For the times they are a-changing

Veo aquí y allá algunas objeciones al Nobel a Bob Dylan, pero lo que más veo son multitudes que aplauden este Nobel, convencidas de que tales objeciones son «conservadoras».

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Veo aquí y allá algunos cuestionamientos del Nobel a Bob Dylan desde ciertas definiciones de lo literario. Según quién los plantea, y cómo, son interesantes o no. Pero lo que más veo por todas partes son emocionadas multitudes que no solo juzgan radical y novedoso este Nobel, sino que, en su enorme naïveté, parecen creer sinceramente que todos esos cuestionamientos (varios de ellos planteados por personas, me consta, mucho más inteligentes y radicales, y en todo caso muchísimo más actualizadas que cualquier miembro de esas multitudes) expresan lo que a coro llaman posturas «conservadoras». El Nobel a Dylan no es el inicio de nada nuevo, no supone cambio alguno, no es audaz ni sorprendente. El secreto de la industria cultural no es solo vender, sino vender sin perder prestigio. Audaz y sorprendente sería darle el Nobel a David Bisbal o a un cachaquero. Sería un error; el Nobel a Dylan es un acierto.

No un acierto literario, sino mercadotécnico. Pero lo literario no es aquí el punto. Al fin y al cabo, ya al disponer en su testamento que se premiara a quien «haya producido la obra más destacable de tendencia idealista en el campo de la literatura», Alfred Nobel introdujo un criterio extraliterario.

Vivimos rodeados de elementos del perdido mundo de la contracultura «recuperados» como bienes de consumo. Bienes que fundan estilos de consumo, estilos de vida, identidades. Y, ante el desgaste y el hastío, asistimos a una «gentrificación» (metafóricamente hablando, claro) de los discursos de la vieja izquierda, de la contracultura, etcétera; gentrificación como expropiación oportunista, y como corrupción también. A esos barrios hipster se dirige este coqueteo del Nobel a Dylan.

Sin que las masas emocionadas puedan en su candor pensarlo, celebrar el Nobel a Dylan es celebrar que las antiguas posturas y acciones rebeldes y contestatarias, muertas como praxis política e imposibles como contenido real de la vida, regresen como forma vacía en la mímica huera de la estética de los bienes de consumo.

Si a un disc-jockey, un community manager o un diseñador gráfico se le ocurre teorizar sobre la cachaca, es un acto cultural polémico; pero si un albañil baila cachaca, confirma su «inferioridad» cultural. Premiar a Paulo Coelho, un escritor que hasta las personas incultas consideran lectura propia de gente inculta, sería un suicidio; premiar a Dylan es un acierto (mercadotécnico) que las masas celebran. Con su previsible recepción entusiasta, estas masas sostienen, como en otros mil casos análogos, el mismo orden que se envanecen de cuestionar, y creen estar del lado de un cambio cuando es gracias a ellos que el mundo no cambia. El Nobel a Dylan no es un cambio, no es una trasgresión, no da inicio a nada nuevo, no es audaz. No es audaz: es una apuesta segura que contenta a la gran mayoría. No es una trasgresión: prosigue lo que ya es «tendencia». No da inicio a nada nuevo: no cuestiona nada que no se haya cuestionado desde la década de 1960 con la indistinción entre literatura y subliteratura, «alta cultura» y cultura de masas, etcétera, etcétera, etcétera. El Nobel a Dylan prolonga, impulsa y refuerza el fenómeno de legitimación selectiva de ciertos productos de la cultura pop como una herramienta más de discriminación clasista.

Dylan es parte del proceso de legitimación cultural por el que el folk pasa de nutrirse de rasgos culturales de las clases trabajadoras a ser una forma cultural autónoma (de ahí la famosa leyenda según la cual Pete Seeger trató de cortar con un hacha los cables eléctricos en el festival folk de Newport de 1965, para impedir otra ruptura –con las raíces populares tradicionales, en este caso–). Ese proceso está ligado al auge demográfico de la juventud estadounidense con poder adquisitivo que llamamos babyboom. Basta ver a Dylan para tener claro que refleja el ideal de esos sectores de la juventud en una imagen con la que no se identificaría cómodamente la clase trabajadora. Por eso queda tan bien su aparición en spots publicitarios en las últimas décadas.

