Hugo Rodríguez Alcalá: nuestro maestro

Cuando el viernes día 16 de noviembre Delfina Acosta me comunicó el fallecimiento de Hugo Rodríguez Alcalá, se me cayó el mundo encima, como decimos en el español popular: nos quedamos sin poder hablar e inertes. ¿Qué se nos pasó por la cabeza? Pues que te sientes insignificante, vacuo, una gota de agua ínfima en el océano, porque ha fallecido uno de tus maestros y sólo casi un año después de la defunción de otro grande del estudio de las letras paraguayas, Raúl Amaral. Desaparece con el profesor Rodríguez Alcalá uno de los críticos más importantes de la Literatura Hispanoamericana; desaparece también un amigo.

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90 años tenía. Los que hubiera tenido también otro grande de la literatura, Augusto Roa Bastos. Y es que ambos nacieron casualmente el mismo año, de la misma forma que integraron esa llamada “Generación del 40” de las letras paraguayas, que tanto renovó no sólo la poesía, sino también la narrativa nacional, con genios como Elvio Romero, Josefina Pla, Hérib Campos Cervera y los propios Roa y Rodríguez Alcalá, quien suele aparecer en un segundo plano cuando es uno de los autores de esta generación de una obra muy fecunda. Creaciones como El canto del aljibe (1973), El portón invisible (1983), Terror bajo la luna (1985), La casa en la montaña (1996), Romancero tierra adentro (1999) o Romances de la conquista (2000) son piezas claves de la historia de la poesía paraguaya del siglo XX. Y no hablemos de su narrativa, de sus cuentos, un primor del buen hacer, del trabajo y de la composición mágica en palabras de una historia inventada en su cerebro. Esos cuentos de Relatos del norte y del sur (1983), El ojo del bosque (1992) y La doma del jaguar (1995) y El dragón y la heroína (1997) nos han llenado de perplejidad y nos han permitido bucear en las profundidades de las grandezas y miserias del ser. Son relatos con unos personajes llenos de humanidad, que resumen las mejores características de los propios sentimientos del autor.

Su vida literaria ha estado dedicada a la literatura a dos facetas: la docente y la creativa. En el ámbito docente, fue un emblema de Paraguay en Estados Unidos, donde ejerció su labor universitaria. Su labor investigadora abarcó la literatura hispanoamericana en general, no solamente la de su país. Su libro El arte de Juan Rulfo, aparecido en 1965, permitió que el universo académico internacional apreciara por primera vez la importancia de este genio mexicano. Ya sabemos qué representan Juan Rulfo y Pedro Páramo en la literatura mundial del siglo XX: una de las obras maestras que nos supo descifrar el profesor Rodríguez Alcalá antes que ningún otro. También destacó su gran trabajo sobre los autores argentinos Jorge Luis Borges y Ricardo Güiraldes. Fue quien, además, supo llevar por el mundo de la crítica el estandarte de los grandes autores del realismo testimonial paraguayo: Gabriel Casaccia y Augusto Roa Bastos. Permitió que los españoles conociéramos las letras del Paraguay gracias a ese trabajo de su libro Narrativa hispanoamericana: Güiraldes-Carpentier-Roa Bastos-Rulfo (estudios sobre invención y sentido) publicado en la Editorial Gredos de Madrid en 1973, titulado “La narrativa paraguaya desde comienzos del siglo XX”, que nos sirvió de referencia en España, a pesar de que no entendiéramos explicaciones ajenas a nuestro universo literario como las comparaciones de la literatura de su país con la de los vencidos del sur de los Estados Unidos de América. Y es que el profesor Rodríguez Alcalá era un hombre con genio y capaz de adoptar posturas sorprendentes, afortunadamente, que nos revelaba obras desconocidas aquí y que luego, al leerlas, realmente comprendimos por qué las analizó: por su calidad.

Como autor de ficción baste lo que dijo de él un poeta no muy dado a repartir elogios entre los jóvenes creadores, Juan Ramón Jiménez: “Usted es un poeta y si a usted le satisface que un viejo aspirante a poeta, enamorado de la belleza se lo diga, se lo digo. Tiene usted el latido y el acento y se mueve en la atmósfera de los auténticos poetas”. Hugo Rodríguez Alcalá tenía realmente el latido: la sístole y la diástole de la literatura. Captaba el pálpito como un crítico sagaz capacitado para romper moldes y subrayar que los libros son vida y la vida está más allá de los libros.

