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Como todos sabemos, el domingo pasado cuatro Pussy Riot irrumpieron con uniformes de policía en medio del partido final del Mundial de Fútbol en el estadio Luzhniki, de Moscú, en la performance «El policía entra al juego». Un manifiesto difundido enseguida dio a la performance carácter conmemorativo por el aniversario luctuoso del conceptualista Dmitri Prigov. Dado que desconfío profundamente de todas las traducciones del manifiesto que he leído y no sé ruso (lo que justificaría la pregunta: ¿cómo puede alguien desconfiar de esas traducciones sin saber ruso? Me gustaría responder –tengo mis razones: ciertas faltas de tino o de sentido, faltas no lógicas, sino poéticas, más sospechosas aún sabiendo que se reivindica la figura de un poeta como Prigov, entre otras–, pero por motivos de espacio ese tendrá que ser tema de otro artículo), evitaré reproducir esas traducciones. Solo rescato de ellas lo seguro, y ya dicho: que la performance recuerda los once años de la muerte de Dmitri Prigov –aunque Prigov en realidad murió el 16 de julio del 2007, y no el 15; pero es un detalle menor–, hecho que esclarece la naturaleza de este colectivo nacido en el 2011, después de que Vladimir Putin anunciara que postularía a otro periodo presidencial. Las Pussy Riot empezaron sus performances en diciembre de ese año: invadieron bares y tiendas de lujo y otros sitios exclusivos impugnando los privilegios de los ricos con su «Kropotkin Vodka», y en el techo de un garaje junto al Centro de Detención de Moscú exigieron la liberación de los manifestantes anti-Putin arrestados la semana anterior con «Muera la prisión, libertad de protesta». En enero, en la Plaza Roja, llamaron a un levantamiento con «Putin se enojó» y por primera vez hubo detenidas. ¿Las asustó eso? Al vesre: al otro día llevaron al altar de la Catedral de Cristo Salvador de Moscú su performance «Virgen María, llévate a Putin», que las hizo visibles en el mundo entero, sobre todo porque a dos de ellas les valió dos años de cárcel.
Fuera de Rusia, las Pussy Riot son generalmente percibidas como una especie de activistas de la libertad de expresión y los derechos humanos. Es decir, de los «valores democráticos» occidentales contra el totalitarismo soviético, en una prolongación del antiguo relato oficial de la Guerra Fría, reforzada posiblemente por las referencias occidentales en su ropa y su tipo de música y el nombre del grupo y por el apoyo de celebridades extranjeras. Este guión –que prioriza la edad y el costo de sus actos y el feminismo y simplifica el planteamiento político– de víctimas del tirano malévolo, guión seguido por la prensa mundial, oscurece el origen y la naturaleza del colectivo. Rusia ha cambiado mucho, por supuesto. Los artistas temen menos al poder del estado, pero tienen que inclinarse cada vez más ante el poder del mercado. Sin embargo, no suele hablarse de la postura anticapitalista de las Pussy Riot, visible en que se niegan a comercializar la banda y en que no dan conciertos con fines de lucro (dos fueron expulsadas por participar con Madonna en un concierto benéfico organizado por Amnistía Internacional en el 2014). Las Pussy Riot solo dan conciertos en sitios nunca utilizados para dar conciertos, en sitios imprevisibles. Cantaron en una plataforma petrolera su «Gruel-Propaganda» contra los regímenes basados en exportar sus recursos y reprimir a sus ciudadanos, pero Nadja Tolokno observa en una de sus cartas a Zizek que esos regímenes no existirían sin los compradores occidentales. En realidad, la alianza política entre la Iglesia Ortodoxa y el estado post-soviético era solo uno de los blancos de aquella performance que las lanzó a la fama mundial en el 2012 (o solo una de las facetas de un blanco más grande, que la mayoría de sus fans seguramente desconoce). La conducta «impropia» en el espacio sacro, el llamado al feminismo («Virgen María, hazte feminista»), el apoyo a los derechos de los homosexuales («El Orgullo Gay va esposado a Siberia»), la mofa de imperativos patriarcales tales como el culto a la maternidad («Para no ofender a Su Santidad, las mujeres han de parir») no apuntaban solo al pacto entre el gobierno y la iglesia sino también al llamado «neo-tradicionalismo» de la Rusia actual y sus tendencias autoritarias.
