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A MODO DE INTRODUCCIÓN
«Hacer pasar» una obra literaria –los cuentos de Casaccia– a otro lenguaje, el de la danza, supone un acto de creación, no de traducción –que sería ajustar lo escrito a un sentido único– ni de trascripción –que sería regularlo, no por el sentido, sino por el sonido–; es una operación de transliteración, un paso del escrito a lo escrito donde hay dos tipos de escritura diferentes en su principio mismo. Escritura, decimos, porque se puede leer. Y así como leímos a Casaccia, con su lenguaje personal e inconfundible y con una estrategia narrativa que le permitía escribir un tipo de ficción, Marisol Salinas, con su propuesta coreográfica, con su danza teatro, nos ofrece otra lectura de la primera. Ahora bien, «escribir lo escrito es cifrarlo, y esta forma de leer con el escrito merece ser designada como un desciframiento».
Pasando de una escritura a otra, de un discurso literario a uno sostenido con el cuerpo, Marisol Salinas hace, con su propio lenguaje contemporáneo (danza), lo que hace el psicoanálisis con los sueños. El sueño es un texto, una escritura hecha con imágenes. Salvando la distancia entre una disciplina y otra, se logra en Hay detrás un fulgor una escritura figurativa en que al mejor estilo freudiano se toman las imágenes una por una, llevando al espectador a una inquietante estética, zona extraña de sueños y fantasmagorías que evocan ese fulgor (nombre de la obra), ese brillo de ciertos objetos con valor cultural en los que Walter Benjamin trataba de aprehender la «imagen aurática»: el carácter de lo extraño y singular. Lacan diría de una cierta «aparición» de lo real, de lo innombrable.
Este pasaje produce una pérdida, un desfallecimiento, un agujereamiento –propios de la operación misma. Un imposible de colmar y rellenar que Salinas aprovecha con sorprendente maestría. Los cuerpos danzantes logran movimientos que evocan la pérdida, la agonía, el sufrimiento o el goce… todos límites de la palabra.
Estamos así ante un escenario –lugar de reflejos y de sombras, de ficciones y escamoteos, de ausencias iluminadas–, ámbito familiar al psicoanálisis, que debe trabajar el revés de lo dicho y el espesor de lo silenciado, que debe mirar oblicuamente para rozar en forma fugaz, como lo hace el arte, la verdad en retirada.
LOS ESCRITOS
En una carta a su hermano César Alberto del 6 de octubre de 1945, Casaccia le confiesa: «una de mis mayores preocupaciones es no haberme podido crear un lenguaje».
Y agrega luego: «No mi estilo literario, que esto me parece muy académico, sino mi lenguaje. Que no sea como el de todos, sino mío, de mi propia sustancia, con mis defectos y amasado con mi propio barro (...). Yo no quiero escribir ni en castellano ni en francés ni en ruso, sino en un lenguaje creado por mí y para mí».
Gabriel Casaccia experimentó durante toda su vida una intensa soledad interior, una «nostalgia terrible» de su pasado infantil en Areguá. En Cartas a mi hermano escribe desde Posadas (Argentina): «He traído de allí una nostalgia terrible de todo lo que dejé, y que, quizá con dos o tres cosas más, sean las fuertes y únicas raíces que me atan profundamente a la vida, a mi vida a través de otras vidas (…) un ser que tiene cuatro sensaciones adheridas permanentemente, tenazmente a la piel, y ese moho no desaparece ni envejece por más que pasen los años. Esta nostalgia que me hace doler el alma, la experimento cada vez que vuelvo de allá». Y esa nostalgia define su escritura, que acabó enfocando la experiencia paraguaya en la profundidad de la conciencia, rozando las fronteras de la magia y el mito, o de los prejuicios y traumas socialmente inducidos.
Marisol Salinas elige algunos cuentos de Casaccia y reescribe en su propio lenguaje de cuerpo danzante algunos personajes de ellos, ya que considera que los protagonistas de El Guajhú (1938) y de El Pozo (1947) expresan rasgos psicológicos y profundas perspectivas propias de aventuras humanas límite. Del mismo modo, en las descripciones de los personajes se delinean ambientes socioculturales que hacen surgir aspectos que marcan la soledad, el desamparo, la rutina que despersonaliza, la alucinación como defensa ante una realidad insoportable y la muerte siempre en el horizonte.
Estos cuentos «escritos con austeridad, con pasión, con desvelo, llanos, rencorosos y tiernos, reflejan una realidad concreta (...) pero, sobre todo, son un rastreo sin concesiones de esos mundos interiores donde el destino humano proyecta sus enigmas, sus luces y sus sombras», escribe, con justeza, Augusto Roa Bastos, en una reseña de sus libros.
Todos los estudiosos de la obra de Casaccia coinciden en que El Guajhú (El aullido) abre la contemporaneidad en la práctica de la escritura de ficción en el país. A partir de esos textos es posible hablar, y es posible escribir, en los términos de una narrativa crítica, construida con técnicas y lenguaje contemporáneos.
Francisco E. Feito decía que «...a partir de El Pozo, Casaccia establece una perfecta adecuación entre el modo de contar y las voces de sus hablantes». Y más adelante concluye: «...El pozo es un penetrante estudio de los mundos desdoblados, oníricos, metamorfoseados o fantásticos que propicia y desarrolla la condición enajenante y desarraigada del hombre contemporáneo».
