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ABRI LA BOCA
Tuvo que ser su mirada de felicidad. Era lo único que pudo delatarlo, y también lo único que él no logró borrar de su rostro cuando abrió la puerta y la luz del foco lo manchó con su palidez de cosa triste. Llevaba la bolsa de los mandados colgada del hombro, la remera blanca de su día de educación física que se dejó puesta desde que llegó de la escuela, el pantalón de andar así por la casa.
- Ya vine, señora - dijo.Quien se volteó de lo que estaba haciendo sobre la mesa de la cocina para dirigirle una mirada escrutadora, era una mujer de ese tipo que no te permite imaginar cómo pudo ser de niña, el pelo apretado en una bolsa de plástico (señal de que se lo acababa de teñir), los zapatos de trapo girando también hacia él con su plantilla de piola y su ruido arrastrado.
- Abrí la boca.
Miguel la miró sabiendo exactamente lo que escuchó, pero sin hacer un solo gesto que pudiese indicar que sí, que lo sabía.
- Vení acá y abrí la boca - insistió la mujer.Le convenía hacer lo que ella mandaba, sobre todo porque al final lo terminaría haciendo igual, y de peor manera, pero quedarse en su sitio en ese momento, con la puerta abierta hacia el patio donde todavía sobraba algo de la claridad de la tarde, le daba una especie de tranquilidad que aunque vana, reconfortaba.
La mujer bajó la taza que tenía en la mano y se movió hacia la mesa cubierta del mantel de plástico, que la separaba del niño.
- No me hagas ir hasta allí, Miguel - amenazó con esa voz que no necesitaba levantarse para tener todo lo que de terrible, ya tenía.
El niño bajó la cabeza. Sus dedos, que quedaban a la vista desde la tira de plástico de las zapatillas, estaban todavía húmedos, todavía con ese ruidito a cartón viejo que hacen las hojas tumbadas en la vereda cuando él las desparrama imaginando que son olas, o nubes, o pájaros. Y se fue arrimando a la mesa así, sin verla a ella pero siguiendo las líneas entrecruzadas del embaldosado recién barrido que llevaba hasta la mesa cubierta con el mantel de plástico donde sabía, lo estaban esperando.
La mano bajó hasta la quijada. Era una mano caliente (a lo mejor por la taza de té que estuvo sosteniendo, o a lo mejor porque era así de todas maneras), gruesa, pesada, lisa, resbalosa, amoratada, de una carne dura que terminó trayendo a la boca hasta que la puso a la altura de la luz diluida del foco.
- Abrí la boca, Miguel. ¡Abrí te digo!
El niño sintió la tira del bolso de tela descolgándose de su hombro, el brazo izquierdo queriendo detener la caída pero cómo, si ya se deslizaba por el costado del pantalón y se perdía en el vacío que había entre él y los cuatro granates del piso.
Después, cuando fue él quien cayó, pudo ver otra vez el bolso hecho un bulto sin forma cerca suyo. Fue su último recuerdo hasta que abrió los ojos en la sala de urgencias del centro de salud. Había una bolsa de suero colgada de un gancho herrumbrado, un techo manchado de humedad y un dolor filoso en la garganta.
En el pasillo, la señora con zapatos de trapo le explicaba a un agente de policía que encontró a Miguel Cáceres, su criado, tirado cerca de la pata de la mesa de la cocina. Aseguró que desconocía cómo que fue que el niño tuvo esa hemorragia, y se lamentó de no haberlo hecho vomitar para que la sangre no le ahogue, lo que casi ocurrió.
El niño sintió la boca afiebrada quemándole la cara. No cabía duda de que fue su estúpida mirada de felicidad. Por eso supo que se había comido una galleta de medio kilo que le mandó traer de la despensa, por eso le mandó abrir la boca y después de lo que pasó, después que le descubrió las migas de pan entre los dientes, seguro nunca más le daría el bolso de tela después de llegar de la escuela, los dos mil guaraníes y la advertencia de que no se atreva a tocar las galletas porque ella lo sabría de todas maneras. Vomitó dos veces esa noche. No por ganas verdaderas sino porque el recuerdo del dedo de la señora rasgándole las paredes de la garganta para hacerle echar lo que se comió a escondidas, le devolvía las náuseas. (Del libro “Noche multiplicada”)
-¿En qué puntos básicos se sustenta tu cuentística?
-Existe sí algo básico, y es que un objeto, un sueño, una frase, una imagen, por algún motivo en donde es agradable pensar que quizás el misterio tenga un poco que ver, se mete dentro del escritor y va desarrollando su historia. Se conoce a un hombre en un hospital y no se recuerda nada de él excepto que tenía una cicatriz en cruz en la palma de la mano, y esa imagen ya no nos abandona, y de esa obsesión surge el cuento.
-¿Cómo sabes que un cuento es bueno?
-En mi papel de lectora, además de lo básico estructuralmente hablando, es bueno para mí cuando me sorprende, me deja sin respiración, reduce el mundo a lo que estoy leyendo. Como escritora, no me tiene que aburrir lo que escribo, lo que cuento; si me aburro, y lo hago fácilmente, busco otra historia, ya que ni yo ni nadie tiene por qué perder su tiempo.
-¿Te parece que la narrativa no maduró del todo en nuestro país?
-Eso deben decirlo los críticos. De todas formas y si hay que arriesgar un comentario, yo diría que si tenemos un Roa Bastos, por dar un solo ejemplo (y hay muchos), sería una tontería mayúscula hablar de narrativa inmadura. Creo que hay narradores excelentes, otros que no lo son, y otros que se están formando.
-¿Qué significa para ti el premio “Roque Gaona”?
-Una oportunidad. Como lectora yo le doy una oportunidad (nada más que una, porque en esto hay mucha crueldad) al autor del libro que tengo entre las manos; puede conquistar mi corazón, o puede resultarme indiferente, y si pasa esto último, me pierde. No hay términos medios. El premio espero que me dé esa oportunidad como escritora.
¿QuiEn es Mabel Pedrozo?
Integrante, en la década del ‘80, del Taller de Poesía “Manuel Ortiz Guerrero”, publicó sus poemas en el poemario colectivo “Poesía Itinerante”. Tempranamente abandonó la poesía para dedicarse a la narrativa. Dio a conocer, con su hermana Amanda Pedrozo, el libro “Mujeres al teléfono”. Son de su autoría “Debajo de la cama” y “Noche multiplicada”. Actualmente se desempeña como periodista en el diario “Popular”.