#Fumigados: Quién teme al lobby feroz

Docenas de artículos intentan descalificar esta semana en la prensa internacional el reciente fallo de un tribunal de California contra Monsanto (Bayer), empresa que durante años ha ocultado las posibles relaciones entre glifosato y cáncer encontradas en numerosos estudios científicos.

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Docenas de artículos intentan descalificar esta semana en la prensa internacional el reciente fallo de un jurado de California a favor de Dewayne Johnson, enfermo de cáncer terminal, contra Monsanto (ahora Bayer), por haber ocultado las posibles relaciones entre glifosato y cáncer encontradas en cientos de estudios: alegan que un tribunal popular nada puede decir sobre el glifosato, dado que es un tema científico.

Suponemos que esta gente desea que de ciencia solo hablen los científicos. Lo perverso es que en ciertos casos ni se deja hablar a los científicos, ni su trabajo se considera ciencia. Y, sin embargo, que el glifosato es probablemente carcinogénico no lo reconoce –ni tiene por qué hacerlo– ese tribunal: lo plantea la ciencia. El fallo reconoce el carácter fraudulento de ciertas prácticas corporativas.

Sobre el glifosato no hay consenso por varias razones; esto exigiría mil artículos (y traería interminables réplicas y contrarréplicas, vanas, pues el tema se presta como pocos a confusión y manipulación), pero mencionemos que el efecto a estudiar no es tanto –o no es solo– el del glifosato cuanto el de las fórmulas que integra con otras sustancias (polioxietileno amina, etcétera) y el de sus reacciones e interacciones (aunque, por ejemplo, el glifosato no afecta al ser humano, las moléculas de nitrógeno de su anillo en contacto con el ambiente lo convierten en n-nitroso-glifosato, que sí lo afecta, etcétera). El asunto es, o está, tan complicado, en suma, que aunque en Paraguay y otros países vemos gente enferma en zonas fumigadas y aunque los datos epidemiológicos son claros, es al mismo tiempo perfectamente posible refutar, como diría Billyboy, «la evidencia de los viejos glasos» (o atacar el principio de precaución con que «el té es más dañino», etcétera, etcétera).

Los lazos de la industria con el fraude científico han sido expuestos antes. Un artículo de 2016 en Journal of the American Medical Association (1), por ejemplo, revisa documentos internos de la Sugar Research Foundation (SRF) y revela que el vínculo entre enfermedad coronaria y azúcar se conoce desde los años 50. Pero en las décadas siguientes los estudios señalaron al colesterol y la grasa de la dieta, y para los 80 los especialistas habían olvidado que fisiólogos tan eminentes como John Yudkin alguna vez vieron la sacarosa como agente primario. La SRF, entre otras cosas, pagó a Mark Hegsted por revisar la literatura científica sobre el tema enviando a la SRF los estudios que vincularan enfermedades coronarias y azúcar. La revisión –luego de que la SRF la aprobó, sigue el artículo de JAMA– salió en 1967 en New England Journal of Medicine. Gracias a la influencia del estudio del científico de Harvard, entre otros, en las investigaciones de las décadas siguientes, lo que le diga a usted su médico puede reflejar el dinero invertido por la industria en la «ciencia».

Uno de los autores del artículo de JAMA es el doctor Stanton Glantz. Que en 1994 encontró en su oficina de la Universidad de California un paquete con treinta años de documentos internos de empresas tabacaleras. Según la leyenda, el (anónimo) remitente fue el bioquímico Jeffrey Wigand.

«Estoy cansado de esconderme en un hotel y vivir como un animal. Quiero ir a casa», clamaba el doctor Wigand en el escalofriante reportaje de Marie Brenner «The Man Who Knew Too Much» (Vanity Fair, mayo de 1996). Poco antes era respetado y rico. Trabajaba para B&W, que añadía al tabaco químicos que causan adicción. Protestó. Fue despedido. Y habló pese al contrato que se lo prohibía so pena de demanda judicial y pérdida de la indemnización y del seguro médico que cubría la enfermedad crónica de su hija. Habló con Lowell Bergman, productor del programa de CBS 60 Minutos. Su esposa, aterrada, lo echó de casa al hallar una bala y una amenaza de muerte en el buzón, y Wigand tuvo que registrarse con nombre falso en un hotel. «Si logran arruinar mi reputación, después nadie se atreverá a hablar», decía a Brenner en 1996.

Como sabe todo buen publicista, el crédito acrítico que recibe lo percibido como «ciencia» es rentable. Y si se usa para vender dentrífico –que, sabido es, exige frases como: «Avalado por odontólogos»–, parece inocente.

Solo lo parece. La industria es decisiva hoy en la imagen social de la ciencia y en la misma práctica científica. Parte de esa ideología dominante es la fe en los transgénicos, que lincha a los científicos que osan dudar de ese u otro punto del credo. Si innovar es proponer algo nuevo o mejorar algo existente, la innovación es viejísima, pero la noción, básicamente tecnológica, imperante refleja intereses corporativos «innovando» en áreas manejadas por la industria o favoreciendo el saber patentable. Un hallazgo científico puede dar frutos tecnológicos para el mercado, por supuesto, mas ese no es el único –ni el mejor– modelo de avance del conocimiento: es el mejor para la industria.

El físico Oscar Varsavsky, que publicó Ciencia, política y cientificismo en 1969, murió sin ver el siglo XXI, pero sí vio los vínculos entre industria y ciencia bajo la idealización de la segunda. ¿Por qué hay científicos incapaces de pensarla críticamente?, se preguntó. «Parece herejía tratar de analizarla en conjunto con espíritu crítico, dudar de su carácter universal, absoluto y objetivo», escribía. «El sistema no fuerza: presiona. Tenemos ya los elementos para comprender cómo: la élite del grupo, la necesidad de fondos, la motivación de los trabajos, el prestigio de la ciencia universal».