Su importancia radica también en haber conseguido alumbrar el Taller Cuento Breve allá por 1983, cuando él regresó con una jubilación merecida de las universidades estadounidenses. De ese Taller nacieron grandes escritoras, cuyos nombres omito por evitar olvidarme de alguna de ellas. Fue un centro del que irradió una nueva luz en la literatura y no cabe la discusión de que en él se forjó uno de los hitos importantes dentro del cuento paraguayo contemporáneo. Las escritoras que han participado en sus actividades ya llevan sus buenos libros publicados y en ellos se percibe el aliento del aprendizaje narrativo forjado y forzado por el maestro Rodríguez Alcalá. Incluso en los libros individuales se observan temas parecidos desarrollados desde el punto de vista individual. He dicho siempre que El ojo del bosque se respira en Cuentos de mayo y abril, uno de sus volúmenes más importantes. Y frente a la acusación de aburguesamiento del Taller, nada mejor que responder con los seis buenos libros colectivos publicados por él. La literatura son historias bien contadas, ante todo, independientemente de quien las narre.

Y qué decir de esos cuentos geniales como “Tragochenko”, con un inolvidable personaje que muere bañado en el alcohol que le mantenía su ilusión, o ese Rojo Scott inventado por un amigo de ascendencia escocesa. Hugo siempre buscaba la nobleza de los actos humanos con una sensibilidad fuera de lo común: le interesaba subrayar que los hombres tienen corazón por encima de intereses. Sus relatos se podían dividir en cuentos de pasiones humanas, políticos e históricos. Y los históricos no tenían ningún desperdicio porque examinó el pasado paraguayo como pocos escritores: véase, por ejemplo, “El dragón cautivo (1921)”, donde el prisionero de la dictadura de Francia se suicida para evitar la ejecución, o esa glosa del canto cuarto, “El Infierno”, de La Divina Comedia de Dante, titulada “Coloquio entre sombras” donde los presidentes Franco y Estigarribia repasan sus mandatos gubernamentales. De ellos destaca el examen de la intrahistoria de la Guerra del Chaco: Hugo Rodríguez Alcalá debe ser considerado como uno de los primeros autores que introdujo el tema en la narrativa de su país.

Pero no quiero olvidar mi propia experiencia personal con el profesor Hugo Rodríguez Alcalá. Nada mejor para que su semblante quede siempre en mi memoria. Sólo decir que me ayudó muchísimo en el plano intelectual. Mantuve una correspondencia regular con él hasta el año 2000, que conservo entre mis tesoros personales. Pienso que son cartas muy personales donde dialogábamos sobre la literatura y, lo que es mejor, me ayudó a formarme como investigador. Discrepábamos sobre aspectos puntuales. No le gustaba que yo bautizara algún relato suyo como narcisista o de excesivo alarde de aburguesamiento aristocrático, pero era mi parecer y siempre me lo respetó, como yo a él que me enseñara con alguna palabra dura que para ser investigador hay que tener en cuenta lo que cuesta crear una buena obra. Dialogábamos sobre lo que era un final, y me permitió descubrir un pleonasmo absurdo que yo había empleado: “desenlace final”. Es obvio que un desenlace es un final en un cuento y, además, cómo le iba a yo a rebatir a un presidente de una Academia de la Lengua Española. Gracias, profesor.

Y mi recuerdo personal gira hacia aquella casa de Nicanor Torales 2298, esquina Sucre, del Barrio Herrera de Asunción, donde la soledad era su acompañante. Era 1995. Allí pasamos algunas tardes mi esposa, él y yo, recordando a sus amigos exiliados españoles en Estados Unidos Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén y Américo Castro. Allí me dio una charla magistral sobre la literatura paraguaya y la necesidad de escapar del enclaustramiento y de ese aislamiento internacional en el que doce años después se mantiene a pesar de los avances tecnológicos, cuyos apuntes tomé y conservo en una vieja libreta azul. Se sentía muy abandonado y escasamente reconocido por su propio país, y por desgracia parece que así se mantuvo hasta el final de sus días. Y es que en las mentalidades hispánicas, “nadie es profeta en su tierra”, como dice el refrán castellano.

Por eso, recordemos a esta figura ejemplar de las letras paraguayas y propongamos incluso que se le recuerde con alguna calle o el nombre de alguna institución. Hugo Rodríguez Alcalá fue uno de los que nos permitió descubrir en España, y en Europa por extensión, que la literatura de su país existía y que había gente que incluso era escritor. Su palabra nos llenaba porque escribía con una corrección impecable. Y pidamos que él no nos olvide como no pensamos olvidarnos de él. Que desde donde esté, su magisterio y su cátedra nos iluminen para que sigamos penetrando en esa telaraña de la literatura paraguaya, y que seamos nosotros, sus hijos intelectuales, quienes seamos capaces de descubrir nuevas obras decisivas para el futuro de la literatura hispanoamericana, como él nos reveló la grandeza de Juan Rulfo, nos ofreció una nueva lectura de Borges y nos predicó que la literatura sin vida es papel mojado.

Profesor Rodríguez Alcalá: los profesores españoles que tuvimos la suerte de conocerle no lo olvidaremos nunca porque su memoria y sus obras están entre nosotros. Y nuestro cariño. Vayan estas letras llenas de dolor y de lágrimas como humilde homenaje de quien siempre se considerará su alumno y su discípulo.

Valencia (España), 18 de noviembre de 2007
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