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El escritor Ítalo Calvino acababa de leer La chambre claire cuando, pocas semanas después de la publicación de este que sería su último libro, el autor, Roland Barthes, fue atropellado por una camioneta, accidente a consecuencia del cual murió. Era 1980, y Calvino publicó en La Repubblica de Roma el artículo «En memoria de Roland Barthes». Aquí los primeros párrafos, en los que desarrolla una extrañamente conmovedora, al tiempo que escalofriante, relación entre «La lectura del libro y la muerte del autor», que, como él mismo escribe, «se sucedieron a una distancia demasiado corta para que yo consiguiera separarlas…»:
«Uno de los primeros detalles que se supieron del accidente producido el 25 de febrero en el cruce de la rue Des Ecoles y la rue Saint-Jacques fue que Roland Barthes había quedado desfigurado a tal punto que nadie, a dos pasos del College de France, lo había reconocido, y que la ambulancia que lo recogió lo condujo al hospital de la Salpetriere como un herido sin nombre (no llevaba documentos encima), por lo que permaneció varias horas en una sala común, sin ser identificado.
«Del libro suyo que había leído yo pocas semanas antes (La chambre claire, Note sur la photographie, ed. Cahiers du Cinéma-Gallimard-Seuil), me habían conmovido sobre todo las bellísimas páginas sobre la experiencia de ser fotografiado, sobre la desazón de ver el propio rostro convertido en objeto, sobre la relación entre la imagen y el yo; y en medio de la aprensión por su suerte, entre las primeras ideas que me asaltaron asomaba el recuerdo de aquella lectura reciente sobre el vínculo frágil y angustioso con la propia imagen que se rompía de golpe, como se rompe una fotografía».
«El 28 de febrero, en el ataúd, en cambio, su cara no estaba desfigurada: era él, tal como tantas veces lo había visto en aquellas calles del Quartier, con el cigarrillo colgado de un ángulo de la boca, a la manera de quien ha sido joven antes de la guerra (la historicidad de la imagen, uno de los tantos temas de La chambre claire, se extiende a la imagen que cada uno de nosotros tiene de sí mismo en la vida), pero estaba fija para siempre, y las páginas del capítulo 5 del libro, que releí poco después, hablaban ahora de eso, solo de eso, de que la fijeza de la imagen es la muerte, y de que procede de ahí la resistencia interna a dejarse fotografiar, y la resignación. “Se diría que, aterrado, el fotógrafo debe luchar enormemente para que la Fotografía no sea la Muerte. Pero yo, ahora objeto, dejo de luchar».