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El lugar del crimen es siempre un lugar maldito. Y los lugares malditos, como esos pasajes oscuros del inconsciente, son siempre espacios sustraíbles. Son retirados de la memoria por un imperativo de supervivencia. Para los que han sufrido abusos y vejaciones, el olvido es una dádiva. Pero también es un programa implementado por gobiernos y media para «superar» grandes traumas; léase: para cubrir sistemáticas violaciones a los derechos humanos. Pasado el primer momento de amnesia terapéutica u obligada, aparece la necesidad de revisar el pasado, de mirarlo a los ojos. Hay que exhumar cuerpos y testimonios. Se desencadenan así «las batallas de la memoria, las luchas por imponer sentidos sobre el pasado», como dice Elizabeth Jelin (citada por Natalia Fortuny en Memorias fotográficas. Imagen y dictadura en la fotografía argentina contemporánea, Buenos Aires, La Luminosa, 2014, p. 12). Pero «las imágenes del arte no proporcionan armas para el combate –nos aclara Rancière-. Ellas contribuyen a diseñar configuraciones nuevas de lo visible, de lo decible y de lo pensable y, por eso mismo, un paisaje nuevo de lo posible. Pero lo hacen a condición de no anticipar su sentido ni su efecto» (Jacques Rancière, El espectador emancipado, Buenos Aires, Manantial, 2008, p. 103. Trad. Ariel Dilon). Las imágenes de Hugo Aveta cumplen este requisito.
LO INIMAGINABLE, LO INDECIBLE
Hugo Aveta era todavía niño el 24 de marzo de 1976, cuando irrumpió en Argentina la última dictadura militar. Había pasado prácticamente toda la vida bajo gobiernos autoritarios, genocidas, el último de ellos lanzado al delirio de la guerra de las Malvinas. En 1983 ya tenía dieciocho años y podía votar. Elegir, quizás. Al año siguiente, bajo el gobierno de Raúl Alfonsín, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) publicó el luego célebre informe Nunca más. El documento instaló un escenario difícil: se atrevió a nombrar lo innombrable, a narrarlo en detalle. Calificar actos de atrocidad de «inimaginables» o «indecibles» era silenciarlos. Pretender que eran tan traumáticos que no podían ser formulados en palabra o imagen era consentir su ocultamiento. Decir Nunca más fue un gesto afirmativo. Esas dos palabras fueron el título rotundo de un testimonio del pasado, destinado al futuro. El escritor Ernesto Sábato, acostumbrado a transitar zonas oscuras (fue autor de Sobre héroes y tumbas, que incluye Informe sobre ciegos), presidió la comisión y organizó y prologó el informe que cobraría luego forma de libro y serviría de base para enjuiciar a las tres juntas militares. El Juicio a las Juntas fue registrado íntegramente por el canal estatal de televisión, que transmitió en diferido una pequeña selección de fragmentos grabados durante cada jornada, aunque sin sonido. Este fue el telón de fondo de la primera juventud de Hugo Aveta y sus incipientes experiencias como artista.
Es importante señalar la carga histórica y emocional de la palabra desaparecido. «La categoría desaparecido representa […] una triple condición: la falta de un cuerpo, la falta de un momento de duelo y la de una sepultura. Esta falta por triplicado será la marca constitutiva de la lucha por la memoria […] La fotografía se convierte así en un símbolo político de la reivindicación de la existencia de los cuerpos negados por el Estado desaparecedor y en una de las matrices privilegiadas de representación de los desaparecidos tanto en las estrategias del movimiento de Derechos Humanos argentino como en otros contextos latinoamericanos», dice Fortuny (citando a Silvia Catela y Ana Longoni en Memorias fotográficas…, p. 13).
Ya en democracia, el joven Aveta comenzó a explorar espacios hasta entonces prohibidos, como quien verifica los destrozos después de un cataclismo. Así trazó un diagrama de centros clandestinos de detención donde operó el Plan Cóndor. Y empezó a trabajar la memoria como facultad y como testimonio, como operación y como construcción histórica, como proceso personal y colectivo: «Genero una maqueta a partir de un espacio. La ilumino y la pongo en escena casi cinematográficamente. Son escenarios que tienen que ver con mi vida, con lo que sucedió, con situaciones que no soporto […] En mi serie Espacios sustraíbles la fotografía funciona como un registro permanente de lo que ya fue y no volverá a suceder en el continuo espacio-tiempo […] Construyo maquetas para recrear esos espacios a otra escala, pero conservando la verosimilitud del registro primario […]. Busco lograr una especie de clonación que los inmortalice, en una resistencia a su muerte, a su definitiva desaparición, a su olvido» (http://www.arte-sur.org/es/artistas/hugo-aveta/).
