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Charlando con un amigo sobre la portada original de Le mer, de Debussy, pienso en esa ola que cruza la iconografía de un planeta cuyos habitantes todos la han visto alzarse en remeras, afiches, cómics, muchos sin saber siquiera quién fue su autor. Ni que esa fuerza loca de la naturaleza es parte de una serie de xilopinturas y dibujos a tinta realizados entre 1829 y 1833 y que treinta y seis veces, desde treinta y seis ángulos, recrean el monte Fuji –son las Treinta y seis vistas del Fuji, las Fugaku Sanju-roku Kei–.
Bastaría la «Kanagawa oki Nami ura», bastaría esa Gran Ola de Kanagawa a punto de estrellarse contra una pequeña embarcación mientras, eterno, indiferente, el Fuji se yergue en lontananza, para hacer de Tokitaro Katsuchika –a quien, aunque en vida respondió a muchos nombres, la posteridad conoce mejor como Hokusai– un genio. Pero por salvaje que sea la precisión del pulso y la mirada que congelaron así la furia de lo enorme, la violencia del océano, Hokusai es aún más que eso.
El Fuji
El Fuji aparece con mucha frecuencia en el arte japonés. No es de extrañar que el Apyragua atrajera a los primeros colonos japoneses que se asentaron en Paraguay por hallar ese monte parecido al Fuji (1), distante imagen del Ser que recordaban erguida sobre valles y pueblos, bosques, llanuras y ciudades, más allá del tiempo mudable y de las fugaces apariencias de todas sus criaturas, firme figura de la eternidad dominando el paisaje de su tierra natal.
La más antigua de las representaciones del monte Fuji conservada hasta hoy está en una puerta corrediza de papel del periodo Heian, hacia el siglo XI. El Fuji aparece también en e-maki monogatari, rollos de historias ilustradas, y, por supuesto, en grabados ukiyo-e, y su alta silueta representa, en los mandalas Fuji-sankei, la presencia de lo sagrado.
La popularidad del motivo tradicional del «aka-Fuji», del «Fuji rojo», se debe en parte a la creencia de que da suerte ver el Fuji al alba, bajo los primeros rayos del sol.
Y entre los artistas que lo han pintado a esa luz quizá el más grande sea Hokusai: ahí, para demostrarlo, está su «Gaifu kaisei». Extraña soledad doble de la cima veteada de nieve y, ajeno a las tierras bajas, aún sumidas en la sombra, pálido y frío, el naciente sol.
El Manga
Después de varios años de guerras entre los daimios, el shogunato de los Tokugawa, que imperaron desde 1603 hasta las reformas de la era Meiji, logró mantener unificado Japón. El shogun hizo de Edo su capital, lo que generó un mercado que permitió su crecimiento económico.
La era Genroku (1680-1709) había traído cierta prosperidad a campesinos, comerciantes y artesanos, y uno de los efectos de esa prosperidad fue la alfabetización de buena parte de la población, que condujo al desarrollo de una nueva cultura popular.
Así, en las calles de la pujante Edo –la ciudad natal de Hokusai, en uno de cuyos barrios, el de Katsushika, había venido al mundo en 1760– bullía, desde mediados del siglo XVII, una intensa vida urbana.
Pequeños libros ilustrados de ficción a precio asequible para un amplio público, llamados «kibyoshi» por sus tapas amarillas, empezaban a editarse. Aparecidos en 1775, pronto estuvieron entre los productos de entretenimiento más vendidos de su época. Fueron un remoto antecedente de la industria cultural moderna de la que forma parte el manga.
Y fue Hokusai el primero en utilizar el término con fines artísticos al llamar «manga» a su serie de esbozos tomados directamente de la vida cotidiana: es lo que se conoce como el «Manga de Hokusai», diferente del manga moderno.
El Manga de Hokusai, conjunto de retratos y escenas populares llenos de humor y dinamismo en el trazo, toca todos los temas posibles e imposibles –animales y paisajes reales y ficticios, dragones, poetas, deidades– en una mezcla que desafía cualquier intento no solo de orden y sistematización sino incluso de narración, vigoroso alarde de libertad publicado por vez primera en quince volúmenes entre 1814 y 1875.
En su natal Edo, llena de una efervescente vida cultural y comercial, Hokusai ilustró diversos tipos de novelas populares de la época. Cuando dejó en 1793 el taller de Katsukawa, había ilustrado como mínimo treinta kibyoshi, tres hanashibon y tres sharebon, firmando generalmente con el nombre de Katsukawa Shunro. Y siguió dedicándose a este oficio, en general con el nombre de Hokusai Sori (si bien este ha quedado asociado ante todo a la ilustración de kyokabon, que eran colecciones de poesía, y, desde 1807, a la de otro género de novela popular, el yomihon).
El ukiyo-e
Hokusai –cuyo padre, se cree, era de Uraga– nació como Kawamura Tokitaro en el barrio de Katsuchika, en Edo, ciudad a veces conocida también en español como Yedo y a la que hoy llamamos Tokio.
