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La guarania es un caso insólito de invención individual, con fecha y firma, espontáneamente adoptada por toda una comunidad como expresión de su historia y su experiencia social y colectiva. Historia y experiencia de cuyos cimientos vivientes, como todos aquellos que crecen y luchan fuera de la burbuja del poder y de los privilegios, formaba parte José Asunción Flores.
Que le contó a Sara Chaves, como es bien sabido, que la primera vez que sonó una guarania, Jejui, fue en la terraza del Hotel Cosmos (Colón esquina Estrella), llena de gente que bebía y hablaba mientras el violinista Alfred Kamprad, el chelista Erik Piezunka y el pianista Alfred Brand amenizaban esa noche de enero de 1925.
–Esto es nuevo, y, sin embargo, parece conocido –les comentó en una mesa a sus amigos Eligio Ayala, entonces presidente de Paraguay, cuando los músicos terminaron de interpretar Jejuí; y, poniéndose de pie, preguntó al trío–: Disculpen, ¿quién ha compuesto eso?
–Uno de los músicos de la Banda de la Policía –contestó el pianista, Brand–. Un chico –Flores tenía veinte años– muy talentoso.
Pero si al presidente Ayala le gustó Jejuí, Flores en realidad nunca le gustó a ningún presidente. He de añadir: «Y viceversa». Era un rebelde. Tuvo que exiliarse cuando un golpe puso en el gobierno a Félix Paiva. Estaba en Buenos Aires, e Higinio Morínigo –cuyo gobierno hizo de India (de 1928, con –críptica– letra de Manuel Ortiz Guerrero) «Canción Nacional» por decreto (que es una de las cosas más horribles que le pueden pasar a una canción)– logró que el Estado argentino cerrara la Agrupación Folclórica Guaraní, de la que Flores era miembro. Y cuando años después, dado el reciente asesinato del estudiante comunista de veinte años Mariano Roque Alonso, secuestrado y torturado por la policía, Flores rechazó la Orden Nacional del Mérito, el gobierno lo declaró –y por ello ese título vale más que cien mil medallas– «traidor a la patria».
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La música popular paraguaya comparte un patrón básico, que es el de la polca, de ritmo rápido, del que derivan la galopa, el kyre’y y todo un universo extraordinariamente bello, rico y vibrante pero cuyos géneros tradicionales, explica Luis Szarán, «parten de una misma fórmula rítmica». Por eso, cuando en 1925, ralentizando una polca –Ma’erápa reikua’ase, de Rogelio Recalde–, Flores comenzó a probar esa fórmula en otro tipo de canción, más lenta, más honda, abrió la puerta a un nuevo continente de melancólicas, misteriosas, profundas posibilidades expresivas que se dedicó a explorar. En lo cual fue muy pronto seguido por otros compositores paraguayos. La guarania fue una novedad –pues, pese a su inspiración popular, en estructura y en ritmo difiere de las canciones tradicionales– rápidamente aceptada. Y, a pesar de la exclusión de esta lengua del sistema educativo del país –o, más probablemente, a causa de esa exclusión–, Flores –que estuvo afiliado al Partido Comunista Paraguayo desde 1935– les puso títulos en guaraní a la mayoría de las suyas, que dio a conocer por entonces allí donde la suerte lo llevara –para ganarse la vida, anota Juan Max Boettner– a tocar su música en aquellas noches –en La Bolsa, en el café Polo Norte, en las peñas que armaba los domingos–.
Volviendo a los presidentes, proscrita por el gobierno de Stroessner, la música de Flores se pescaba al amparo de la madrugada en la radio moscovita Paz y Progreso, pero él, que también, al igual que sus sinfonías y sus canciones, tenía prohibida la entrada al país, a diferencia de estas no podía cruzar clandestinamente en onda corta las fronteras, así que tampoco pudo cumplir su último y modesto sueño (establecerse en un ranchito de Cerro Corá), y el martes 16 de mayo de 1972, víctima del mal de Chagas, murió en Buenos Aires.
En la historia de Paraguay, las guerras, la desigualdad, las dictaduras y la miseria marcan con migraciones y con exilios muchos destinos como el del compositor de Punta Karapã, ese rincón, a un par de cuadras de la estación del ferrocarril y de plaza Uruguaya, del antiguo barrio asunceno de la Chacarita donde nació el sábado 27 de agosto de 1904, hijo de Magdalena Flores, lavandera, y de Juan Volta, un guitarrista al que prácticamente no conoció y del cual, sin embargo, terminó prójimo, pues cuando niño, como muchos otros lustrabotas y canillitas, un día José Agustín –por haber robado pan, dicen unas fuentes; por culpa de las viejas y arbitrarias medidas policiacas contra la «vagancia», dicen otras– fue llevado a la comisaría local. Pero en la comisaria había una orquesta. Y en la orquesta había un violín, y un trombón, y un piano... Y en ella, semejante ya para siempre a ese fantasma paterno del cual llevaba la sangre, se hizo músico.
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La guarania fue declarada “Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad” por la Unesco. Pero Flores, que amplió el espectro expresivo para que una comunidad escuchara sus propias sombras, sus propios miedos, penas y añoranzas, sus soledades frente a la injusticia, el sentimiento trágico de su historia; Flores, que pagó con su desgracia personal todo aquello que hizo bien, y que no se arrepintió; Flores, además de la guarania como género y de su obra de compositor, ha dejado una herencia de rebeldía y de valor frente a un poder que no logró domesticarlo nunca.
Fuentes
Juan Max Boettner: Música y músicos del Paraguay, APA, 1956.
Sara Chaves de Talía: José Asunción Flores. Génesis y verdad sobre la guarania y su creador, Buenos Aires, 1976.
Luis Szarán (coord.): «José Asunción Flores», colección Sonidos de mi Tierra, fascículo 1, Abc Color, 22 de abril del 2004.
Luis Szarán: Diccionario de la música en el Paraguay, Nüremberg, Jesuitenmission, 2007.