Filosofía Posnuclear

El lunes 6 de agosto de 1945, Hiroshima fue convertida en polvo radiactivo por una bomba atómica. Tres días después, el jueves 9 de agosto, otra bomba hizo lo mismo con Nagasaki. Hace hoy setenta años. El mundo no ha vuelto a ser el mismo, y jamás volverá a serlo.

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«…These games you play,

They’re gonna end it all in tears someday

Oh oh Enola Gay,

it shouldn’t ever have to end this way.

It’s eight fifteen

And that’s the time that it’s always been…»

Orchestra Manouvers in the Dark, OMD, «Enola Gay» (del álbum Organisation, 1980)

(«Estos juegos tuyos / acabarán en lágrimas un día / Oh oh Enola Gay / esto jamás debió suceder / Son las ocho y quince / y esa es la hora que ya siempre fue…». Traducción libre de M. Álvarez)

El primer bombardeo atómico de la historia no es un tema clave del pensamiento actual: es la clave misma de todo posible pensamiento actual, tanto si se la elude como si se la asume. La materia se disolvió por dentro, se licuó su estructura, se desintegró su núcleo, los relojes atónitos siguen marcando esa hora y desde entonces el mundo es mutante, y la filosofía, posnuclear.

La mutación de la consciencia es, ante todo, cronológica. Por eso los relojes de Hiroshima marcan eternamente las ocho y cuarto de la mañana: el momento en el que se desintegró el núcleo de la materia al estallar la bomba lanzada desde el Enola Gay el 6 de agosto de 1945. El momento en que el tiempo se salió de su curso irreversiblemente. Aunque no hay alternativa a la estructura lineal antropológica e histórica de todo discurso y proyecto humanos, el futuro desaparece como horizonte; es preciso apresarlo en la inmanencia de lo actual. Una vez ocurrido lo que ocurrió hoy hace setenta años, está permanentemente ya ocurriendo. La inclusión del horror como lo indeleble en el campo de lo dado, y como lo ya siempre pendiente en el campo de lo posible, como hecho y como amenaza, no puede ser revertida.

Un hecho así no queda como la forma clausurada de lo pasado, sino como la perpetuamente abierta forma de la posibilidad, pero de la posibilidad de lo imposible, de la imposibilidad de todas las posibilidades, algo cuyo carácter paradójico es el de un «posible-fatal», suerte de contradictio in terminis que cabe glosar o esclarecer diciendo que supone un límite letal tanto en el «cuándo» concreto de su actualización apocalíptica como en el «mientras tanto», en el apocalipsis diferido de su persistencia incierta como mera potencialidad.

Y esto sería así aunque ese «cuándo» se aplazara indefinidamente: ya no puede ser de otra manera; no hay salida, no hay escape, no existe corrección a nuestro alcance de algo tan sin remedio. La muerte se ha cumplido, y ya solo con permiso de la muerte se respira.

Es un cambio radical en la subjetividad: un cambio antropológico, cronológico e histórico ante cuya magnitud sin parangón no cesaremos ya de extrañarnos de nosotros mismos, de desconocernos en nuestra sombra, tan próxima y tan mortífera, y tan inextirpable, en tanto sombra nuestra. Hace setenta años descubrimos que de nuestra violencia nada nos salvará, ya que no gobernamos eso que nos gobierna.

En nuestra percepción subjetiva, por ejemplo, la creación extravía sus alcances, tan vastos otrora; la creación –intelectual, artística, propia de cualquiera de esas actividades desde la Antigüedad pensadas para la «posteridad» como «lo perdurable»– se hace urgente, repudia la paciencia del que se consagra, porque detrás de todo propósito tan ambicioso como para dedicarle la vida entera, detrás de la antigua voluntad de permanencia, acecha ahora la duda sobre toda permanencia, la pregunta que desarma los sueños: «¿Para qué?»

¿Para qué, si el Apocalipsis ya ha sucedido y nunca dejará de suceder? ¿Para qué, si el porvenir ya está perdido y el sentido es impensable, para qué, si ese sentido, que no podría ser sino un proceso, una búsqueda y un desarrollo en el tiempo, ya está para siempre bombardeado? ¿Para qué, si la realidad, ya sida y siempre ya por ser, de la autodestrucción, tanto cuando se actualice, si se actualiza, como mientras se mantenga potencial, niega toda expectativa y toda esperanza?