Aunque los datos sobre sus inicios son contradictorios, escasos y confusos, se cree que nació en una familia de artesanos y se sabe que a los cuatro años fue adoptado por su tío Nakajima Ise, fabricante de espejos al servicio de la corte del shogun.
En esa familia recibió el nombre de Nakajima Tetsuzo y comenzó su aprendizaje como futuro pulidor de espejos. Pero como a los dieciocho era un consumado maestro del xilograbado, en vez de seguir ese destino decidió entrar en el taller de Katsukawa Shunsho (1726-1792), el importante grabador de ukiyo-e, donde tomó el nombre de Shunro.
En su larga y errante vida, el longevo Hokusai se ganó el sustento de cuantas formas quepa inventar. Fue retratista callejero, comerciante ambulante de pescado y surimonos, almanaques ilustrados –en su caso, ilustrados por el propio vendedor–, y también vivió de la venta de shunga, un tipo de ukiyo-e de tema erótico.
Los grabados ukiyo-e conocieron su mayor popularidad en Edo entre fines del siglo XVII y mediados del XVIII, y entre sus grandes maestros –al lado de Hiroshige, de Utamaro, de Sharaku– se encuentra, nuevamente, Hokusai (¿pero había algo que no pudiera hacer mejor que nadie?).
Por eso, aunque luego de la muerte del gran Shunsho lo expulsaron de su escuela –tras lo cual estudió pintura por un tiempo con Kano Yusen–, las bellas mujeres (bijin-ga) con sus sedas y sus abanicos, y los actores de kabuki con sus caras pintadas, y el variopinto público de sus funciones teatrales con sus extrañas muecas, y los mil transeúntes de sus caminos y calles, y los extraños, pálidos e imponentes luchadores de sumo (sumo-e), y, en fin, todos los seres e imágenes de aquel «mundo efímero» de los ukiyo-e siguen vivos en gran parte gracias a Hokusai.
Los mil nombres
Hokusai se hizo «mangaka» (utilizando el término con las salvedades del caso, pues el manga de Hokusai, ya lo dijimos, no es lo que solemos llamar manga hoy) después de cumplir cincuenta años, cuando cambió su nombre a Taito. Creó sus mayores obras después de cumplir setenta, cuando cambió su nombre a Iitsu. Comenzó lo que se considera la cumbre de los libros ilustrados de su época, el Fugaku Hyakkei, las Cien vistas del Fuji, después de cumplir setenta y cuatro, cuando empezó a firmar como Gakyo Rojin Manji, «Viejo Loco Por El Dibujo». Su prodigiosa vejez de monstruo produjo las Treinta y seis vistas del Fuji y la Gran Ola de Kanagawa, esa «Kanagawa oki Nami ura» cuya reproducción ilustra la portada de Le mer, de Debussy, por la que comenzamos este artículo. «Hasta los setenta años», dijo una vez, «no pinté nada digno de atención». Quería llegar a los ciento diez porque «entonces por fin», dejó escrito, «cada punto, cada línea, tendrá vida propia». Fue Tokitaro Katsuchika, fue Nakajima Tetsuzo, fue Shunro, fue Kawamura, fue Katsukawa, fue Zeiwaisai, fue Gakyo Rojin Manji, fue Senzokan, fue Kyorian Bainen, Fue Kukushin, fue Iitsu, fue Tsuchimochi Nisaburo, fue Getchi, fue Gakyonjin, fue Miuraya Hachiemon, fue Hyakurin, fue Fasenkyo Hokusai, fue Fesenkyo Iitsu, fue Sori, fue Tokimasa, fue Kintaisha, fue Taito, fue Tatsumasa Shinsei, fue Tengudo Netetsu, fue Gumbatei, fue Raishin, fue Hyakusho Hachemon, fue Tawaraya, fue Nakajima, fue Manji, fue Fujiwara, fue Kako… Hokusai no tuvo límites.
Tokitaro Katsuchika tomó el nombre de Hokusai en 1797. De Hokusai se decía que era capaz de pintar el universo entero, en toda su extensión, con todos sus detalles innumerables y con sus colosales dimensiones, sobre un pequeño grano de arroz. Y se le atribuía también el milagro inverso: se cuenta, así, que toda Edo lo aclamó ensordecedoramente el día de 1804 en el que pintó un perfecto retrato del monje budista Daruma de ciento ochenta metros de extensión y cien de altura utilizando enormes barriles como tinteros y una escoba gigante a modo de pincel. A cada década que pasaba, se volvía más famoso. Con el tiempo, nadie pudo ya saber cuáles de sus proezas eran reales, y cuáles solamente eran leyendas. Yo, que no creo en nada, creo en cada una de ellas.
Notas
(1) Cristino Bogado: «Kaibutsu en La Colmena», en: El Suplemento Cultural, 5 de marzo, 2017.
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