Ciertamente, el nombre del grupo remite a las Riot Grrls de principios de los noventa, a ese movimiento de mujeres punk feministas con voluntad –sobre todo las Guerrilla Girls– de anonimato, y si las Guerrilla Girls usaban máscaras de gorila, las Pussy Riot usan pasamontañas. Pero la gran diferencia de las Pussy Riot con las Riot Grrls y con cualquier grupo punk es que las Pussy Riot nunca dan conciertos normales sino que hacen exclusivamente performances ilegales y no anunciadas, en la línea del colectivo artístico Voina, del que Nadja y Yakaterina eran parte.
Fundado por Oleg Vorotnikov en el 2005, Voina («Guerra») llevaba al discurso público ideas muy subversivas. En su performance contra los mecanismos autocráticos de delegación de poder político «Fuck for the Heir Puppy Bear», del 2008, entre las parejas que copularon en el Museo Estatal de Biología de Moscú estaban Piotr Verzilov, que el domingo entró a la cancha del estadio Luzhniki con uniforme de policía junto con tres Pussy Riot más, y su entonces muy embarazada esposa, la luego Pussy Riot Nadja.
¿Por qué iban de policías el domingo pasado? El poeta que recordaban iba a reuniones del underground moscovita de la década de 1970 con gorra de policía, encarnando a un personaje de muchos de sus poemas más famosos, el «Militsaner», al que la errata (lo correcto es «Militsioner», un tipo de policía ruso) revela como habitante de una esfera fabulosa. En el Prefacio a su libro Militsaner i drugie (1978), lo llamó «un mediador entre los estados terrenales y celestiales». Prigov el conceptualista repetía y retorcía las imágenes y los lemas oficiales hasta que perdieran todo su sentido. En su parodia del discurso estatal, convirtió en deidades cívicas, inquilinos mágicos y sagrados de un duplicado sobrenatural del mundo soviético, a los héroes proletarios de la retórica oficial. Exploró el subconsciente ritualista, mítico, los secretos cimientos religiosos del poder, y el poder no perdió relevancia como tema para él con la caída de la URSS. Prigov se hizo realmente conocido cuando, en los noventa, pudo viajar y actuar en el extranjero, pero tuvo que surgir en la estancada y sórdida, postrera Unión Soviética, y esa fue su experiencia de formación. Bajo vigilancia en los setenta, pasó en los ochenta cierto tiempo encerrado en un manicomio luego de una performance en la cual pegó citas del Nuevo Testamento en árboles, faros y semáforos. Pese al señalado guion amable –de amigas de la inclusión, las libertades ciudadanas, etcétera: rasgos todos ellos por demás respetables y sensatos, pero sin duda demasiado leves y faltos de radicalidad y vuelo como para citar a Prigov– que se maneja con ellas y que les genera fans y seduce al mainstream, para simpatizar, como lo hacen tantos, con las Pussy Riot, que el domingo pasado han reclamado claramente un linaje, habría que entender realmente de qué se trata, de dónde procede Voina, qué clase de disidente era Prigov –porque disidentes los hay de muchas clases– y, sobre todo, asumir que desde 1991 una disidencia digna de tal nombre ya no consiste –ya no debe ni puede consistir, por lo menos– en enfrentar el poder estatal soviético, sino el poder global.
Por cierto, Dmitri Aleksandrovich Prigov dio un brillante cierre a su carrera gracias a la imagen popular de la muerte como «ascenso» del alma a un plano «superior», pues murió el día fijado para su performance «Ascensión». El 16 de julio del 2007, miembros de Voina iban a alzarlo, mientras leía sus poemas dentro de un armario, hasta el piso vigésimo segundo de un edificio («el artista que había tenido que vivir encerrado en un armario por fin recibiría su recompensa y ascendería a las alturas»).
Y en cierto modo, así fue.
montserrat.alvarez@abc.com.py