Hay un antes y un después en la consciencia del sujeto humano, emisor del discurso de la filosofía, pensador del relato de la historia: un antes y un después del bombardeo de Hiroshima, y, sobre todo, del de Nagasaki, porque el de Nagasaki rubrica, confirma, sella el de Hiroshima. Si el 6 de agosto de 1945 la bomba cae sobre Hiroshima, tres días después en Nagasaki se reincide en lo absolutamente irreparable, el 9 de agosto, «un día como hoy», y aquí esa expresión habitualmente vacua y aun absurda (no hace falta ser Heráclito para, por mera lógica, saber que ningún día puede ser «como hoy»), cobra una profundidad horrible: nos quedamos en ese día, sin tradición, en tanto que perdida la inocencia y expulsados del Edén prenuclear, pero también, y sobre todo, sin porvenir, puesto que sin espacio de utopía.

Nagasaki, 9 de agosto: el hito del cambio subjetivo en el tiempo del individuo y de la especie, en el tiempo vital y en el tiempo histórico, porque uno puede plantearse una y mil veces lo que, de hecho, ya es ocioso: «Si al menos lo ocurrido en Hiroshima hubiera impedido lo que ocurrió en Nagasaki…», pero ese «Si al menos…» es vano desde el inicio, puesto que no lo impidió.

Después de Hiroshima y Nagasaki todo ha mutado en el pensamiento y en la civilización, y que la mayor parte del tiempo nadie parezca recordarlo no niega sino que confirma el peso ominoso de ese saber inasimilable, incompatible con la vida. En un mundo ciego, que cierra los ojos cada día porque abrirlos sería temblar de terror, en el mundo de la alegría del bikini, en el mundo que dio a una moda playera el nombre del atolón de las pruebas nucleares, en el mundo que ignora lo único urgente, en este mundo en el que ya no hace falta salirse de la norma para ser un monstruo, hoy afirmo el valor de atreverse a tener miedo.

Las decisiones tomadas y las bombas detonadas entre el 6 y el 9 de agosto de 1945, en una semana «como esta» –ya no habrá otra diferente– congelan el continuum espaciotemporal en nuestra actual y tensa tregua sin garantías y sin salida, vetan el impulso a un después en la línea del tiempo, línea que está maldita porque en todo después acecha el no-después, el nunca más, la muerte. Lo amorfo, lo inverosímil, la desintegración en caos del cosmos, desde las ocho y cuarto de esa mañana de 1945 son la sombra titánica y deforme que proyectamos. El mare incognitum del porvenir nos fija en la inmanencia de un trémulo «todavía» que toca madera y cruza los dedos.

Hay cosas que no cabe legislar. Una falta contra el universo no tiene figura jurídica posible. La ética, la psicología, la moral, la ciencia, el derecho carecen de categorías y conceptos lo bastante potentes y terribles para indicar (solo indicar, ya que esto no es explicable, definible ni descriptible) tal abismo. El mundo griego arcaico sí tenía palabras para un horror así cuando pensaba lo fatal, y el fin de un personaje trágico, su ananké, se presentía en la hybris que lo hacía quebrar, con actos humanos, la humana medida. En el cristianismo, en su fondo atroz, desafiante, insondable –cuya hondura excede la devoción «sencilla» (mundana, al fin y al cabo) del grueso de los fieles– hay un principio tremendo que roza, tembloroso, lo ocurrido en Hiroshima y Nagasaki: la oscura idea del «pecado». Lo que el hombre le hizo al hombre, lo que perpetró contra sí mismo, contra todo lo existente, esta blasfemia arrojada contra el propio rostro del ser, es una profanación del orden de lo mistérico, de lo religioso; algo que no se dice, porque es nefando, que se rodea con los ojos cubiertos y el rostro vuelto a un lado, porque ciega, que no se mira de frente, porque mata, la sórdida mancha de algo inconcebible entre cuyas monstruosas metáforas ríen las tinieblas insondables de las fauces de la Medusa: aquello de lo cual ya no se vuelve.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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