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CUATRO FACTORES
Cabe explicar físicamente el supuesto milagro de San Juan, que impide que se quemen los pies los que andan sobre las brasas, mediante cuatro factores: la baja capacidad calorífica y la baja conductividad térmica de las brasas son dos, la alta capacidad calorífica del cuerpo humano es otro, y el efecto Leidenfrost sería el cuarto.
El calor puede pasar de las brasas a los pies: (a) por radiación, (b) por convección o (c) por conducción; todos los autores consultados coinciden en analizar el tercer medio, por el que la energía se transmite a través de la superficie de contacto entre las brasas y el pie a una rapidez que depende de:
(a) la diferencia de temperatura entre las brasas y el pie (cuanto mayor sea esta diferencia, más rápido fluirá el calor),
(b) la conductividad térmica de las brasas (que es muy poca; de hecho, son aislantes. La madera es aislante; por eso podemos sostener un palo de madera con la punta ardiendo, pero no uno de hierro; y es que el metal es un excelente conductor; por eso podemos tocar un pollo en el horno, pero no la fuente de metal en la que se está asando; a igual temperatura, el calor pasa a nuestro dedo mucho más rápido desde esa fuente por la alta conductividad del metal),
(c) la alta capacidad calorífica del pie (si las tocamos con él, la temperatura de las brasas disminuirá rápidamente y la del pie aumentará lentamente), y
(d) el «efecto Leidenfrost» que se produce porque una capa de vapor de agua (que es un mal conductor del calor) se interpone entre el pie y la brasa (si unas gotas de agua caen en una superficie muy caliente, saltan y tardan en evaporarse porque el vapor que se genera en el punto de contacto hace de aislante: este es el efecto Leidenfrost).
Entonces, por un lado, el paso del calor se da cuando entran en contacto las brasas y el pie. Por otro, ese contacto es breve: el tiempo de una pisada es aproximadamente de medio segundo, y entre un paso y el siguiente el pie pierde calor. Uno se quema si el contacto dura más; por ejemplo, si se le pega una brasa a la piel al pisarla. Del mismo modo que si uno no toca la fuente pero deja su mano en el horno más tiempo del que sería prudente tocarlo, terminará con la zarpa tan bien asada como el pollo a cenar. Por eso es que uno camina sobre el fuego: es decir, precisamente, camina, no se queda en él a fumar un cigarrillo mientras contempla el paisaje.
LO SIMBÓLICO
Ahora bien, ¿agota esto el fondo misterioso de los ritos, las fiestas, los instintos que no llegamos nunca a entender ni asimilar subjetivamente con la introspección que hacemos desde una consciencia más reciente en términos evolutivos? No. O seguramente sí, para espíritus pobres, soberbios y deseosos de quedar por encima de otros con recursos como descalificar todo lo que no sea tan fácil y claramente explicable como, si se piensa en ellos con un poco de paciencia y aplicación, los procesos físicos (por ejemplo, el que expusimos aquí y que resuelve el «milagro» de San Juan). Por fortuna, ni los verdaderos filósofos, ni los verdaderos científicos, ni los verdaderos racionalistas tienen mentes precisamente tan estrechas, y explicaciones científicas como estas, ni son las únicas admisibles para una inteligencia vigorosa, ni dan cuenta de todo lo pensable a menos que se confunda la «ciencia» con un dogma o el «ateísmo» con un credo de fe.
A mediados del siglo XX, aparecieron obras como el célebre libro de Bajtin sobre la cultura carnavalesca medieval en Rabelais, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento: el contexto de François Rabelais (1941), o como, en el mundo de habla española, los trabajos de don Julio Caro Baroja, de los que Las brujas y su mundo (1961) es el más famoso. Estos, me parece, son hitos que creo que podemos decir que marcan, en el siglo pasado, el paso de la fiesta, de tema, desde el siglo XIX, más bien de filólogos y folcloristas románticos, a objeto de estudio científico (sí, científico) de la antropología, la sociología, la historia de las mentalidades y otras disciplinas.
En la Noche de San Juan, que es la noche más corta del año en el hemisferio norte, y la noche más larga del año en el hemisferio sur, el fuego celebra al Sol, sea, en el norte, para mantenerlo vivo, sea, en el sur, para asegurar que vuelva; el fuego simboliza algo emocionante y poético, a la vez que esencial para la historia y la cultura humanas: el triunfo de la luz sobre la oscuridad. Es una realidad de tipo especial: un símbolo.
«De ahí –escribe el filósofo y hermeneuta (el fundador de la hermenéutica contemporánea, stricto sensu, para ser más precisos) Hans-George Gadamer (Marburgo, 1900 - Heidelberg, 2002)– que la esencia de lo simbólico consista precisamente en que no está referido a un fin con un significado que haya de alcanzarse intelectualmente, sino que detenta en sí su significado» (Gadamer: La actualidad de lo bello. El arte como juego, símbolo y fiesta, traducción de Antonio Gómez Ramos, Paidós, Barcelona, 1991).
ESE ARTE…
El concepto de símbolo es una preciosa herramienta intelectual que requeriría realmente un artículo aparte –o más bien un libro completo–.
Como ese erudito estudio, espléndido y ya clásico, que Todorov le dedicó, Teorías del símbolo (Monte Ávila Editores, 1991, segunda edición), que, por cierto, comienza con un hermoso epígrafe que puede respaldar las más inspiradas audacias de la mente más compleja, contra cualesquiera lecturas unívocas que, basándose en conceptos ingenuos, y sin embargo pedantes, de lo «racional», pretendan reducir la realidad a su también ingenua, y definitivamente estéril y anacrónica ya, definición de «ciencia»: «Pensándolo bien, creo que un historiador debe ser también y por fuerza un poeta, ya que solo los poetas entienden de ese arte que consiste en vincular hábilmente los hechos». Lo dijo Friedrich Leopold von Hardenberg (Castillo de Oberwiederstedt, 1772 - Weißenfels, 1801), el poeta Novalis.
juliansorel20@gmail.com