Cargando...
EN ABRIL, LA LIBERTAD
Cuando el joven sardo Antonio Gramsci tuvo que abandonar sus estudios en la Universidad de Turín por falta de recursos, corría el año 1915. Turín bullía como centro industrial y foco de organización obrera, y la Primera Guerra Mundial –la «Gran Guerra», como se la llamó con optimismo en esos días– estaba a punto de estallar. En Turín trabajó Gramsci como periodista y crítico de teatro. Se reconocía deudor de Croce tanto como de Marx. Solía ir por las tardes a las reuniones de la Confederazione Generale del Lavoro. Creó los periódicos Ordine Nuevo y Unità, dirigidos a la clase trabajadora.
En 1926, Mussolini disolvió el Parlamento. Proscribió la oposición y prohibió sus publicaciones. En una ola de arrestos, Gramsci, secretario general del Partido Comunista Italiano, fue juzgado y condenado a veinte años, cuatro meses y cinco días de prisión.
En la cárcel de Turi, provincia de Bari, en el extremo sur de la Península, consiguió en 1929 cuadernos, pluma y tinta. En 1931 –había contraído tuberculosis– sufrió una gran hemorragia; en 1932 sufrió una segunda. Romain Rolland y Henri Barbusse, al frente de un grupo de intelectuales europeos, reclamaron su liberación, con la de otros presos, al régimen fascista. En 1935, Gramsci fue transferido a la clínica Quisisana, en Roma; fue liberado en 1937, el 21 de abril, solo para morir unos días más tarde, al alba del 27 de ese mismo mes. Tenía cuarenta y seis años.
En la cárcel, había escrito casi tres mil páginas en treinta y tres cuadernos que su cuñada Tatiana sacó clandestinamente de Italia. Terminada la Segunda Guerra Mundial, derrotados fascismo y nazismo, la editorial del turinés Giulio Einaudi publicó en seis volúmenes entre 1947 y 1951 los Quaderni dal carcere (Cuadernos de la cárcel).
EL CONCEPTO DE HEGEMONÍA
Gramsci observó que el poder se diversifica en multiplicidades, que el Estado no es su único ámbito, que el dominio militar, estatal, económico se conjuga con otros, que la visión del mundo propia del sector social que ejerce el gobierno se expande a cada uno de los espacios en los que se forjan consensos y que, gracias a la adhesión de los demás sectores sociales, acaba por imponerse su visión particular del mundo como universal, y los intereses de la élite dirigente llegan a ser vistos como intereses de todos. Plasmada esta visión en el «sentido común» y las prácticas cotidianas, domina sin coerción, y el análisis de sus manifestaciones es una vía privilegiada para entender sus procesos de expansión y los poderes políticos y económicos que respalda.
La «hegemonía», dominio no violento, lo impregna todo por medio del consenso. Las mil experiencias y voces dispersas, contradictorias e incompletas, y los conflictos latentes o patentes de una sociedad se ordenan y jerarquizan de acuerdo a los términos propios de un grupo social que los universaliza y extiende a todos. Esto es la hegemonía.
La dominación abierta y directa se vale del aparato judicial y legislativo, de la policía, el ejército, la ley. Existe otro tipo de dominación que está en todas partes: en los libros y la prensa, en las escuelas y las bibliotecas, en el modo en que la gente mira un auto y en la fachada de una casa, en los nombres de las calles y de las plazas y en sus rejas.
Gramsci diseccionó un complejo sistema vivo de dominación simbólica con geografía, iconografía y arquitectura propias. Tradujo un lenguaje ubicuo pero mudo a conceptos útiles para entender los juegos del poder, tantas veces inadvertidos. Y para denunciarlos. Reveló los mecanismos subterráneos que gobiernan las relaciones desde adentro, esa fuerza que recorre la trama reticular de la vida y que subordina o impone, excluye o respeta, ese poder ubicuo que tiene sus propias formas de violencia y sus propias formas de farsa.
LOS JUEGOS OCULTOS
Por lo cercano y oportuno del caso, no puedo resistirme a ilustrar la ceguera general ante muchas de esas formas de violencia y de farsa con el ejemplo del aplauso cerrado que siguió al discurso, tan ofensivo para las clases «incultas», que Meryl Streep pronunció dos semanas atrás durante la entrega de los Globos de Oro. Como dice el sociólogo James Scott, el discurso público «es el autorretrato de las élites dominantes donde aparecen como quieren verse a sí mismas» (J. C. Scott, Los dominados y el arte de la resistencia, México DF, Era, 2000, p. 42). La actriz premiada abofeteó (o «robó cámara», chiste fácil para aligerar un poco el asunto) a las verdaderas víctimas de una situación terrible. Si, como señala Stone, «la esencia de la clase social es la forma en la que tratan a un hombre sus semejantes (y, recíprocamente, la forma en la que él los trata a ellos), y no las cualidades o las posesiones que provocan ese trato» (Lawrence Stone, The crisis of the Aristocracy 1588-1641, Nueva York, 1967, p. 8), ese discurso tendría que haber ofendido la sensibilidad de cualquier persona que se diga de izquierda. O, meramente, humanitaria. No lo hizo. Más interesante que eso –ya interesante de por sí– fue que, en los días posteriores –es decir, esta semana–, los críticos a ese discurso fueron objeto de un repudio tan masivo como fuera de toda proporción. ¿Por qué?
