillación y con respeto.

Pero no era fácil despertar a la sociedad paraguaya. Tenía dificultades al frente del Patronato Nacional de Asuntos Indígenas, mas aún así logró introducir las premisas fundamentales para la futura integración de la población indígena en la sociedad paraguaya.

Las autoridades paraguayas promovieron, por sus esfuerzos, a Belaieff al grado de general. En la Guerra del Chaco, planeó con éxito operaciones militares y peleó en muchas batallas. Aunque en sus memorias también se refiere con amargura a la incomprensión sentida en esa circunstancia bélica («Trataba de convencer al comandante de que pusiera a mi disposición cuatro cañones con quinientos proyectiles y teléfono, garantizándole que aplastaría el fortín en dos horas, como lo hacía en la Primera Guerra Mundial... Pero encontré una incomprensible y estúpida resistencia, y solo podía ser útil tomando ocasionalmente la iniciativa por un corto período»), gracias a su experiencia de combate, los paraguayos obtuvieron victorias importantes.

Este año celebramos el septuagésimo aniversario de la victoria sobre el fascismo. Quisiera subrayar que el general, como un verdadero ruso, sinceramente estaba junto a su pueblo, que luchaba contra el fascismo.

Me extraña mucho que el general dedicara a sus veintiséis años de vida en Paraguay solo catorce páginas de sus Memorias. ¿Qué mensaje nos comunica con eso? ¿Consideraba poco importante lo que hizo en tierra guaraní? ¿Temía afectar a alguien (no solo a los rusos, sino también a los paraguayos que le dieron la oportunidad de tener una nueva patria)?

Era un militar profesional, maestro en su oficio, un investigador y científico perseverante, un poeta lírico interesante y un hombre de una dignidad inquebrantable, fuerte de carácter pero al mismo tiempo, a mi parecer, muy vulnerable a la ingratitud y a la injusticia, a la negligencia y a la ignorancia. Era un intelectual ruso modesto y tímido que se reservaba sus emociones. Creo que a veces sufría mucho.

Veo al general, entrado en años, amanecer en la orilla del río, mirando a los hawatus y otras aves que vienen de lejanos países a descansar de su largo vuelo. Quizá piensa en su destino y en su predestinación, en sus familiares, en su Rusia Santa, en sus sueños cumplidos. A su derredor reinan la naturaleza y la soledad de un hombre ruso en la tierra paraguaya. «Llámenme hawatu», solía decirles a sus queridos amigos maká. Y para ellos era, es y siempre será hawatu, que ahora ya está en los cielos.

(*)  Embajador de Rusia en Paraguay

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