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Una chica y un chico franceses y un joven norteamericano muy bien aclimatado en el París primaveral del Mayo del 68 arman un trío erótico, exitoso mientras dura. Y estos tres personajes forman este grupo de familia en un departamento interno, y sostienen la trama, los 120 minutos que dura, del último de los filmes exitosos de Bertolucci.
En Los soñadores (2003) todos sueñan un sueño finalmente inconducente. Afuera, en las calles, el de la revuelta obrero-estudiantil; a puertas cerradas, la fantasía sexual incestuosa de los hermanos parisinos que hallan en el amigo americano el cateto que falta a un triángulo isósceles. Estos anfitriones europeos hacen sentir al huésped americano que el único paso que cuesta es el primero. A estos hijos cuerdos, desinhibidos, desenvueltos y calculadores de los enfants terribles de los locos años 20 acaba por faltarles lo que le sobraba al vanguardista Jean Cocteau, amaneramiento, perversión, sexo y deseo. En este nuevo tango en París, cuatro decenios después, el personaje norteamericano (Matthew, interpretado por el circuncidado Michael Pitt), más que violador es violado (no sin su consentimiento) por los mellizos Théo (Louis Garrel) e Isabelle (Eva Green). A los ojos (y la cámara) de Bertolucci, mayo del 68 es el karaoke de la revolución, y el fracaso privado de la revolución sexual de interiores es el correlato, sin ser la consecuencia, del fracaso público de las barricadas y de los adoquines.
Un notable largometraje argentino estrenado en este 2018 podría publicitarse sin exageración como la versión siglo XXI de Los soñadores. El film de Bertolucci 2003 está ambientado en el tercer cuarto del siglo XX y mentalmente amueblado por las ideas del 68 francés; la acción del de Marcelo Briem Stamm transcurre en la Argentina de 2018 pero sus ideas son las de un futuro que todavía no ha llegado. Aunque Somos tr3s es menos enfático en sus subrayados históricos, no es menos gráfico en sus imágenes, geográficas o sexuales. Aquí el trío rioplatense lo forman la porteña Ana y el porteño Nacho (Flor Dragonetti y Charly Etchévers, hermanados en el film por la edad, la raza y la clase, aunque no por la sangre) y el tercero, aquí inductor antes que inducido, no es un norteamericano sino un ruso muy aclimatado en el Gran Buenos Aires (Juan Manuel Martino). Aquí la revolución privada es motor de un cambio en la vida pública. La decisión de vivir de a tres en el Conurbano semirrural –impulsada por el ruso en la París de Sudamérica– vuelve mejores a los personajes. Nacho deja de trabajar en un banco de la City, y se incorpora a la economía y ecología populares. La utilidad social de su nueva forma de relación interpersonal es cuestionada, problematizada, tematizada y al fin descubierta y practicada. Nada menos impráctico que una utopía consecuente, concluyen los personajes con aceptación creciente y asombro (pero no entusiasmo) decreciente. La relación perdura, pueden pedir y pagar un crédito para comprar la casa en la que viven y Ana espera prole, que tendrá dos padres. Ya no hay claustrofobia, ni divorcio entre el afuera y el adentro, y el sueño de la historia hecho realidad jibarizó, y canibalizó, a la pesadilla de la Historia. (A. G. y B.)