Hoy muchos indicios apoyan estas críticas. También las apoya el que divulgadores, voceros, prensa –y, detrás de ellos, gobiernos y empresas– intenten que esos indicios no sean pensados en rigor. Que, por ejemplo, dirijan al público contra la «seudociencia», etcétera, soslayando el peligro, mucho más grave (y mucho más complejo de analizar, y mucho más peligroso de criticar) de la bad science amparada en la penumbra de sus relaciones con sectores de poder e influencia al interior de la comunidad científica.

Relaciones como las expuestas en los Monsanto Papers (2). En 1996, Fox TV contrató a Steve Wilson y Jane Akre para rodar una serie documental sobre la presencia en la leche de hormona sintética rGHB, de Monsanto. Los ejecutivos de Fox recibieron cartas de abogados de Monsanto sobre el «gran daño» para Monsanto y las «terribles consecuencias» para Fox si la emitían. La cancelaron. Fox, según documentos del Juzgado de Florida, ofreció a Wilson y Akre dinero por renunciar sin hablar; no lo aceptaron e iniciaron un pleito. La Food and Drug Administration (FDA) había aprobado la rBGH en un proceso en el que trabajaron como supervisores para FDA empleados de Monsanto. El pleito contra Fox, apoyada por cinco grandes corporaciones, lo perdieron Wilson y Akre. Pero notemos esto: estudios científicos que asociaban problemas de «vacas Monsanto» (mastitis, esterilidad) a la rGHB podían crear preocupación –fundada o no– por una hipotética transmisión a humanos, y por diez estudios preocupantes, pronto hubo diez estudios tranquilizantes. Ese es el mecanismo usual; si lo impulsan intereses extracientíficos, se ha de investigar en cada caso, pero el efecto –la falta de certeza y de acuerdo– siempre funciona.

En una visita a Paraguay, el biólogo John Fagan, investigador en organismos genéticamente modificados, citó como científicos importantes en este campo a Gilles-Eric Séralini, «que probó que una variedad de maíz transgénico es tóxica para el riñón, el hígado y el aparato reproductivo», y Andrés Carrasco, «que demostró que el glifosato causa malformaciones en el mecanismo celular».

Cuando en 2012 Gilles-Eric Séralini, biólogo de la Universidad de Caen, publicó en Food and Chemical Toxicology un estudio que mostraba alteraciones hormonales y tumores en ratas alimentadas por dos años con maíz transgénico NK 603 resistente al Roundup, fue, desde luego, vilipendiado, pero además la revista se retractó por la publicación. Los Monsanto Papers han revelado que la empresa pidió a varios expertos que escribieran cartas exigiendo su retractación al editor, Wallace Hayes –que, por otra parte, era asesor de Monsanto desde agosto– (3).

Cuando en 2009 Andrés Carrasco, un científico con descubrimientos importantes, publicó en Página 12 los resultados de un estudio sobre efectos del glifosato en embriones anfibios, el ministro Lino Barañao envió un email el 4 de mayo al Comité Nacional de Ética en Ciencia y Tecnología pidiendo su evaluación –se pedía la evaluación ética de un científico por haber investigado una sustancia–. Al doctor –secretario de Ciencia del Ministerio de Defensa– se le pidió moderar la crítica. Renunció. Al año siguiente, Chemical Research in Toxicology publicó su estudio (4). Descalificado antes por salir en un diario, su aparición en la revista científica no alteró el curso de las cosas. En 2011 se conocieron –Wikileaks filtró documentos– las presiones de la embajada estadounidense a favor de Monsanto. Convertido en paria para la comunidad de la que otrora fue miembro influyente, Carrasco murió de infarto en 2014.

Hay muchos casos –el del bioquímico húngaro Arpad Pusztai, del Instituto Rowett, de Aberdeen, científico que pasó de prestigioso a despreciado por investigar posibles efectos adversos de cultivos transgénicos en animales, es de los 90– pero lo que queremos subrayar es que cuando se cuestiona la inocuidad, o meramente cuando se publican otras investigaciones o se plantean dudas, sobre productos industriales que generan flujos de capital tan enormes, que sostienen un modelo agrícola globalmente extendido tan dependiente de ellos y que involucra tantos actores, incluso gobiernos, tenemos un problema político y epistemológico. Las relaciones entre la producción científica y las corporaciones para las que el respaldo del consenso académico es estrategia mercadotécnica y requisito de aprobación de sus productos por los organismos reguladores son relaciones políticas, y esas relaciones políticas imponen –en la prensa, los gobiernos, las instituciones, hasta las universidades– un discurso profundamente anticientífico que sistemáticamente, y en nombre de la «ciencia», descalifica y aun censura la investigación y las ideas independientes, y este es un problema epistemológico.

Notas 

(1) Kearns, Glantz et al. «Sugar industry and coronary heart disease research early», JAMA Intern Med., 2016, 176 (11).

(2) En línea: https://usrtk.org/pesticides/mdl-monsanto-glyphosate-cancer-case-key-documents-analysis/ 

(3) El estudio lo republicó otra revista científica: Séralini et al. «Long-term toxicity of a Roundup herbicide and a Roundup-tolerant genetically modified maize», Environmental Sciences Europe, 2014, 26 (14).

(4) Paganelli et al. «Glyphosate-based herbicides produce teratogenic effects on vertebrates by impairing retinoic acid signaling», Chem Res Toxicol, 2010, 18, 23 (10).

montserrat.alvarez@abc.com.py

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