Ni Clinton ni Trump representan los derechos de los trabajadores; si Clinton cuenta con el apoyo, no solo de Hollywood o de la prensa, sino de Wall Street, es porque, aunque impacte a los feministas que sea mujer, y se muestre progre con los derechos de los homosexuales o la discriminación racial, no representa, en lo económico, una oposición al establishment: es, en otras palabras, tan de izquierda como Trump. No cabe esperar de ella los cambios radicales que sí cabía esperar de Bernie Sanders. El sector social al que pertenece Meryl Streep («el más vilipendiado») recibió en su discurso el protagonismo que por derecho corresponde a los sectores más vulnerables a la amenaza que representa Trump; negó así las diferencias y ventajas de clase y reforzó este sesgo al desdeñar la incultura de los votantes de Trump. Reveló en ese discurso que al consenso en el fondo esos sectores no le importan, que debajo del sentimentalismo del discurso cultural hegemónico la verdad es que si temen a Trump no es porque amenace a los inmigrantes pobres, sino porque amenaza un modelo económico que los beneficia y que Clinton iba a perpetuar. También le temerían a Sanders. Por eso Sanders no era una opción: porque no lo era para ellos. Por eso con Sanders se marchó toda esperanza de estas tristes elecciones.
Tal vez resulte inútil señalar muestras concretas de este poder a quienes no las han visto ya por su cuenta. Si no las han visto, sin saberlo, han sido sus cómplices; si les son indicadas, las tendrán que negar en su interior para evitar el reconocimiento de ese error, y, eventualmente, por el mismo motivo, tendrán que insultar a quien las señale.
La noción de hegemonía de Gramsci explica muchos comportamientos de esta índole. Sobre todo, explica cómo una sociedad puede llegar a verse impregnada y dominada por los valores de un sector y por qué se consiente ese dominio, algo desconcertante especialmente por ser un sometimiento que se cumple sin coerción.
GRAMSCI, HOY
Antes de Gramsci, el sociólogo norteamericano Thorstein Veblen había adelantado una respuesta con la «emulación», espejo social invertido por el cual el sujeto de clase media, o incluso trabajadora, el habitante de la periferia, el espectador anónimo, observan con empatía a la admirada minoría a la que no pertenecen. Por esa identificación se integran, magia e ilusión de la subjetividad, a la cultura hegemónica. Después de Gramsci, Edward P. Thompson, entre otros, ha ilustrado el surgimiento de ídolos populares en las clases dominantes desde la época victoriana. Autores como Raymond Williams han analizado con conceptos gramscianos cómo la cultura –filosofía, arte, publicidad, moda– logra que la hegemonía parezca natural. Esta línea de pensamiento llevará finalmente a Pierre Bourdieu a ver en el gusto (estético, artístico) una construcción política que contribuye a mantener el orden social.
Que la industria cultural (por ejemplo, el cine de Hollywood) crea ideales y valores, es decir, no solo objetos, ropa, estilos y modales, sino también referentes morales que universalizan y perpetúan aquella ideología que sostiene un modelo de producción concreto ni lo digo yo ni es nuevo: lo dicen Adorno y Horkheimer en La dialéctica de la Ilustración. ¿Los acusaron de rencor, de envidiar a las estrellas de cine de su época? No lo sé. Si fue así, es irrisorio, irrelevante. Por defender los intereses de la clase trabajadora y detectar las garras escondidas del poder, la hegemonía de las élites, en fenómenos y prácticas inocentes en apariencia, ¿se llamó a Gramsci «resentido»? Si fue así, ese insulto vale más que cien medallas de guerra.
¿Por qué señalar cosas que sabemos que serán rechazadas con furia? ¿Y para quiénes señalarlas? Porque los ataques son consecuencia natural de señalar ciertas cosas –«Si un enemigo te causa un daño y te lamentas de ello, eres un estúpido, porque es propio de los enemigos el causar daños» (Cuadernos de la Cárcel, edición crítica del Instituto Gramsci a cargo de Valentino Gerratana, México DF, Era, 1999, tomo V, p. 140)–. Y porque si no las señala nadie, serán cometidas dos veces: primero, al cometerlas, y después, al callarlas.
Ese es el porqué. ¿Y para quiénes? Para los que tal vez no sospechan el motivo que en su interior los aleja de la corriente general cuando todos opinan lo mismo acerca de algo; para los que tal vez se preguntan qué les impide sentirse cómodos con lo que todos alrededor aceptan; para que no piensen que están locos, equivocados, solos. Para equivocarnos juntos, para estar locos con ellos, para que sepan estar solos.
Hoy Antonio Gramsci, nacido el 22 de enero de 1891 en la isla de Cerdeña, condenado a la soledad en las mazmorras del fascismo, muerto el 27 de abril de 1937 en Roma, cumpliría años. De Gramsci hay que aprender la práctica del pensamiento libre que define una vida herética, capaz de enfrentar todos los anatemas. Olvidarlo es olvidar el futuro.
montserrat.alvarez@abc.com.py