LOS FULGORES
Si Marisol Salinas hace «pasar» el lenguaje literario al de la danza, ese pasaje no carece de consecuencias: hay un salto entre ambos discursos que delinea un vacío, un hueco que agudiza ese aspecto inconciliable entre la palabra y la cosa, al decir de Foucault. Vacío donde ubicaremos el «fulgor» –el brillo que se encuentra velado.
Lacan, en su seminario sobre La Ética, habla de una «estética del vacío» para referirse al arte como organización de ese vacío. Introduce en ese tiempo el peso de «el real» (lo innombrable) en el devenir subjetivo y mira las obras de arte desde este lugar «extrasignificante»: la imagen. El imaginario trata esa «cosa» que desborda la palabra. Podríamos decir que el psicoanálisis y el arte tienen en común que ambos tratan «el real de la Cosa», ese límite desfalleciente de lo simbólico.
En ese sentido, la visualización hecha por Carlo Spatuzza expresa en forma genial los velos-sombras-ventanas que cubren y descubren el pasaje que va de los espacios oníricos a los deseos-sueños de una infancia perdida. Al mismo tiempo, cada bailarín, cada artista despliega en la obra un verdadero trabajo alrededor de sus propios límites, logrando un efecto muy particular.
El espectador participa, diríamos, del desfallecimiento, del descentramiento del sujeto en relación a su objeto, a sus realizaciones. Y esta sensación es muy fuerte. Vemos un erotismo llevado al límite, así como una violencia también detenida en su borde: el «odioenamoración», para usar el neologismo de Lacan.
En un momento de la obra vemos «real-izarse» el vínculo de dos mujeres (en torno a un objeto inexistente). Vicenta y Dorotea (Marisol Salinas y Tessa Rivarola) bailan y actúan asediadas por el fantasma del no encuentro, que se corporiza en una pelea sin tregua, pas de deux que muestra el doble que constantemente tiene el bailarín enfrente, partenaire siempre presente... el otro, la muerte, el amante, el rival –según el fantasma de cada uno. Y en esta dialéctica defensa-agresión, la expresión corporal escenifica la agresión ritualizada como campo de enfrentamiento en el que se muestra la tensión, la competencia y la puesta en escena de nuestras pulsiones eróticas y tanáticas (seducción y agresión) más originarias y reprimidas.
Otra técnica usada por Marisol y su grupo es la inclusión de sonidos, luces y discursos hablados. En un instante, como un relámpago, se escucha rezar el padrenuestro, oración que se va desbaratando, deshaciendo, al punto de devenir murmullo, balbuceo entrecortado. Se podría leer ahí la forma en que la palabra, al hacerse imagen, pasa por un proceso de desintegración en el que desaparecen también nuestras certezas más arraigadas y sagradas para mostrar una realidad compleja en la que el movimiento adquiere un enorme poder trasgresor.
En fin, el grupo entero –de manera bastante pareja– logra momentos intensos: gestos desgarrados llenos de violencias recortadas, atravesadas por incertidumbres identitarias y búsquedas urgentes de sentimientos humanos –demasiado humanos–, como el amor y el odio. Se trata, finalmente, de cuerpos bailantes trabajando para triunfar sobre la pesantez.
PARA FINALIZAR
La modalidad usada por Marisol Salinas para iluminar el cuerpo de otra manera (con su lenguaje poético) procede adelantándose a la metáfora para dar forma a lo no-dicho, a lo indecible y a la ambigüedad, jugando con las variaciones de un lenguaje pictórico que la hace más cercana al inconsciente que a la palabra. Lenguaje difícil de descifrar, pues la escritura del cuerpo danzante se borra inmediatamente después de creada, dejando su huella solo en la memoria.
Al psicoanálisis siempre le interesó poderosamente la danza con su lenguaje evanescente, que no se deja captar fácilmente, y sobre todo el cuerpo que baila… No hay que olvidar que Freud se basó en la observación de los cuerpos que «hablaban» con sus síntomas, se dedicó a estudiar dichos síntomas corporales y por ahí llegó al lenguaje que los causaba, es decir, al inconsciente. En su texto «Personajes psicopáticos en el escenario», Freud, además de explicar las condiciones del goce en el teatro, le reconoce a la danza un valor orgásmico y una vocación catártica de la que se habría apartado. En sus orígenes, sabemos, la danza estaba estrechamente ligada al trance. Como en el culto de Dionisio, la danza liberaba fuerzas violentas e incontrolables, pero progresivamente fue reducida por la sociedad a manifestaciones cultas y disciplinadas.
Por eso decíamos que el arte –aclarando que nos referimos al arte contemporáneo como crítica de la modernidad (ese sueño conciliatorio que supone una «totalidad»)– encuentra hoy un gran apoyo en el psicoanálisis. Lacan decía que la gran virtud de los poetas y artistas era su manera de «tratar» eso que él definió como objeto imposible, un objeto inexistente, vacío fundamental, centro del sujeto siempre deseante y en falta.
Psicoanalista
mesco1988@gmail.com