«La imagen es el ojo de la historia: su tenaz función de hacer visible», dice Didi-Huberman (en Images in spite of all, The University of Chicago Press, p. 32. Trad. al inglés Shane B. Lillis. La versión en español de la cita es mía). En Auschwitz nada era inconcebible, todo era posible. Si fue pensado por un ser humano, bien puede ser imaginado por otro. Cuatro imágenes borrosas obtenidas clandestinamente en el campo de concentración de Auschwitz permiten imaginar la condición de las víctimas. Fueron tomadas por el Sonderkommando (grupo integrado por prisioneros judíos forzados a trabajar en la «industria de la exterminación» limpiando de cuerpos las cámaras de gas, alimentando el fuego de las piras crematorias, removiendo los dientes de oro de los cadáveres, recogiendo anteojos y anillos de bodas y enterrando los huesos, para ser luego también aniquilados). Estas «piezas arrebatadas al infierno» (como las llama Didi-Huberman en su libro Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto) guardan la prisa y el miedo de quienes las tomaron y las sacaron del campo, pues hacer fotografías estaba totalmente prohibido.
Las obras de Hugo Aveta, en cambio, son producto de la calma. Aveta no se arroja hacia adelante, como esos desesperados sin historia que solo podían ensayar un gesto hacia el futuro (por más negro que fuera), sino que actúa en d’après coup, explorando el miedo con pasión estética. Sus obras, concebidas y recreadas a partir de información precisa, terminan por adulterar las notas de verdad, acentuándolas. Aveta ubica el escenario del crimen. Lo reconstruye, enfatizando luces, sombras, texturas. Da cuerpo al fantasma, ilumina grietas, fisuras, explosiones tardías de dolor. Así remueve zonas de fácil sustracción a la memoria, esa facultad frágil, casi desvanecida. En esos «espacios sustraíbles» el trabajo de Aveta revela «instantes de verdad», vestigios de verdad que son la verdad, como los que Hannah Arendt reclamaba al referirse al proceso de Auschwitz: «A falta de verdad encontraremos, sin embargo, instantes de verdad, y esos instantes son –de hecho– todo aquello de lo que disponemos para poner orden en este caos de horror. Estos instantes surgen de repente, como un oasis en el desierto. Son anécdotas que revelan todo en su brevedad».
Aveta toma distancia y manipula físicamente el recuerdo. Lleva a tamaño reducido la imagen de un edificio, su pesado y enorme contenido de memoria. Es una operación delicada: algo así como trabajar con juguetes macabros cuidando de no caer en lo sórdido o en lo perverso. Pero el tema no es solo recordar, sino cómo recordar. Ver cuáles han sido los filtros por los que ha pasado la memoria. La imaginación es la clave. Sustraída la memoria, los archivos quemados, enterrados, escondidos, terminan ofreciendo en sus fragmentos y partes mutiladas, atisbos de verdad, indicios para imaginar.
Hugo Aveta visitó Auschwitz el año pasado. No pudo resistir un día completo en el campo, que hoy es un museo. Los vestigios en paredes y pisos están energéticamente activos y transmiten lo acontecido, no como información sino como experiencia. Al parecer, partículas de dolor quedan almacenadas –dormidas o en actividad– en las células de toda materia. Y reaparecen. Brotan ante la presencia del estímulo menos sospechado. Sí, los lugares guardan memoria. En ellos está escrito el trayecto del cuerpo en su andar y desandar cotidiano, en sus posiciones de dominio y subalternidad, humillación y prepotencia, miedo y desesperación. De esperanza, acaso.
TRES OBRAS
La casa de los conejos, 2009: «el video y la fotografía se rozan en este trabajo para hablar de un acontecimiento determinado ubicado en un tiempo suspendido en el recuerdo» (http://www.lavoz.com.ar/ciudad-equis/hugo-aveta-mis-pensamientos-surgen-en-forma-de-imagenes). Aveta se refiere así a la casa de La Plata (Provincia de Buenos Aires) atacada por las Fuerzas Armadas, en la que el grupo guerrillero Montoneros escondía, bajo la fachada de un lugar de cría y venta de conejos, el lugar donde editaba el periódico Evita Montonera. El 24 de noviembre de 1976 la casa fue destruida; cinco personas murieron en la operación y una niña –de la que nada se sabe hasta hoy– fue secuestrada.
