Hace un siglo terminaba la Gran Guerra

Franceses y alemanes firmaban hace cien años el Armisticio de Compiègne, que puso fin a la Primera Guerra Mundial y trajo al mundo una paz frágil y efímera.

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Hace un siglo, en noviembre de 1918, el armisticio franco-alemán que puso fin a la primera guerra tecnológica del siglo XX era firmado en un vagón de ferrocarril al abrigo del bosque de Compiègne. El ruido de las celebraciones llenó las ciudades. En ronda macabra de locos y mutilados, de fantasmas y despojos, millones de muertos desconocidos y de sobrevivientes irreconocibles bailaban sobre las ruinas de la civilización. Con la Gran Guerra, dirá Konrad Adenauer, la seguridad y la quietud desaparecieron de la vida de los hombres para siempre. Con la Gran Guerra, añadirá el primer ministro británico Macmillan, el mundo en el cual él había nacido se extinguió sin dejar rastro. Con la Gran Guerra, concluirá sir Edward Grey, ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña, las luces se apagaron en Europa.

Pese a lo que hay de verdad en esas afirmaciones, también es cierto que la memoria embelleció a posteriori esa época irreparablemente perdida que terminó con la Gran Guerra. Cuando estalló esta, en el verano de 1914, en la mayor parte de Europa gobernaban monarquías hereditarias, la nobleza tenía considerable poder político y económico todavía y una oligarquía de ricos y poderosos, de nobles y banqueros, de burgueses y buenas familias mantenía su dominio social a través del acceso a la educación y a las instituciones culturales. Ese orden –edad de oro de las clases privilegiadas, pero no de las clases trabajadoras– era el que comenzaba a desmoronarse cuando empezó la Primera Guerra Mundial. Un mundo exclusivo y excluyente, muy ligado a la cultura aristocrática del Antiguo Régimen, ajeno a los profundos cambios sociales que estaba generando la industrialización. Después de la Gran Guerra, nada volvió a ser igual.

La Gran Guerra fue distinta de las anteriores, como las actuales lo son de ella. Lanzallamas, armas químicas, shrapnels, acorazados, tanques, granadas, gas mostaza, morteros, metralla, bombardeos aéreos mutilaron y mataron de formas desconocidas hasta entonces a millones de combatientes. Fue como una primera mancha de degradación y desencanto en la historia moderna. Las secuelas y daños condenaron a cientos de miles de soldados a pasar en agonía el resto de sus vidas. Muchos nunca pudieron despertar de la pesadilla y perdieron la razón. Cruelmente mutilados, inválidos o reducidos a guiñapos por la locura, los sobrevivientes terminaron olvidados en el pozo de las cosas insoportables que nadie mira.

Siempre he pensado que la llamaron así, «la Gran Guerra», porque en ese tiempo se creyó imposible que pudiera haber otra igual ni mayor, ni tan infame. Lo cual haría aún más triste que nosotros la conozcamos tan solo como la «Primera», y que a nadie se le haya ocurridos bautizar a la «Segunda» como la «Última».

Aquella guerra pareció dividir la historia en dos. El pasado reciente se volvió súbitamente muy lejano, y, aunque la sociedad anterior a 1914 distaba, como hemos dicho, de ser ideal, la nostalgia idealizó ese mundo que parecía haberse desvanecido de la noche a la mañana, desde entonces retrospectivamente fabulado en edénicas imágenes vintage de fantasía pop tomadas sobre todo de esa Viena cuya melancólica elegancia doraba Klimt, emblema antonomásico de la fugaz utopía burguesa de una sociedad firme bajo los cambios y rica en los placeres –aerostáticos, automovilísticos, cinematográficos– de la modernidad, «Belle Époque» que en algún punto de los años de la Gran Guerra murió gaseada.

Años de la Gran Guerra, años de bombardeos y de vanguardias, años de muerte y de farra. Marinetti había roto con el pasado para adorar a la máquina, Suiza se llenaba de artistas y poetas refugiados que regalaban al futuro feroces carcajadas dadaístas, el ojo de cirujano de Henry Tonks miraba de frente a lo insoportable, todos los valores de la Ilustración caían aplastados como piojos entre la putrefacción y la sangre de las trincheras, Erich Maria Remarque se peleaba con las ratas por las migajas del pan negro –escribiría en su reseña de Sin novedad en el frente, una década después, César Vallejo–, los poetas Siegfred Sassoon, Robert Graves y Wilfred Owen coincidían como pacientes en un hospital de Edimburgo, un obús volaba en pedazos a William Hope Hodgson, maestro de Lovecraft, durante la cuarta batalla de Ypres, la bala que años atrás De Chirico anunciara en un cuadro alcanzaba la sien izquierda de Apollinaire en el frente de batalla y el asmático Proust, jadeando, corría bajo los aviones por los bulevares de París.

Es imposible abarcar todas las vidas y las muertes que se entrecruzaron en aquellos años; en nuestra edición de hoy, recordaremos algunas.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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