Se suele pensar en la juventud como en una transición de la niñez a la adultez, alcanzada tras cruzar las etapas de un desarrollo descrito en discursos (psicológicos, pedagógicos, médicos) socialmente aceptados. Desarrollo que se piensa como un proceso endógeno, sin duda influido por el contexto, pero ante todo el despliegue de algo (de ciertas potencialidades biológicas propias de la especie humana, cabe suponer) que sale a la luz porque es natural. Pensar la juventud como fenómeno sociocultural con fecha histórica de aparición, en el cual lo biológico a lo sumo es condición necesaria pero no suficiente para ser joven, es chocante para el sentido común.

Es que es circular: los discursos que generan ideas socialmente aceptadas son acompañados por prácticas, por instituciones, por la autoridad de diversos saberes (científicos o de otra índole aceptada por la sociedad como garante de certeza), que generan experiencias que confirman los discursos y que son realidades a las cuales remiten esas palabras.

La aparición de la juventud como invento de la Modernidad ha sido bellamente expuesta por Philippe Ariès: «La juventud», dice Aries, «fue la respuesta al desarrollo productivo de la sociedad burguesa»; tal como la entendemos, tal como hoy «existe», de un modo que parece natural, como un grupo social unido por impulsos, placeres, rebeldías y características físicas, psicológicas, morales, intelectuales que lo distinguen dentro del conjunto de la sociedad, aparece en el siglo XVIII y se impone en la sociedad industrial. No se presenta, claro, como un invento («El siglo XVIII “descubrió” la juventud como se descubre una tierra desconocida; estaba allí, en nuestro mundo; bastaba mirar», escribe Lapassade).

El tiempo no desplazó ni debilitó este invento dieciochesco y occidental: lo globalizó, por supuesto, pero antes lo fue fortaleciendo: con el desarrollo de las sociedades modernas y el peso creciente del mercado, el invento de la juventud permitió generar y mantener todo un nicho de consumo cultural: un circuito de ofertas y necesidades nuevas que surgió ligado a la rebeldía atribuida en el imaginario social a la etapa del desarrollo llamada juventud.

Por supuesto, sabemos que la rebeldía, la dura, la amarga, la verdadera, la desesperada, no es un rasgo de cierta fase del desarrollo, ni un asunto encantador y sonrosado de ideales y atractivos teenagers lozanos, y que, es más, la juventud ni siquiera suele ser rebelde, porque sencillamente la verdadera rebeldía siempre es rara, tanto entre los niños como entre los ancianos como en todas partes. Lo sabemos. ¿O no?

La verdad, no. Izquierda y derecha (si cabe la diferencia aún) comparten más de lo que creen, y entre lo mucho que comparten está la fe, casi soteriológica, en la juventud, como realidad, con atributos reales. Y moralmente ideales.

A fines de la década de 1940, las empresas discográficas estadounidenses prestaron oído a la música de los jóvenes. La imagen seductora del «joven rebelde» promovida por otra poderosa industria, la cinematográfica, llevó en la década de 1950 al triunfo de un hombre blanco (o un joven blanco, cosa comercialmente muy distinta) que cantaba y se movía como negro y encajaba en el modelo comercial de joven de físico atractivo y rebelde; Elvis Presley fue el producto que el mercado necesitaba. De él y de cada uno de los ídolos juveniles de cada década y género musical el mercado tomó algo para completar la imagen del rebelde: el humor de los Beatles, el descaro de los Stones, el pacifismo de Bob Dylan... Y cada rasgo pasó en algún momento de lo molesto a lo grato, de lo incómodo a lo admirable.

En todo caso, lo conservador ahora es celebrar este premio; y la ingenuidad de creer que no lo es demuestra cuán ciego y profundo (o cuán ignorante y trasnochado) es el conservadurismo progre. Si la contracultura fue desde el comienzo lo que vemos hoy en todas partes, un estilo de consumo inocuo, un mecanismo de diferenciación social y generación de «estatus», y un ideal endogámico y excluyente, o si lo que pasa es que «the times they are a-changing» y esa generación, madura ya, ha cambiado, como ha cambiado el mundo, como ha cambiado tal vez el propio Dylan, es una cuestión que también cabe preguntarse.

Pero eso será otro día. Digamos, por hoy, solo que, en el campo de la música moderna, hay una línea que separa lo «inferior» de lo «superior», lo «inculto» de lo «culto» con jerarquías estéticas que reflejan y reproducen las jerarquías de clase, y que de la misma forma, y por la misma razón, el Nobel a Dylan no trasgrede nada, sino que refleja y reproduce también esas jerarquías.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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