La Perla, 2014. Muchos testimonios recogidos en el informe Nunca más relatan pormenores del centro clandestino de detención La Perla, en la Provincia de Córdoba, donde nació Aveta. Se calcula que por allí pasaron unos tres mil detenidos. Las fuerzas de seguridad lo llamaban «la Universidad», pues la mayoría de los prisioneros eran estudiantes. Había comenzado a funcionar en 1975, bajo un régimen paramilitar, poco antes del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, y permaneció en actividad hasta 1979. En este centro, lo que se conoce como La cuadra «era el lugar físico donde los detenidos-desaparecidos pasaban la mayor parte de su cautiverio. Los secuestrados eran traídos aquí gravemente heridos luego de los tormentos psíquicos y físicos padecidos en las oficinas y la sala de torturas. Quienes sobrevivían pasaban todo el día acostados o sentados en colchonetas de paja y tapados con mantas de lana, vendados y maniatados, permanentemente vigilados y amenazados, y con la estricta prohibición de comunicarse.
Los secuestrados permanecían aquí hasta que los civiles y militares responsables del plan de exterminio ordenaban su “traslado”, que la mayoría de las veces significaba su asesinato y el posterior ocultamiento de sus cuerpos» (Comisión Provincial de la Memoria de Córdoba, http://www.apm.gov.ar/?q=lp/6- la-cuadra). Aveta se ha enfrentado a la memoria de este espacio. Lo ha pensado, lo ha soñado, lo ha reconstruido a escala y lo ha procesado en un video. Hoy es posible visitar el sitio, convertido en Museo de la Memoria en 2009. Todo está conservado, incluso limpio. La maqueta de Hugo Aveta, en cambio, resume y rezuma suciedad; las paredes están manchadas; la superficie de la puerta, al fondo, aparece borrosa; sí, las paredes están oscurecidas, como la memoria. Las ventanas, ahogadas. Aquí, en este pequeño escenario, el dolor es casi más imaginable que en el lugar mismo de los hechos, más perceptible quizás que en el espacio real. En el centro de esta “cuadra” hay una esfera. Una gran esfera que vuelve y vuelve sobre sí misma con obsesión, con desgano, con inercia. Como si en cada giro recogiera restos de un pasado que ha quedado adherido a los muros y los integrara a su propio cuerpo. Es una gran perla, gris, como el humo, enloquecida y atontada, que se golpea, da vueltas sobre el piso, genera un torbellino, y se tambalea.
De las distintas estancias por las que pasaba el detenido en La Perla (las «oficinas», donde se sistematizaba y almacenaba la información extraída mediante tortura, las piletas, donde se practicaba waterboarding, y la temida «sala de terapia intensiva» o «Margarita», así llamada por la forma de las picanas eléctricas), Aveta se concentró en esta sola, la cuadra, donde acaso podría haberse retrasado el momento de la muerte.
El Archivo del Terror, 2012. En Paraguay, tres años después de la caída de la dictadura de Alfredo Stroessner, fue encontrado un enorme volumen de documentos que testimoniaban las violentas prácticas del régimen y su minucioso sistema de vigilancia de los opositores. Para ocultar este hallazgo fue trasladado apresuradamente de las oficinas de la Policía Nacional, en Asunción, a la comisaría de una ciudad vecina. Este corpus documental, conocido después como Archivo del Terror, apareció el 22 de diciembre de 1992 mediante un procedimiento de la Fiscalía. Una parte del edificio donde estaba depositado había sido clausurada, y las puertas, cerradas con enormes candados. Según informan los periódicos de la época, en una habitación de cinco metros por cinco metros se apilaba gran cantidad de papeles; otra cantidad importante había sido enterrada en el patio (Víctor Jacinto Flecha, El descubrimiento del Archivo del Terror en 1992, 28 de mayo del 2011, http:// www.cultura.gov.py/lang/es-es/2011/05 /el-descubrimiento-del-archivo-del-terror- en-1992/). Se calcula que había más de setecientos mil expedientes. Entre ellos estaban las comunicaciones escritas entre autoridades de la región involucradas en el Operativo Cóndor, que «era básicamente un sistema de intercambio de prisioneros, control de civiles y espionaje durante las dictaduras de aquel momento en Paraguay, Argentina, Chile, Brasil y Uruguay», dice Víctor Jacinto Flecha (Claudia Merlos, «Detalles del “Archivo del Terror”», ABC Color, 2 de enero de 2015, edición digital http:// www.abc.com.py/especiales/fin-de- semana/detalles-del-archivo-del-terror-132267 9.html). Algunos documentos mencionan sesiones de torturas, describen los procedimientos y contienen declaraciones obtenidas por ese medio.
Hugo Aveta estuvo en Paraguay y visitó el Museo de la Justicia y la Memoria, donde hoy se encuentra este archivo, expresión burocrática de décadas de persecución, resistencia y sufrimiento. Fotografió todo con minuciosidad y puso en escena una ficción-documental, casi como un ritual contra cualquier política de domesticación de la memoria.
(Fragmentos del texto publicado bajo el mismo título en Hugo Aveta. Espacios sustraíbles, Ediciones Larivière, Buenos Aires, 2015.)